XXIV
Cuando a mediados de marzo por fin empezaron a subir las temperaturas y comenzó a fundirse el hielo, que parecía eterno, la ciudad se mostraba como después de una epidemia, aturdida y asustada, las calles encharcadas, las casas deterioradas, los árboles pelados, y la gente agotada e inquieta, como si hubiera sobrevivido al invierno para afrontar peores tormentos todavía a causa de los alimentos, las semillas, las deudas y los préstamos inextricables e infinitos.
Así, un día de marzo, de nuevo una mañana y de nuevo con esa voz profunda y amarga con la que hacía ya años que, monótona e implacablemente, anunciaba las cosas buenas y malas, importantes o triviales, d’Avenat comunicó al cónsul que Ibrahim bajá había sido destituido sin que se le asignara un nuevo destino. Las órdenes señalaban que debía abandonar Travnik y esperar instrucciones en Gallípoli.
Cuando cinco años atrás, le había comunicado de la misma forma el traslado de Mehmed bajá, Daville, conmocionado, sintió la necesidad de actuar, de hablar, de hacer algo contra esa decisión. También ahora, la noticia le supuso un golpe y, en los tiempos que corrían, era una pérdida inestimable. Pero no halló en su interior las fuerzas para rebelarse y oponerse. Ya durante el invierno que acababa de terminar, desde la catástrofe de Moscú, anidaba en él la sensación de que todo se desmoronaba y se hundía, y cualquier pérdida, daba igual de dónde viniera, hallaba allí sentido y justificación.
Todo se derrumbaba, los emperadores, los ejércitos, las instituciones, las riquezas y los ideales que apuntaban al cielo, así que ¿cómo no iba a caer este visir infeliz y agarrotado que llevaba años sentado, siempre inclinado a la izquierda o a la derecha? Se sabía lo que significaba «esperar instrucciones en Gallípoli». Era el exilio, la soledad y casi la pobreza, sin derecho a quejarse ni posibilidad de explicarse o reparar el error si lo hubiera.
Sólo en segundo lugar, Daville pensó que perdía un amigo de muchos años y un apoyo seguro, y justo en el momento en que podía serle más necesario. Pero en ninguna parte de su ser encontró aquella agitación, aquel fervor y urgencia por escribir, advertir, reprochar o solicitar ayuda, como antaño cuando se enteró de la partida de Mehmed bajá. Todo se derrumbaba, también las amistades y apoyos. Y aquel que se rebelaba y trataba de salvarse a sí mismo o a otros no conseguía nada. El visir, eternamente inclinado, también caía y partía como el resto.
Todavía estaba sumido en esos pensamientos, incapaz de tomar una decisión, cuando llegó el mensaje de que el visir quería hablar con él.
En el konak se advertía una actividad febril, pero Ibrahim bajá no había experimentado cambio alguno. Hablaba de su sustitución como de algo absolutamente comprensible en el cúmulo de desgracias que se habían abatido sobre él en los últimos tiempos. Como si él mismo hubiera deseado que esa sucesión de hechos se acabara cuanto antes, decidió no retrasar la partida y emprender el viaje en diez días, a principios de abril. Se había enterado de que su sucesor se había puesto ya en camino y no tenía intenciones de esperarlo en Travnik.
Al igual que Mehmed bajá, el visir afirmaba que había sido víctima de sus simpatías por Francia. (Daville sabía bien que eso era una de las mentiras orientales o verdades a medias que circulaban entre las amistades sinceras y los aliados como falsa moneda entre la auténtica).
—Sí, sí. Mientras Francia avanzaba y vencía, me respetaban y no podían hacerme nada, pero ahora que la suerte se ha vuelto en contra de ella, me destituyen y alejan y me impiden contactar y colaborar con los franceses.
(De repente la falsa moneda se convertía en verdadera y Daville, olvidando la inexactitud de la premisa del visir, percibió la realidad del desastre francés. Ese nudo frío y doloroso que, unas veces más fuerte y otras menos, había oprimido tan a menudo su estómago en el konak, se hacía sentir ahora, mientras escuchaba tranquilamente las palabras del visir que iban de la falsa amabilidad a la verdad amarga).
La mentira y la verdad se confunden —pensaba el cónsul, dejando que el intérprete tradujera palabras que él mismo entendía—, todo está tan entremezclado que nadie es capaz de distinguirlas, lo único seguro es que todo se derrumba.
Pero el visir ya se había olvidado de Francia y había pasado a su relación con los bosniacos y con el propio Daville.
—Este pueblo, créame, necesita un visir más severo y cruel. Bueno, dicen que los pobres de todo el país me bendicen. Es lo que deseo. Los ricos y poderosos me odian. También sobre usted me informaron mal al principio, pero en cuanto lo conocí comprendí que sería mi único amigo. ¡Alabado sea Dios que es Uno! Le aseguro que yo mismo, en varias ocasiones, he solicitado al sultán que me relevara. No necesito nada. Lo que más me gustaría sería cultivar mi jardín como un simple jardinero y pasar así en calma mis últimos días.
A todas las palabras de consuelo y buenos deseos para el futuro que Daville pronunciaba, el visir oponía reparos.
—No, no. Ya sé lo que me espera. Sé que, como tantas veces, intentarán calumniarme y eliminarme para apoderarse de mis bienes. Me parece que estoy oyendo cómo me vilipendian y entierran en la corte, pero ¿qué puedo hacer? ¡Dios es Uno! Y desde que perdí a mis hijos más queridos y a tantos miembros de la familia, estoy preparado para cualquier golpe. Si el sultán Selim estuviera vivo, todo sería diferente…
Daville conocía el mecanismo de lo que venía a continuación y d’Avenat traducía de memoria, como si se tratara del texto de un ritual con el que se está muy familiarizado.
Al abandonar el konak, Daville pudo advertir que la agitación y el apremio crecían minuto a minuto. La casa del visir, abigarrada y singular, que en esos cinco años se había ampliado, echado raíces y habituado al edificio y al entorno, ahora se tambaleaba como si fuera a desplomarse.
De todos los recintos y patios llegaban voces, ruido de pasos, ecos de martillos y el entrechocar de baúles y canastos. Cada uno se preocupaba de sus cosas. La incertidumbre más absoluta esperaba en Turquía a esta gran familia, siempre en perpetuo desacuerdo, pero unida, y que ahora, en plena efervescencia, se quebraba y rechinaba por todas partes. El único que permanecía frío e inmóvil en medio de tanto barullo y confusión era el visir, sentado en su lugar de siempre, levemente inclinado a un lado, quieto como un ídolo de piedra ridículamente vestido, arrastrado por ese hervidero fluctuante de gente asustada.
Ya al día siguiente, los criados llegaron al consulado francés con una increíble procesión de animales domésticos o amaestrados, gatos de angora, galgos, zorros y conejos blancos. Daville los esperó con mucha pompa y los recibió en el patio. El cortesano que acompañaba la comitiva se colocó en el centro del recinto y con voz solemne anunció que esas criaturas de Dios habían sido amigos en la casa del visir y en casa de amigos los dejaba éste ahora.
—Los quería y sólo puede dejárselos a una persona querida.
El cortesano y los sirvientes fueron agasajados con presentes y los animales fueron alojados en el patio trasero de la casa, para desgracia de la señora Daville y gran alegría de sus hijos.
Unos días más tarde, el visir volvió a llamar al cónsul para despedirse de él a solas, a título privado y amistosamente.
Esta vez, Ibrahim bajá estaba realmente emocionado. No había ni falsas monedas ni verdades a medias ni gentilezas que lo son sin serlo.
—El hombre se separa de todo y a nosotros nos ha llegado el momento. Aquí nos encontramos como dos desterrados, prisioneros y sepultados por este pueblo horrible. Aquí nos hicimos amigos y siempre lo seremos, si volvemos a vernos en un lugar mejor.
Entonces sucedió algo inimaginable, algo que no había sucedido jamás en los cinco años de ceremonial en el konak. Los cortesanos corrieron hacia el visir y lo ayudaron a levantarse. (Ya se había levantado él con un movimiento veloz y rudo y sólo ahora podía verse cuán alto y vigoroso era; luego cruzó la habitación lenta y pesadamente, sin gestos, como si debajo de la larga túnica tuviera ruedas en lugar de unos pies invisibles). Todos juntos salieron al patio. Allí se hallaba, limpia y preparada, la carroza negra, antiguo regalo de von Mitterer, y un poco alejado, un hermoso alazán pura sangre, de ollares blancos y rojos, totalmente enjaezado y con una silla de montar.
El visir se colocó junto al carruaje y murmuró algo parecido a una oración, luego se volvió hacia Daville.
—Al abandonar esta desolada tierra, le dejamos este artefacto para que usted también la abandone cuanto antes…
Después trajeron el caballo y el visir se dirigió otra vez a Daville:
—… Y este noble animal, para que os conduzca al encuentro de todas las cosas buenas.
Conmovido, el cónsul quiso decir algo, pero el visir prosiguió, llevando a cabo seria y cuidadosamente el ceremonial previsto.
—La carroza es símbolo de paz y el caballo, de felicidad. Éstos son mis deseos para usted y su familia.
Sólo entonces Daville logró expresar su agradecimiento y sus mejores parabienes para el viaje y el futuro del visir.
Aún no habían abandonado el lugar, cuando d’Avenat se enteró de que el visir no había regalado nada a von Paulich y de que se había despedido de él breve y fríamente.
Delante del konak acampaban caravanas de caballos y arrieros, cargaban y terciaban los fardos, se esperaban y gritaban unos a otros. En la mansión vacía resonaban los pasos, las órdenes y menudeaban los altercados. La voz chillona de Baki lo dominaba todo.
El tesorero se sentía desdichado y se ponía enfermo sólo de pensar que debía viajar con semejante frío (en las montañas todavía había nieve) y por aquellos caminos horrorosos, y los gastos, los daños y la imposibilidad de llevárselo todo lo sacaba de quicio. Corría de una habitación a otra y controlaba que no se hubiera quedado nada, recomendaba que no se tiraran ni rompieran cosas, amenazaba y suplicaba. Lo irritaba Behdzet y la eterna sonrisa con la que seguía el jaleo. («Si tuviera tan poca inteligencia como él, yo también me estaría muriendo de risa»). Lo ofendían la despreocupación y la ligereza de Tahir bey. («Éste ha labrado su propia ruina, así que ¿por qué no iba a arruinar a todos los demás?»). Los regalos que el visir había ofrecido a Daville lo molestaron tanto que se olvidó de las cestas y de los arrieros. Corría de una habitación a otra, acudía al visir y suplicaba que al menos no regalara el caballo. Y cuando vio que no conseguía nada, entonces se sentó en un canapé desguarnecido y, entre gemidos, le contaba a todo el que quería oírlo que, en su momento y de manera confidencial, Rotta le había revelado que von Mitterer, cuando se fue de Travnik, se había llevado cincuenta mil táleros ahorrados en menos de cuatro años que había permanecido allí.
—¡Cincuenta mil táleros! ¡Cin-cuen-ta mil! ¡Y eso un cerdo alemán, en cuatro años! —vociferaba Baki y preguntaba también a gritos cuánto entonces llegaría a ahorrar el francés, mientras se golpeaba el muslo con la palma de la mano, allí donde debía de estar el bolsillo de su caftán de seda.
A finales de la semana, bajo una lluvia fría que en las montañas se transformó en nieve húmeda, Ibrahim bajá emprendió su viaje acompañado de su séquito.
Los dos cónsules con sus escoltas hicieron con él un trecho del camino. También lo escoltaron un buen número de beyes travniqueses y de gente a pie, porque Ibrahim bajá no se iba a escondidas, odiado por todos, como antaño Mehmed bajá.
Los dos primeros años había tenido enemigos, igual que la mayoría de sus predecesores, y había afrontado rebeliones e intrigas de los principales señores, pero más tarde habían disminuido y cesado. La absoluta inmovilidad del visir, su probidad en cuestiones de dinero, y luego la habilidad, la moderación y la magnanimidad con las que Tahir bey había administrado la región habían creado con el tiempo una situación soportable y unas relaciones frías pero tranquilas entre el konak y los beyes. Éstos reprochaban al visir que no hacía nada por el país ni actuaba contra los serbios. Sin embargo, las recriminaciones se debían más a la necesidad que tenían los beyes de tranquilizar sus conciencias y demostrar su celo, que al verdadero deseo de interrumpir el «silencio» estéril, pero agradable, que había marcado el largo visirato de Ibrahim bajá. (Porque éste, por su parte, y con mucha razón, se quejaba de que no podía lanzar un ejército contra los serbios debido a la lentitud, el desorden y la discordia que reinaba entre los bosniacos). Y, con el paso de los años, cuanto más se parecía el visir a un muerto, más indulgentes eran los juicios que inspiraba y más favorables las opiniones que su mandato merecía.
Poco a poco, la comitiva que había ido a despedir al visir se fue reduciendo. Primero dieron media vuelta los que iban a pie, luego algunos jinetes. Al final quedaron los ulemas, algunos señores y ambos cónsules con sus escoltas, los cuales se despidieron del visir en el mismo cafetín en el que en otros tiempos Daville diera el postrer adiós a Mehmed bajá.
Todavía estaba allí la marquesina, en el suelo, desfondada, en un charco de agua y ennegrecida por la lluvia. El visir detuvo la comitiva y se despidió de los cónsules con unas cuantas palabras imprecisas que nadie tradujo. D’Avenat repitió en voz alta los mejores augurios y saludos de su señor, mientras que von Paulich respondió en turco.
Lloviznaba. El visir montaba a lomos de su caballo, un animal fuerte, ancho y tranquilo, que en el konak apodaban «la vaca». Llevaba puesta una amplia pelliza rojo oscuro que contrastaba, por su color vistoso, con el paisaje triste y húmedo. Tras él, asomaba la cara amarillenta de Tahir bey con sus ojos brillantes, la figura alargada de cazador del alfaquín, Esref efendi, y una masa inflada y redonda de ropa de la que surgían los ojos azules de Baki iracundos y a punto de romper a llorar.
Todos tenían prisa por marcharse de esa garganta pantanosa como de un entierro oficial.
Daville regresó con von Paulich. Eran más de las doce. Había dejado de llover y desde algún lugar llegaba un rayo de sol sinuoso, débil y sin calor. La conversación indiferente dejaba fluir los pensamientos y los recuerdos. Cuanto más se aproximaban a la ciudad, más se estrechaba el desfiladero. En las laderas escarpadas empezaba a brotar la hierba sobre la que se cernían sombras húmedas y azuladas. En un punto, Daville divisó unas cuantas prímulas amarillas apenas abiertas y de inmediato sintió toda la tristeza de su séptima primavera bosniaca, y con tanta intensidad que no podía responder más que con monosílabos corteses a las frases serenas de von Paulich.
A Daville le sorprendió recibir las primeras noticias del visir tan sólo diez días después de su partida. Ibrahim bajá se había encontrado en Novi Pazar con Siliktar Alí bajá, su sucesor en el cargo de visir de Bosnia, y se habían quedado un tiempo en la ciudad. Coincidió con que pasaba por allí un correo francés procedente de Constantinopla e Ibrahim bajá envió con él un saludo a su amigo junto con las primeras impresiones del viaje, aprovechando para añadir unas palabras sobre el nuevo visir. «Me gustaría, estimado amigo, describirle a mi sucesor, pero me resulta imposible. Sólo puedo decir que Dios se apiade de los pobres y de aquellos que carezcan de protección. Ahora van a ver los bosniacos…».
Lo que pudo averiguar Daville por boca del correo y por las cartas de Frayssinet, confirmaba las impresiones de Ibrahim bajá.
El nuevo visir no venía acompañado de funcionarios, ni de cortesanos ni de harén, llegaba «solo y sin nada, como un hajduk en el bosque», pero con mil doscientos albaneses bien armados «de apariencia peligrosa» y dos enormes cañones de campaña, precedido por la reputación de ser un visir imprevisible, sanguinario y el más cruel de todo el imperio.
En el tramo entre Pljevlje y Priboj, uno de los cañones se atascó en el barro, porque los caminos, y más en esa época del año, siempre estaban en mal estado y eran poco transitables. Cuando llegó a Priboj, el visir, irritado por este contratiempo, hizo decapitar a todos los funcionarios del Estado sin distinción (por suerte no había más que tres) y a dos notables de la ciudad. Envió por delante a un mensajero con instrucciones estrictas de que se repararan y acondicionaran los caminos. Pero las órdenes eran superfluas. El ejemplo de Priboj había surtido efecto. En la ruta de Priboj a Sarajevo, una multitud de peones y albañiles se afanaban tapando charcos y baches y arreglando puentes de madera. El miedo había allanado el camino del visir.
Alí bajá viajaba despacio y en cada ciudad se detenía un poco y enseguida ponía orden a su manera: imponía nuevos tributos, cortaba la cabeza a los turcos desobedientes y arrestaba a los personajes de la ciudad y a los judíos sin hacer diferencias.
En Sarajevo, según el exhaustivo y pintoresco informe que remitió Frayssinet, el pavor fue tal que los beyes más distinguidos y los mercaderes más ricos fueron hasta el puente de Kozja a recibir al visir, a fin de desearle la bienvenida y ofrecerle los primeros presentes. Alí bajá, que sabía que los beyes de Sarajevo eran famosos porque siempre acogían con frialdad y arrogancia a los visires en su camino desde Constantinopla a Travnik, rechazó groseramente recibir a esta delegación, gritando desde su tienda que desaparecieran de su vista enseguida y que en caso de necesitar a alguien iría a buscarlo a su casa.
Al día siguiente, todos los judíos ricos de Sarajevo y algunos de los beyes más influyentes fueron encarcelados. Uno de ellos, que había osado preguntar por qué los detenían, fue maniatado y azotado en presencia del visir.
Los rumores llegaron a Travnik y en las historias que circulaban sobre él, el nuevo visir se había convertido en un monstruo. Pero su entrada en la ciudad, la forma en que recibió a los señores y celebró el primer Diván con ellos superaron con creces todas las murmuraciones que lo habían precedido.
Un día de primavera entró en Travnik primero un destacamento de trescientos arnaútes, en filas anchas y regulares, todos iguales, como alineados bajo un cordel, y hermosos como doncellas. Llevaban fusiles cortos y cortos eran sus pasos, la vista al frente. Luego llegó el visir, con un pequeño séquito y un destacamento de jinetes. Ellos también marchaban con pasos cortos como en un entierro, sin ruido ni gritos. Delante del caballo del visir, a la cabeza del cortejo, iba un espahí enorme sujetando con las dos manos una gran espada desnuda. Ni los basibozuk[43] más viles ni las hordas de los circasianos más furiosos aullando y disparando al aire podrían haber asustado tanto a la gente como esa comitiva silenciosa y lenta.
Esa misma tarde, como de costumbre, Alí bajá hizo arrestar a los judíos y a los notables, en virtud del principio de que «se habla de otro modo con un hombre que ha pasado una noche en prisión». Aquel que entre los familiares y amigos lloraba, se lamentaba y quería añadir algo o ayudar era azotado sin piedad. Todos los judíos cabeza de familia fueron detenidos, porque Alí bajá tenía la lista exacta con sus nombres y era de la opinión de que nadie paga más que un hebreo para liberarse y de que nadie como ellos propaga mejor el miedo por la ciudad. Y los travniqueses, que guardan en su memoria toda suerte de eventos, vieron entre otros prodigios y oprobios a siete Atijas tirando de las mismas cadenas.
Por la noche, el párroco de Dolac, fray Ivo Jankovic, guardián del monasterio de Guca Gora, y el archimandrita Pahomije, atados de pies y manos, fueron arrojados a la fortaleza.
Al día siguiente, al amanecer, hicieron salir al exterior a todos los presos que estaban en la fortaleza por asesinato o delitos graves y allí esperaban la sentencia de Ibrahim bajá, cuya justicia era lenta y escrupulosa. Antes de que el sol despuntara los habían colgado en las encrucijadas de la ciudad. Y por la tarde, los señores se reunieron en el konak para el primer Diván.
Esta sala había contemplado muchos cónclaves turbulentos y peligrosos, había oído palabras graves, decisiones cruciales y sentencias de muerte, pero nunca antes había visto ese silencio que cortaba el aliento y encogía el estómago. La habilidad de Alí bajá consistía en crear, fomentar y extender tal atmósfera de terror que incluso los hombres que no tenían miedo de nada, ni de la muerte, acababan doblegados y vencidos.
Lo primero que hizo el visir, después de leer el firman del sultán, fue anunciar a los beyes reunidos la sentencia de muerte del caimacán de Travnik, Resim bey. Los golpes de Alí bajá eran terribles, sobre todo porque no se esperaban y resultaban inauditos.
Cuando tres semanas atrás, Ibrahim bajá había abandonado Travnik, Suleiman bajá Skopljak se hallaba, como en tantas otras ocasiones, en algún lugar del Drina con su ejército y había rechazado, alegando un buen pretexto, regresar a la ciudad y sustituir al visir hasta la llegada del nuevo. Por eso, el caimacán, el viejo Resim bey, había ocupado el cargo de máxima autoridad.
Ese hombre, dijo el visir, ya estaba encarcelado y sería ejecutado el viernes, porque durante el tiempo que había ostentado el cargo, su modo de gobernar había sido tan caótico y poco firme que merecía dos veces la muerte. Esto era sólo el principio, tras él irían todos los que desempeñando un puesto y una misión de responsabilidad ante el imperio, no habían actuado correctamente o bien se oponían a él en público o en secreto.
Después de esta noticia se sirvieron los cafés, los chibuquíes y los sorbetes.
A continuación, Hamdi bey Teskeredzic, por ser el más anciano de los beyes, profirió unas cuantas palabras en defensa del desventurado caimacán. Mientras hablaba, uno de los criados que, después de servir al visir, se retiraba hacia la puerta de la derecha caminando de espaldas, tropezó con uno de los sirvientes encargado de los chibuquíes y una pipa cayó al suelo. El visir, como si sólo eso hubiera estado esperando, lo fulminó con la mirada, se inclinó hacia un lado, alargó el busto, cogió un gran puñal que tenía a mano y se lanzó contra el criado petrificado. Los sirvientes se llevaron apresuradamente al infeliz bañado en sangre, mientras los señores y los beyes, más envarados aún, miraban al frente, cada uno a su fildzan, olvidando los chibuquíes que humeaban a sus costados.
El único que mantuvo la calma y la sangre fría fue Hamdi bey que terminó su alegato en favor del caimacán, rogando al visir que tuviera en cuenta su avanzada edad y sus anteriores servicios y no sus errores y faltas actuales.
Con voz atronadora y clara, Alí bajá contestó tajante que durante su mandato todos recibirían lo que se merecían, los dignos y obedientes, recompensas y favores y los indignos y rebeldes, la muerte o los azotes.
—Yo no he venido para mentirnos y decirnos gentilezas a través de las pipas, o para dormir en este sofá —concluyó el visir—, sino para poner orden en esta tierra que es célebre hasta en Estambul por enorgullecerse de la anarquía que en ella reina. Incluso para la cabeza más dura hay un sable. Las cabezas están en sus hombros y el sable en mi mano, y el firman[44] imperial bajo mi cojín. Así que todos los que quieran comer pan y ver el sol que actúen y se comporten en consecuencia. Recordadlo bien y explicádselo al pueblo, y esforcémonos todos por hacer lo que el sultán espera de nosotros.
Los beyes y los dignatarios se levantaron y se despidieron en silencio, felices de estar vivos y perplejos como si hubieran asistido a un número de magia.
Al día siguiente, sin más dilación, el nuevo visir recibió a Daville en audiencia.
Los albaneses del visir con sus mejores galas y a lomos de buenos caballos fueron a buscar al cónsul. Cabalgaron por calles vacías y por el bazar prácticamente desierto. No se abrió ni una puerta, ni se alzó una persiana, ni asomó una cabeza.
La audiencia transcurrió según el ceremonial acostumbrado. El visir obsequió a Daville y a d’Avenat con unas valiosas pieles. Los aposentos y corredores del konak estaban extrañamente vacíos, sin muebles ni adornos, y asimismo era raro el escaso número de dignatarios y servidores. Después de la multitud que pululaba por el edificio en la época de Ibrahim bajá, ahora todo parecía desnudo y desolado.
Daville, también confuso y curioso, se sorprendió al ver al nuevo visir. Era alto y fuerte, pero de huesos finos, caminaba con paso firme y rápido, sin esa majestuosidad pesada que manifestaban los dignatarios turcos. Su tez era mate, los ojos grandes y verdes y su barba y bigotes totalmente blancos y recortados de manera inusual. Hablaba con llaneza y desparpajo, reía a menudo y su risa, para ser un funcionario otomano, era insólitamente ruidosa.
Daville se preguntaba si en verdad era ése el mismo visir sobre el que había oído decir cosas tan terribles y que el día anterior había condenado a muerte al anciano caimacán y apuñalado al criado en el Diván.
El visir sonreía, hablaba de sus planes para imponer el orden en el país y atacar seria y enérgicamente a los serbios. Alentó al cónsul a proseguir con su trabajo como hasta entonces, reiterándole su voluntad de ofrecerle apoyo y protección.
Tampoco Daville, por su parte, escatimó amabilidades y buenos propósitos, pero no tardó en advertir que la reserva de palabras bonitas y gestos afables del visir era muy limitada, porque en cuanto dejaba por un instante de reír y de hablar, su rostro se tornaba oscuro y duro y sus ojos se agitaban como si buscaran dónde asestar un golpe. La llama fría de su mirada era insoportable y contrastaba de manera chocante con su risa sonora.
—Los beyes bosniacos ya le habrán hablado de mí y de mi forma de gobernar. Pero eso no debe preocuparlo. Estoy convencido de que no les resulto agradable, pero no he venido para gustarles. Son unos necios que quieren vivir de sus privilegios y de palabras grandes y altaneras y eso es imposible. Ha llegado el momento de que entren en razón, pero… por la planta de los pies. Todavía no he visto a nadie que haya sido golpeado en las plantas de los pies y lo haya olvidado, pero he visto cien veces a personas que olvidan los mejores consejos y las lecciones más edificantes.
El visir rió a carcajadas y alrededor de su boca, bigotes y barba recortados revoloteó una expresión joven y traviesa.
—Que digan lo que quieran —continuó—, le aseguro que voy a inculcar a esta gente orden y disciplina. Pero usted no debe preocuparse por nada, cualquier cosa que necesite diríjase directamente a mí. Mi deseo es que goce de tranquilidad y esté satisfecho.
Era la primera vez que Daville tenía delante a uno de esos administradores otomanos incultos, crueles y sanguinarios que sólo conocía por los libros o por las historias.
Llegaron tiempos en los que todos se esforzaban por hacerse muy pequeños e invisibles, todos buscaban un escondite y cobijo, y en el bazar se decía que «incluso la madriguera de un ratón valía mil ducados». El miedo planeaba por la ciudad como la niebla y coaccionaba todo lo que respiraba y pensaba.
Era un temor imperceptible e imponderable, pero todopoderoso, el miedo que de vez en cuando se abate sobre una comunidad y somete o corta cabezas. Muchos se ofuscaron y enloquecieron, olvidaron que existía la razón y el coraje y que todo en la vida pasa y la existencia humana, como cualquier otra cosa, tiene su valor, y ese valor no es ilimitado. Así, engañados por un instante de pavor arcano pagaron su propia vida mucho más cara de lo que valía, cometieron acciones ruines y viles, se humillaron y se cubrieron de vergüenza y cuando el instante de miedo pasó, vieron que habían pagado un precio exorbitado o, incluso, que nunca habían corrido riesgo, y que sólo habían sucumbido ante la ilusión irresistible del pánico.
El Sofá del café de Lutva estaba desierto, aunque había llegado la primavera y el tilo que le daba sombra florecía. Los beyes de Travnik sólo se habían atrevido a rogar al visir, de manera humillante, que no castigara al caimacán por sus pecados (aunque nadie sabía cuáles eran) y que, teniendo en cuenta su avanzada edad y sus anteriores servicios, le perdonara la vida.
Todos los demás presos de la fortaleza, jugadores, ladrones de caballos e incendiarios, fueron condenados sin miramientos, decapitados y sus cabezas clavadas en estacas.
El cónsul austríaco intercedió inmediatamente a favor de los frailes encarcelados. Daville no quiso quedarse atrás, pero además de interceder por los frailes, lo hizo por los judíos. Primero liberaron a los monjes. Luego, uno por uno salieron los hebreos, que se pusieron inmediatamente de acuerdo y depositaron en el konak un rescate tal que hasta el último gros desapareció de sus arcas, es decir, hasta el último gros de la cantidad destinada a pagar el soborno. El archimandrita Pahomije, por el que nadie había intercedido, fue el que más tiempo permaneció en la fortaleza. Por fin, lo rescataron sus escasos y pobres feligreses pagando una cantidad redonda de tres mil gros, dos mil de los cuales habían sido aportados sólo por los hermanos Fufic, Petar y Jovan. Respecto a los beyes de Travnik, algunos fueron liberados y otros continuaron presos, así que siempre había diez o quince en la ciudadela.
De este modo empezó Alí bajá a gobernar en Travnik y a preparar con urgencia un ejército contra Serbia.