Epílogo
Hace ya tres semanas que reina el buen tiempo. Como todos los años, los beyes han empezado a reunirse en el Sofá del café de Lutva. Pero sus conversaciones son reservadas y sombrías. En todo el país se cumple el acuerdo tácito de rebelarse y ofrecer resistencia al insoportable y loco gobierno de Alí bajá. Esta decisión se ha tomado ya en las mentes y ahora madura por sí sola. El propio Alí bajá, con su manera de actuar, está acelerando el proceso.
Es el último viernes de mayo del año 1814. Todos los beyes están presentes y mantienen una conversación animada y seria. Todos conocen las noticias referentes a la derrota de los ejércitos de Napoleón y su abdicación; ahora se dedican a intercambiar, comparar y completar sus informaciones. Uno de los beyes, que por la mañana había hablado con gente del konak, dice que ya está todo dispuesto para la partida del cónsul francés y de su familia, y que de buena fuente sabe que pronto lo seguirá también el cónsul austríaco, cuya presencia en Travnik sólo se justificaba por la de los franceses. Así que es muy probable que antes del otoño desaparezcan de Travnik los cónsules y los consulados y todo lo que ellos han traído e introducido.
Esos beyes reaccionan ante estas noticias como si fuera el anuncio de una victoria. Porque, si bien a lo largo de los años se han acostumbrado en muchos aspectos a la presencia de los cónsules extranjeros, todos están, sin embargo, satisfechos de verlos partir con su manera de vivir diferente y extraña y su intromisión insolente en los asuntos bosniacos. Se discute la cuestión de quién se hará cargo del Caravasar de los Ragusinos, que ahora alberga el consulado francés y qué pasará con la gran mansión Hafizadic cuando se marche el cónsul austríaco de Travnik. Todos elevan la voz para que Hamdi bey Teskeredzic, que se sienta en el lugar habitual, pueda enterarse de la conversación. Está ya muy viejo y decrépito, se ha desplomado sobre sí mismo como un edificio en ruinas. Le traiciona el oído. No puede levantar los párpados, que le pesan aún más que antes, y debe volver la cabeza cuando quiere ver mejor a alguien. Tiene los labios morados y se le quedan pegados al hablar. El anciano levanta la cabeza y pregunta al último que ha intervenido en la conversación:
—¿Cuánto hace que llegaron estos… cónsules?
Los beyes se miran en silencio y luego empiezan a reflexionar. Unos creen que hace seis años, otros que ha pasado más tiempo. Después de unas breves explicaciones y cálculos se ponen de acuerdo y llegan a la conclusión de que el primer cónsul había llegado siete años atrás, tres días antes del Bayram del ramadán.
—Siete años —dice pensativo y estirando las palabras Hamdi bey—, ¡siete años! ¿Os acordáis cuánto jaleo y ruido se organizó por estos cónsules y por ese… ese… Bunaparte? Bunaparte por aquí, Bunaparte por allá. Va a hacer esto, no va a hacer aquello. El mundo es demasiado pequeño para él; su fuerza no tiene límite ni medida. Y estos infieles nuestros aprovecharon para levantar la cabeza como espigas estériles. Unos se arrimaron a las faldas del cónsul francés, otros a las del austríaco y los terceros esperando al de Moscú. Y, vaya, cómo enloqueció y se enardeció el populacho. En fin, ocurrió y se acabó. Los emperadores se alzaron y aplastaron a Bunaparte. Los cónsules dejarán Travnik. Se les mencionará un par de años más. Los niños jugaran a cónsules y escoltas a la orilla del río, montando sobre palos a guisa de caballo, y luego ellos también caerán en el olvido como si nunca hubiesen existido. Y todo volverá a ser como siempre ha sido, por voluntad divina.
Hamdi bey se detuvo porque le faltaba el aliento. Los demás guardaron silencio a la espera de lo que el viejo aún podía añadir; todos fumaban y paladeaban el agradable silencio de la victoria.
Belgrado, abril de 1942.