III

Igual que les sucede a los héroes en las leyendas orientales, Daville tuvo que afrontar al principio las mayores dificultades de su cargo. Realmente, parecía que el mundo entero se hubiera confabulado para atemorizarlo y desviarlo del camino que había emprendido.

Todo lo que le aguardaba en Bosnia y todo lo que llegaba del ministerio, de la embajada en Constantinopla y del comandante en Split, era contrario a lo que le habían dicho en París antes de su partida.

Al cabo de unas cuantas semanas, Daville abandonó la casa de Baruh y se mudó al edificio destinado a consulado. Habilitó y amuebló dos o tres habitaciones como pudo y supo, y empezó a vivir solo con los criados en aquella inmensa casa vacía.

Había tenido que dejar a su mujer en Split, en casa de una familia francesa. La señora Daville estaba a punto de dar a luz a su tercer hijo, y en semejante estado no podía llevarla consigo a una ciudad turca desconocida. Después del parto, la dama se recuperaba lentamente y con dificultades y su marcha de Split se demoraba constantemente.

Daville estaba acostumbrado a la vida en familia y hasta ahora jamás se había separado de su mujer. En las circunstancias actuales, esta separación le resultaba particularmente penosa. La soledad, el desorden en la casa, la preocupación que sentía por su esposa e hijos, lo torturaban cada vez más. El señor Pouqueville se había marchado de Travnik unos días después de su llegada para proseguir su viaje a Oriente.

Por lo demás, Daville se sentía olvidado y abandonado a sí mismo. Todas las cosas que para las labores y batallas cotidianas le habían prometido antes de partir hacia Bosnia o que había solicitado más tarde o eran insuficientes o nunca acababan de llegar.

Sin empleados ni colaboradores, tenía que escribir, copiar y realizar él solo todos los trabajos de oficina. Como desconocía el idioma, el país y las circunstancias, no le quedó más remedio que tomar a su servicio a d’Avenat en calidad de intérprete del consulado. El visir le cedió generosamente a su médico y d’Avenat estaba entusiasmado por la oportunidad que se le ofrecía de entrar a trabajar al servicio de Francia. Daville lo contrató con gran recelo y una repulsión disimulada, decidido a confiarle sólo los asuntos que el visir pudiera saber. Sin embargo, era consciente de que ese hombre le resultaba imprescindible, de verdadera utilidad. D’Avenat se procuró enseguida dos guardias de confianza, un arnaúte[15] y un herzegovino, se hizo cargo de los sirvientes, y exoneró al cónsul de muchas tareas insignificantes y desagradables. Trabajando todos los días con él, Daville lo observaba y aprendía a conocerlo mejor.

En su temprana juventud en Oriente, d’Avenat había adoptado numerosos usos y costumbres de los levantinos. El levantino es un hombre sin ilusiones y sin escrúpulos, un cínico descarado que tiene varios rostros, obligado a fingir ora condescendencia, ora valor, ora abatimiento, ora entusiasmo. Porque todo eso es para él sólo un medio indispensable en la lucha por la vida, que en Levante es más difícil y complicada que en ningún otro lugar del mundo. El forastero que es arrojado a esa lucha desigual y dura se hunde por completo en ella y pierde su verdadera personalidad. Pasa un siglo en Oriente, pero no llega a conocerlo más que de un modo incompleto y parcial, es decir, sólo desde el punto de vista de los beneficios y pérdidas que obtiene en la batalla a la que está condenado. Los extranjeros que, al igual que d’Avenat, se quedan a vivir en Oriente, en la mayoría de los casos toman de los turcos sólo las características negativas y ruines de su naturaleza, incapaces de discernir y adoptar alguna de sus cualidades y costumbres buenas y nobles.

D’Avenat, del que tendremos aún oportunidad de hablar, era así en muchos aspectos. En su juventud había sido un hombre muy voluptuoso, y el contacto con los otomanos no le había enseñado nada bueno en ese campo. Pero las personas de este tipo, cuando la vorágine de los sentidos pasa y se agota, se vuelven lúgubres, desabridos e insoportables para sí mismos y para los demás. Sumiso hasta la saciedad y abyectamente humilde ante la fuerza, el poder y la riqueza, era arrogante, cruel y despiadado con todo lo débil, pobre e imperfecto.

No obstante, había algo que salvaba a ese hombre y lo elevaba por encima de todo eso. Tenía un hijo, un chico guapo e inteligente. D’Avenat se preocupaba afanosamente de su salud y educación. Era capaz de hacer cualquier cosa por él. Ese fuerte sentimiento de amor paternal lo liberaba paulatinamente de sus vicios y lo hacía mejor y más humano. Según crecía el niño, la vida de d’Avenat se hacía más decente; y cada vez que prestaba ayuda a alguien o dejaba de hacer alguna maldad, lo hacía con la convicción supersticiosa de «que revertiría en el pequeño». Y como a menudo suele suceder, este padre vagabundo e indolente vivía con el anhelo de que su hijo fuera un hombre recto y honesto, y no había nada que no estuviera dispuesto a hacer o a sacrificar para que su deseo se cumpliera.

Ese niño sin madre gozaba de todo el afecto y cuidado que se puede dar a un hijo y crecía junto a su padre como un árbol joven junto a un puntal seco pero firme. El pequeño era guapo, tenía los rasgos suaves y nobles del padre; sano física y espiritualmente, no manifestaba ni malas inclinaciones ni taras graves.

En su fuero interno, d’Avenat albergaba una ambición secreta, un objetivo supremo: que su hijo no fuera como él, un criado cualquiera en Levante, sino que llegara a ser admitido en alguna escuela de Francia y luego en la Administración francesa.

Ésa era la principal razón de su celo y dedicación al consulado y la garantía de su fidelidad real y duradera.

El nuevo cónsul también tenía problemas y dificultades con el dinero. El envío de fondos era lento e irregular y las comisiones que pagaba por el cambio provocaban sensibles pérdidas imprevistas. Los créditos que estaban aprobados llegaban tarde, mientras que los que solicitaba para cubrir las nuevas necesidades eran rechazados. En lugar de eso, llegaban órdenes incomprensibles y acres de la Contaduría, circulares sin ningún sentido que a Daville, aislado y abandonado, le parecían una verdadera ironía. En una, por ejemplo, se impartían órdenes estrictas al cónsul para que limitara sus encuentros con los cónsules extranjeros, y acudiera a las recepciones de embajadores y legados de otros países sólo si su embajador o legado lo invitaba a hacerlo. En otra se regulaba cómo había que festejar el cumpleaños de Napoleón el 15 de agosto. «Los honorarios de la orquesta y los gastos de la decoración para el baile que por este motivo debe celebrarse corren a cargo del cónsul general». Leyendo esto, Daville sonreía amargamente. De inmediato le vinieron a la mente los musicastros de Travnik, tres gitanos andrajosos, dos tamborileros y el tercero con la zurla, que durante el ramadán y el Bayram torturaban los oídos del europeo condenado a vivir allí. Se acordó de la primera celebración del cumpleaños del emperador; en realidad, de su pobre intento de organizar el festejo.

Ya unos días antes, por mediación de d’Avenat, se había esforzado en vano para que acudieran a la fiesta los turcos más reputados o al menos uno de ellos, fuera quien fuera. Incluso algunos del konak, que habían prometido ir, no se presentaron. Los frailes y sus fieles rechazaron la invitación amablemente, pero firmes. El archimandrita[16] Pahomije ni aceptó ni rehusó, pero no fue. Sólo aparecieron los judíos. Fueron catorce en total; algunos, en contra de las costumbres de Travnik, incluso llevaron a sus mujeres.

La señora Daville, por aquel entonces, todavía no había llegado a la ciudad. Daville, vestido de gala, con d’Avenat y los criados, desempeñó el papel de anfitrión amable y sirvió un ágape con un vino espumoso que había recibido de Split. Pronunció un breve discurso en honor de su soberano, alabó a los turcos e hizo elogio de Travnik como ciudad importante, suponiendo que al menos dos de aquellos judíos estaban al servicio del visir y le transmitirían sus palabras, y que todos juntos contarían por Travnik lo que el cónsul había dicho. Las mujeres, sentadas en el canapé con las manos cruzadas sobre el vientre, se contentaron con parpadear durante el discurso y mover la cabeza, ora a la izquierda ora a la derecha. Los judíos miraban hacia delante, lo que quería decir: así son las cosas, y no pueden ser de otro modo, pero nosotros no hemos dicho nada.

El vino espumoso animó la reunión. D’Avenat, al que no le importaban lo más mínimo los judíos travniqueses y traducía malhumorado sus conversaciones, a duras penas lograba satisfacerlos, porque de repente todos querían decirle algo al cónsul. Cuando se empezó a hablar español, la lengua de las mujeres se desató de improviso, y Daville luchaba por recordar el centenar de palabras españolas que había aprendido antaño, en sus tiempos de soldado en España. En un momento, los jóvenes comenzaron a cantar. Resultó un poco incómodo que nadie se supiera una canción francesa, y no querían cantar canciones turcas. A la postre, Mazalta, la nuera de Bencion, inició una romanza española, respirando con dificultad a causa de la excitación y de la obesidad prematura. Su suegra, una mujer vivaracha y afable, se animó tanto que empezó a dar palmas, meciendo la mitad superior del cuerpo y arreglándose el tocado, que bajo los efectos del vino espumoso se le torcía constantemente.

La alegría ingenua de esa gente bondadosa y sencilla fue lo único que se pudo encontrar en Travnik para homenajear al soberano más grande del mundo. Aquello afectó y entristeció al cónsul.

Daville prefería no recordar el episodio. Al redactar el informe para el ministerio sobre cómo había transcurrido en Travnik el primer cumpleaños del emperador, relató tímidamente y con una imprecisión deliberada que ese día tan importante se había festejado «de acuerdo con las circunstancias especiales y las tradiciones del país». Pero, ahora, leyendo esa circular atrasada e inoportuna sobre bailes, orquestas y decoraciones, volvía a sentir vergüenza y tristeza, y le daban ganas de reír y de llorar.

Uno de los problemas constantes era la atención que debía prestarse a los oficiales y soldados que desde Dalmacia, a través de Bosnia, viajaban a Constantinopla.

Entre el gobierno turco y el embajador francés en Constantinopla existía un acuerdo, según el cual el ejército galo debía poner a disposición de los turcos cierto número de oficiales, instructores y especialistas, artilleros y zapadores. Cuando la flota inglesa franqueó los Dardanelos y amenazó Constantinopla, el sultán Selim, con ayuda del embajador de Francia, el general Sebastian, y unos cuantos oficiales franceses, se puso al frente de los preparativos para la defensa de la capital. Entonces se solicitó con urgencia al gobierno francés un número de oficiales y soldados. El general Marmont recibió instrucciones de París para que los enviara inmediatamente a través de Bosnia en pequeños grupos. A Daville se le ordenó que les asegurara el paso y les proporcionara caballos y escolta. Así pudo ver cómo se aplicaba verdaderamente un acuerdo firmado con el gobierno turco. Los ucases necesarios para el tránsito de los oficiales extranjeros no llegaban a tiempo. Los militares tenían que esperar en Travnik. El cónsul apremiaba al visir, el visir a Constantinopla. Y si el salvoconducto llegaba a tiempo, no significaba que el asunto estuviera zanjado, porque de repente surgían dificultades imprevistas y los oficiales debían suspender el viaje y haraganear por las aldeas bosniacas.

Los turcos bosniacos contemplaban con desconfianza y animadversión la presencia del ejército francés en Dalmacia. Los agentes austríacos propalaron entre ellos la noticia de que el general Marmont estaba construyendo a lo largo de toda la costa dálmata una ancha calzada con el fin de conquistar también Bosnia. La aparición de los oficiales franceses en tierras bosniacas ratificaba esta idea errónea entre la población, así que los oficiales franceses, que iban como aliados a petición del gobierno turco, ya al llegar a Livno eran recibidos con los gritos insultantes del populacho, y cuanto más se adentraban en el territorio bosniaco, peor acogida tenían.

En algunas épocas, en Travnik, en casa de Daville, se juntaban varias decenas de oficiales y soldados que no podían ni continuar el viaje ni volver atrás.

En vano el visir convocaba a principales señores y notables, amenazaba y pedía que no se actuara así con los amigos que venían por voluntad de la Sublime Puerta y con su conocimiento. Todo se arreglaba con buenas palabras. Los señores prometían al visir, el visir al cónsul, y el cónsul a los oficiales, que el comportamiento hostil de la población iba a cesar. Y cuando al día siguiente los oficiales emprendían la marcha, al llegar al primer pueblo se encontraban con un recibimiento tal que, amargados, regresaban a Travnik.

En vano informaba Daville sobre el talante real de los turcos nativos y la impotencia del visir para contenerlos o imponerles cualquier cosa y obligarlos a cumplir sus órdenes. Constantinopla seguía pidiendo, París ordenando y Split cumpliendo las órdenes; mientras, en Travnik, aparecían imprevistamente oficiales que, abatidos, aguardaban nuevas instrucciones. Nada tenía pies ni cabeza y todo recaía en las espaldas del cónsul.

En vano las autoridades francesas en Dalmacia imprimían proclamas amistosas destinadas a la población turca. Nadie quería leer tales proclamas, escritas en un selecto turco literario, y quien las leía no podía entenderlas. Nada podía hacerse contra la desconfianza innata del pueblo musulmán, que no quería leer ni oír ni ver, y sólo se guiaba por su profundo instinto de autodefensa y odio al forastero y al infiel que se aproximaba a las fronteras y empezaba a entrar en el país.

Sólo cuando se produjeron en Constantinopla los disturbios de mayo y los cambios en el trono, se interrumpieron las órdenes de enviar oficiales a Turquía. Es decir, no se dictaban nuevas órdenes, pero las antiguas seguían cumpliéndose ciega y mecánicamente. Así que, siguiendo instrucciones anticuadas, se presentaban repentinamente en Travnik dos o tres oficiales franceses, a pesar de que su viaje no tenía ningún fin ni sentido.

Pero aunque los acontecimientos de Constantinopla habían librado al cónsul de una calamidad, amenazaban con otra aún mayor.

La única ayuda y verdadero sostén de Daville era Husref Mehmed bajá. Ciertamente, el cónsul ya había visto en numerosos casos las limitaciones del poder del visir y la verdadera reputación de que gozaba entre los beyes bosniacos. Nunca había visto el cumplimiento de muchas promesas, y múltiples disposiciones del visir jamás se habían ejecutado, aunque él fingía no advertirlo. Pero su buena voluntad era indudable y evidente. Deseaba, tanto por sus inclinaciones personales como por cálculos propios, hacerse valer como amigo de Francia y demostrarlo con obras. Además, la naturaleza alegre de Mehmed bajá, su optimismo indestructible y el risueño desparpajo con el que se enfrentaba a los problemas y sorteaba los contratiempos influían por sí mismos en Daville como una medicina y le daban fuerzas para soportar las dificultades pequeñas y grandes de su nueva vida.

Pero ahora, los acontecimientos amenazaban con arrebatarle al cónsul este gran apoyo y único consuelo.

En mayo del mismo año, se había producido un golpe de Estado en Constantinopla. Selim III, un sultán ilustrado y reformador, había sido depuesto por sus fanáticos adversarios y confinado en el Palacio del Serrallo, y su lugar había sido ocupado por el sultán Mustafá. La influencia francesa en Constantinopla se debilitó y, lo que era aún peor para Daville, la posición de Husref Mehmed bajá se tambaleaba, porque al caer Selim, había perdido su respaldo en la capital, y en Bosnia lo detestaban por ser amigo de los franceses y partidario de las reformas.

Ciertamente, el visir seguía mostrando ante la gente su amplia sonrisa de marino y su optimismo oriental que no tenía raíces en ningún lugar, salvo en él mismo, pero eso no engañaba a nadie. Los turcos de Travnik, todos sin excepción contrarios a las reformas de Selim y enemigos de Mehmed bajá, afirmaban que «el visir estaba con un pie en el aire». Un silencio turbador planeó sobre el konak. Todos, con la mayor discreción, trataban de prepararse para el traslado que podía producirse en cualquier momento; y todos, absortos en sus propias preocupaciones, callaban y miraban al vacío. El mismo visir estaba distraído y ausente durante sus conversaciones con Daville, pero se esforzaba por ocultar con amabilidad y palabras ceremoniosas su impotencia para auxiliar a nadie en ningún asunto.

Llegaban correos especiales y el visir enviaba a sus emisarios a Constantinopla con mensajes secretos y regalos para los amigos que todavía tenía. D’Avenat conocía los detalles y afirmaba que Mehmed bajá, en realidad, estaba luchando tanto por su cabeza como por su posición ante el nuevo sultán.

Sabedor de lo que significaría para él y para su trabajo perder al actual visir, Daville se dedicó desde el principio a enviar mensajes urgentes al general Marmont y a la embajada en Constantinopla, explicando que debían utilizar toda su influencia ante la Sublime Puerta para que Mehmed bajá, al margen de los cambios políticos en la capital, permaneciera en Bosnia, porque eso es lo que hacían los rusos y los austríacos con sus amigos y porque, en función de ello, se medían allí el ascendiente y el peso de una potencia cristiana.

Los turcos estaban exultantes.

«El sultán infiel ha sido depuesto», decían los hodjas en los postigos, «y ahora viene el tiempo de limpiar todo el lodo que en los últimos años ha cubierto la verdadera fe y al verdadero mundo turco; el visir paticojo se marchará y se llevará a su amigo el cónsul, igual que lo trajo». El populacho propagaba estas palabras y se hacía más agresivo. Atacaba y zahería a los criados del cónsul. Se reía de d’Avenat y le lanzaba insultos en la calle, preguntándole si su amo preparaba ya la partida, y de no ser así, a qué estaba esperando. Pero el trujamán, alto y moreno, a lomos de su impetuosa yegua, miraba desdeñoso a los provocadores y respondía con arrogancia pero con mesura que no sabían lo que decían, que eso sólo se lo podía haber contado algún idiota, al que la rakija, el aguardiente bosniaco, le había sorbido el seso, que el nuevo sultán y el emperador francés eran grandes amigos y que desde Constantinopla ya se les había comunicado que el cónsul continuaría en Travnik siendo un «huésped del imperio», que toda Bosnia ardería en llamas si le ocurría algo, y que ni siquiera los recién nacidos serían respetados. D’Avenat repetía sin cesar al cónsul que precisamente ahora había que actuar con audacia y sin miramientos, porque era lo único que podía ayudarlos frente a esos salvajes que arremetían contra aquel que se batía en retirada.

Eso es lo mismo que hacía el visir, aunque a su modo. El destacamento de mamelucos iba todos los días a hacer maniobras al campo de Turbe, y los travniqueses observaban con odio pero con miedo a esos jinetes atléticos con sus armas pesadas y centelleantes, vestidos y engalanados como si fueran a una boda. El visir cabalgaba con ellos, contemplaba las maniobras, participaba en las carreras y disparaba al blanco como un hombre que carece de preocupaciones y no piensa en la partida y mucho menos en la muerte, sino que se prepara para el combate.

Uno y otro bando, los turcos de Travnik y el visir, aguardaban la decisión del nuevo sultán y noticias de Constantinopla sobre el resultado de la lucha que allí se desarrollaba.

A mediados del verano llegó un emisario especial, el kapidzibasa[17] del sultán, con una escolta. Mehmed bajá le organizó un recibimiento más solemne de lo habitual. El destacamento entero de mamelucos del visir y todos los altos dignatarios y cortesanos salieron a su encuentro. Los cañones dispararon salvas desde la fortaleza. Mehmed bajá esperaba al kapidzibasa delante del konak. Se propagó por la ciudad el rumor de que eso significaba que el visir había logrado ganarse el favor del nuevo sultán y se quedaría en Travnik. Los turcos no querían creerlo y afirmaban que el kapidzibasa volvería a Constantinopla con la cabeza de Mehmed bajá en el morral. Sin embargo, las noticias demostraron ser ciertas. El kapidzibasa había traído un firman, un decreto, que acreditaba a Mehmed bajá en su cargo en Travnik, y al mismo tiempo entregó al visir ceremoniosamente un valioso sable, regalo del nuevo sultán, y la orden de que en primavera marchara con un fuerte ejército contra Serbia.

Este feliz acontecimiento se malogró de un modo extraño e inesperado.

Al día siguiente de la llegada del kapidzibasa —era viernes—, Daville tenía ya concertada una audiencia con el visir. Mehmed bajá no sólo no suspendió la cita, sino que recibió al cónsul en presencia del kapidzibasa, al que presentó como un antiguo amigo y dichoso mensajero del favor del sultán. Al mismo tiempo le mostró el sable que el soberano le había regalado.

El kapidzibasa, que trataba de convencer al cónsul de que, al igual que Mehmed bajá, admiraba sinceramente a Napoleón, era un hombre alto, mulato, con rasgos negroides muy marcados. Su piel amarilla presentaba un tono gris, los labios y las uñas eran azulados y las escleróticas turbias, como sucias.

El kapidzibasa, excitado, hablaba sin cesar sobre sus simpatías por los franceses y su odio hacia los rusos. En las profundas comisuras de sus labios negroides y prominentes se formaba una espumilla blanca al hablar. Contemplándolo, Daville sentía la imperiosa necesidad de que aquel hombre se tomara un respiro y se limpiara la boca, pero el kapidzibasa continuaba hablando, como si delirara. D’Avenat, que traducía, apenas podía seguirlo. Con una animadversión flamante narraba sus antiguas batallas contra los rusos, sus hazañas no muy lejos de Ocakovo, donde resultó herido. Y de repente, en un momento, se remangó con vehemencia la estrecha manga de su aljuba[18] y enseñó una ancha cicatriz de sable ruso en el antebrazo, un brazo negro, delgado pero fuerte, que temblaba visiblemente.

A Mehmed bajá le complacía la conversación cordial de sus amigos y sonreía más que de costumbre, como un hombre que no puede ocultar lo satisfecho y feliz que está porque el sultán le ha concedido su gracia.

Aquel día, el Diván se prolongó de manera inusual. Por el camino, de vuelta a casa, Daville preguntó a d’Avenat:

—¿Qué le parece el kapidzibasa?

Él sabía que, a una pregunta similar sobre alguien, d’Avenat siempre enumeraba todos los datos que había podido reunir hasta la fecha sobre la persona en cuestión. Pero esta vez, d’Avenat hizo gala de una desusada brevedad.

—Está gravemente enfermo, excelencia.

—Sí, es un huésped muy extraño.

—Es un hombre muy, muy enfermo —susurró d’Avenat, mirando hacia delante sin querer continuar la conversación.

Dos días después, d’Avenat solicitó, antes de la hora habitual, que el cónsul lo recibiera urgentemente. Daville le hizo pasar en el comedor, donde estaba terminando de desayunar.

Era domingo, una de esas mañanas estivales que con su frescura y belleza son como un premio por los días fríos, oscuros y horrorosos del otoño y del invierno. Las omnipresentes aguas invisibles llenaban el aire de frescor, murmullos y un brillo azulado. Daville había dormido y descansado bien y estaba satisfecho con las buenas noticias, según las cuales Mehmed bajá se quedaba en Travnik. Ante él estaban los restos del desayuno, y se limpiaba la boca con el ademán de un hombre sano que acaba de saciar su hambre cuando entró d’Avenat, moreno y pálido, como siempre, con los labios apretados y los músculos de las mandíbulas agarrotados.

D’Avenat anunció en voz baja que el kapidzibasa había fallecido la noche anterior.

Daville se levantó precipitadamente empujando la mesa del desayuno, mientras que d’Avenat, sin moverse del sitio, sin alterar la voz ni la postura, respondía con frases breves e imprecisas a todas sus preguntas.

El día anterior por la tarde, el kapidzibasa, que por lo demás en los últimos tiempos no gozaba de buena salud, se sintió indispuesto. Se dio un baño caliente y se acostó; por la noche expiró de repente, sin que nadie se lo esperara y antes de que pudieran asistirlo. Lo enterrarían esa misma mañana. De todo lo que él, d’Avenat, pudiera enterarse, ya fuera sobre la muerte o sobre cualquier eco que esta noticia tuviera en el bazar, informaría más tarde.

Fue imposible obtener nada más de él. A la pregunta de Daville de si debía tomar alguna medida, si era necesario presentar sus condolencias o algo similar, d’Avenat respondió que no había que hacer nada porque sería contrario a las buenas costumbres. Aquí la muerte se ignora y todo lo que tiene relación con ella se acaba pronto, sin demasiadas palabras ni ceremonias.

Al quedarse solo, Daville sintió que ese día, que había empezado tan alegre, de repente se había vuelto muy oscuro. No podía dejar de pensar en el hombre alto y desagradable con el que todavía conversaba dos días antes y que ahora estaba muerto. Pensaba en el visir y en el disgusto que debía de suponer para él la muerte del dignatario precisamente en su casa. Tampoco se le iba de la mente la faz pálida y lúgubre de d’Avenat, su insensibilidad y silencio y la forma en que se había inclinado y salido, tan sombrío y glacial como había entrado.

Conforme al consejo del intérprete, el cónsul no hizo nada, pero pensaba sin cesar en la muerte acaecida en el konak.

D’Avenat no volvió hasta la mañana siguiente y en el hueco de una ventana, en susurros, explicó al aterrado cónsul el verdadero sentido de la misión del kapidzibasa y la causa de su muerte.

El kapidzibasa, en efecto, había traído la sentencia de muerte del visir. El firman del sultán ratificando a Mehmed bajá en sus funciones y el sable honorífico estaban destinados a ocultar esta condena, a tranquilizar al visir y a confundir a la gente. Justo antes de partir de Travnik, una vez aplacada la desconfianza del visir, el kapidzibasa debía sacar otro firman, un katil-firmán[19], en virtud del cual el visir y todos los colaboradores directos e indirectos del anterior sultán eran condenados a muerte; debía ordenar a uno de los oficiales de su escolta que decapitase a Mehmed bajá antes de que sus fieles pudieran correr en su ayuda. Pero el astuto visir, que había previsto esa posibilidad, abrumó de atenciones y honores al kapidzibasa, fingiendo creerse sus palabras y estar emocionado por los favores del sultán, y sobornando al mismo tiempo a su escolta. Luego le enseñó la ciudad y en el Diván le presentó al cónsul francés. Al día siguiente, se llevó a cabo un magnífico almuerzo en un prado, junto al camino de Turbe. Después del festín y los pesados manjares, cuando regresaron al konak, el kapidzibasa fue presa de una fiebre virulenta a causa «del agua cortante de Bosnia». El visir propuso a su invitado que hiciera uso de su hammam[20], ricamente decorado. Mientras que el kapidzibasa se sometía a la acción del vapor sobre las piedras calientes, sudando a chorros y esperando al masajista que Mehmed bajá le había recomendado encarecidamente, los hábiles servidores del visir descosieron el forro de su pelliza, donde, según el capitán sobornado, se hallaba oculto el katil-firmán. Encontraron el documento y se lo entregaron al visir. Y cuando salió el kapidzibasa, cansado y relajado por el baño de vapor, sintió de repente una sed abrasadora y lacerante que ninguna bebida podía apagar. Cuanto más bebía, más se envenenaba. Al atardecer, se derrumbó gimiendo como un hombre al que le arden las entrañas y la boca; después se puso rígido y enmudeció. Cuando vieron que había perdido la capacidad de hablar y que estaba completamente paralizado, que ya no podía manifestarse ni con la voz ni con el menor gesto, la gente del konak fue corriendo a buscar a los médicos y a llamar a los hodjas. Para los médicos ya era tarde, para el hodja[21] siempre hay tiempo.

Azul como el índigo y rígido como un pez muerto, el kapidzibasa yacía en un colchón muy fino en medio de la habitación. Sólo los párpados temblaban aún, y de vez en cuando los alzaba con dificultad y escudriñaba la habitación con una mirada aterradora en busca de su pelliza o de alguno de sus hombres. Los grandes ojos turbios de un hombre asesinado y engañado que había venido para asesinar con engaños eran lo único que aún vivía en él y expresaban todo lo que no podía decir ni hacer. A su alrededor, los criados del visir se deslizaban de puntillas, le prestaban todo tipo de atenciones y, con temor piadoso, se comunicaban entre sí sólo con gestos y breves cuchicheos. Nadie advirtió el instante exacto en que expiró.

El visir se mostró como un anfitrión desconsolado. El inesperado fallecimiento de su viejo amigo ensombreció la alegría causada por las buenas noticias y el gran honor que se le había hecho. Ahora ocultaba constantemente sus dientes blancos y relucientes con los bigotes negros y espesos. Transformado por completo, sin sonreír, conversaba con todos, pero brevemente, con la voz conmovida plena de un dolor contenido. Invitó al caimacán, Resim bey, un hombre débil, envejecido prematuramente, descendiente de una ilustre familia, y le rogó que durante aquellos días le prestara toda la ayuda posible, aunque sabía perfectamente que ni siquiera era capaz de resolver sus propios asuntos. Y delante de él se lamentaba con amargura.

—Debía de estar escrito que hiciera un viaje tan largo para morir ante mis propios ojos. Ya no puede evitarse, pero creo que hubiera preferido perder a mi hermano —decía el visir como alguien que, a pesar de toda su mesura, no logra silenciar su dolor.

—¿Qué le vas a hacer, bajá? Ya sabes lo que dicen: todos estamos muertos, sólo que nos enterramos unos después de otros —lo consolaba el caimacán.

El katil-firmán destinado a acabar con la vida de Mehmed bajá volvió a ser cosido cuidadosamente en el mismo lugar, en el forro de la pelliza del kapidzibasa, que sería enterrado esa mañana en uno de los principales cementerios de Travnik, y todo su séquito, sobornado y generosamente recompensado, partiría inmediatamente hacia Constantinopla.

Así terminó d’Avenat su informe sobre los últimos acontecimientos en el konak.

Daville estaba horrorizado y mudo de asombro. Toda la historia le parecía increíble y varias veces quiso interrumpir al intérprete. Los tejemanejes del visir le resultaban no sólo terribles y criminales, sino también peligrosos e ilógicos. Totalmente trémulo, el cónsul iba y venía por la habitación, escrutando la cara de d’Avenat, como si quisiera asegurarse de que hablaba en serio y no había perdido el juicio.

—¿Cómo? ¿Cómo? Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo se puede hacer eso, cómo ha osado…? ¡Acabará sabiéndose! Y, a fin de cuentas, ¿de qué le servirá?

—Le servirá, parece que le servirá —dijo tranquilamente d’Avenat.

Los cálculos del visir no eran tan erróneos como se podía suponer a primera vista, aunque sí arriesgados, explicaba d’Avenat al cónsul, que dejó de deambular por la estancia.

Primero, el visir había evitado un peligro inmediato de modo muy hábil, embaucando a sus adversarios y anticipándose al kapidzibasa. Todos sospecharían y chismorrearían, pero nadie podría afirmar nada con seguridad y mucho menos demostrarlo. Segundo, el kapidzibasa había venido oficialmente con buenas nuevas y honores excepcionales para el visir. Por lo tanto, él era el último en tener motivos para desear su muerte. Tampoco los que habían enviado al mensajero con su doble misión osarían, al menos al principio, emprender ninguna acción contra el visir, porque con ello reconocerían que habían albergado intenciones ocultas y taimadas, y que habían fallado. Tercero, el kapidzibasa era un hombre detestado y de mala reputación, un mestizo, sin verdaderos amigos, que mentía y traicionaba a cualquiera igual que se respira y se habla, y que nunca gozó de la estima de los que se servían de él. Por eso, su muerte no sorprendería demasiado a nadie, y mucho menos provocaría aflicción o venganza. De eso se encargaría su escolta sobornada. Y cuarto, y más importante, en Constantinopla reinaba la más completa anarquía, y los amigos de Mehmed bajá, a los que él, precisamente unos cuantos días antes de la llegada del kapidzibasa, había enviado «todo lo necesario», ganarían tiempo para llevar a cabo el contraataque iniciado y salvar al visir ante el nuevo sultán y, si era posible, afianzarlo en su posición actual.

Bañado por un sudor frío a causa de la excitación, Daville escuchaba la serena explicación de d’Avenat y, ante la imposibilidad de refutarla, sólo balbuceaba:

—Pero ¡no obstante, no obstante!

D’Avenat no consideraba necesario seguir convenciendo al cónsul, sólo añadió que la ciudad estaba en calma y que la noticia de la muerte repentina del kapidzibasa no había suscitado una agitación particular, aunque había muchos comentarios.

Nada más quedarse solo, Daville fue consciente de todo el horror de lo que acababa de oír. Y según avanzaba el día, crecía su inquietud. Comía poco y no podía permanecer quieto en un sitio. Unas cuantas veces sintió la tentación de llamar a d’Avenat y preguntarle cualquier cosa, únicamente para persuadirse de que toda la historia de la mañana era auténtica. Empezó a meditar cómo sería el informe que tendría que escribir sobre todo el asunto y si realmente era necesario informar de ello. Se sentó a la mesa y comenzó. «En el konak del visir, ayer noche se produjo…». No, eso era insípido y de mal gusto. «Los acontecimientos de los últimos días a todas luces indican que Mehmed bajá logrará, al modo y con los medios que aquí son habituales, conservar su cargo en las nuevas circunstancias y que, por lo tanto, podemos contar con que este visir, que nos es favorable…». No, no. Eso era seco e impreciso. Finalmente, llegó a la conclusión de que lo mejor era informar y describir el asunto tal y como se presentaba a los ojos de la gente: que el kapidzibasa especial había venido de Constantinopla con un firman que confirmaba al visir en su actual posición, y le había entregado el sable como muestra de la gracia del sultán y en previsión de la campaña contra Serbia; por último debía destacar que era una buena señal para el desarrollo de los designios franceses en aquellos parajes, y añadir de paso que el kapidzibasa en cuestión había fallecido repentinamente en Travnik en el curso de su misión.

Hilvanar y confeccionar mentalmente el parte oficial tranquilizó a Daville. El crimen que se había cometido la víspera, allí, ante sus propios ojos, parecía menos terrible y repugnante cuando se convertía en objeto de sus reflexiones para el informe. En vano buscaba en su fuero interno la consternación y la agitación moral que había sentido por la mañana.

El cónsul se sentó y escribió el informe detallando el asunto tal y como se presentaba a los ojos de todo el mundo. Después, al pasarlo a limpio, se sintió mucho más sosegado, incluso experimentó una especie de satisfacción consigo mismo al saber que su escrito reposaba sobre una serie de secretos graves y relevantes, sabiamente omitidos.

Así aguardó el crepúsculo estival, cargado de silencio y de una luz indirecta que caía sobre las pesadas sombras de las colinas escarpadas. Ya calmado, el cónsul se situó cerca de la ventana abierta de espaldas a la habitación. Alguien entró y empezó a encender las velas de la mesa con ayuda de una mecha. En ese instante se le ocurrió una idea: ¿quién podía haber preparado el veneno para el visir, calculado la dosis y evaluado hábilmente su efecto para que la cosa fuese bastante rápida (cada fase a su tiempo sin parecer repentina y poco natural)? ¿Quién si no d’Avenat? Ésa era su especialidad. Él había estado al servicio del visir hasta no hacía mucho y quizá aún lo estuviera.

La calma aparente abandonó súbitamente a Daville. De nuevo lo invadió el sentimiento de perplejidad que había tenido por la mañana al pensar que cerca de él se había cometido un crimen, relacionado con su trabajo, por lo tanto con él, y que su intérprete, tal vez, por dinero, había sido un cómplice ruin. Esa sensación lo consumía como un fuego. ¿Quién estaba allí a salvo, quién no estaba expuesto a un crimen? Y si era así, ¿para qué servía la vida? Permaneció clavado al suelo, entre la luz de las bujías que se encendían una tras otra en la estancia y el último resplandor, ya apagado, sobre las abruptas pendientes del exterior.

La noche se aproximaba y anunciaba uno de esos pérfidos insomnios, que Daville sólo padecía desde que estaba en Travnik, y que llegan cuando el hombre es incapaz de conciliar el sueño, pero tampoco es capaz de pensar con claridad. No obstante, cuando por un momento logró caer en un duermevela, ante él desfilaron por turnos y arbitrariamente la sonrisa amplia y alegre que Mehmed bajá ostentaba dos días antes, el brazo delgado y fibroso del kapidzibasa con una gran cicatriz, y d’Avenat, sombrío e incomprensible, diciendo en voz baja:

—Un hombre muy, muy enfermo.

Y en todo ello no había orden ni concierto. Las imágenes vivían por sí solas sin una relación causal, como si todo fuera aún incierto y no se hubiera decidido nada, como si el crimen aún pudiera llegar a cometerse, y del mismo modo todavía pudiera impedirse.

Daville se torturaba en ese duermevela, deseando con toda su alma que no se perpetrara el crimen y presintiendo, en algún lugar en lo más hondo de su conciencia, que ya se había cometido.

A menudo sucede que una de esas noches de penoso insomnio acaba resolviendo un problema importante, cerrándose sobre él como una puerta maciza de hierro.

Los días siguientes, d’Avenat acudió a hacer sus informes como de costumbre. Ningún cambio se advertía en él. Por lo demás, la repentina muerte del kapidzibasa no había causado un disgusto especial entre los turcos de la ciudad; ni siquiera se propagaron rumores de sospecha ni acusaciones; el destino de ese otomano no les interesaba gran cosa. Lo único que ellos veían era que su odiado visir se quedaba en Travnik y que incluso había sido recompensado, así que llegaron a la conclusión de que nada había cambiado en Constantinopla con el golpe de Estado del mes de mayo. Por eso se replegaron en un silencio amargo, apretaron los dientes y bajaron los ojos. Para ellos estaba claro que el nuevo sultán también estaba influido por infieles o por colaboradores inútiles y corruptos, y que volvía a aplazarse la victoria de la buena causa. Pero asimismo estaban firmemente convencidos de que la fe verdadera y pura triunfaría y de que era preciso esperar. Y nadie sabe esperar como los auténticos «turcos» de Bosnia, gente de fe sólida y de orgullo inquebrantable, que pueden ser impetuosos como un torrente y pacientes como la tierra.

Daville sintió de nuevo la misma consternación del primer día y un miedo doloroso y frío en las entrañas. Fue con ocasión del primer Diván que se celebró después de la muerte del kapidzibasa. Habían transcurrido doce días. El visir estaba igual que siempre y sonreía. Hablaba de los preparativos de la campaña contra Serbia y aprobó todos los planes de Daville sobre la colaboración turco-francesa en la frontera entre Bosnia y Dalmacia.

Realizando un gran esfuerzo por mostrarse tranquilo y natural, Daville, finalmente y como de pasada, expresó su más sentido pésame por la muerte del enviado del sultán y amigo del visir. Antes de que d’Avenat acabara de traducir esas palabras, el visir dejó de sonreír. Los bigotes negros ocultaron los dientes blancos y brillantes. Su rostro de ojos almendrados y rasgados se hizo de repente más corto y más ancho, y permaneció así hasta que el intérprete terminó de transmitir las condolencias de Daville. Después, la conversación prosiguió otra vez entre sonrisas.

El olvido general y la indiferencia calmaron a Daville. Viendo que la vida continuaba invariable, se decía a sí mismo: «Es decir, tal vez las cosas pueden hacerse así». Tampoco con d’Avenat volvió a hablar más del crimen en el konak. El trabajo ocupaba su tiempo. Poco a poco, el cónsul se iba liberando de esa incomprensible turbación moral y de su primer sentimiento de amarga consternación, y se dejaba llevar por el curso de la vida cotidiana, según las leyes que gobiernan a todas las criaturas vivientes. Ciertamente, le parecía que jamás podría volver a mirar a Mehmed bajá sin pensar para sí que era el hombre que, conforme a las palabras de d’Avenat, «había sido más rápido y hábil y se había anticipado a sus rivales», pero, a excepción de ése, seguiría trabajando y comentando con él todos los temas.

Por aquel entonces, el cehaja del visir, Suleiman bajá Skopljak, regresó del Drina, después de haber infligido según se decía en el konak, una derrota absoluta a los serbios insurrectos. El propio Suleiman bajá hablaba de ello con mucha más moderación y vaguedad.

Este bosniaco procedía de una de las principales familias de beyes. Poseía grandes propiedades en Bosansko Skoplje, en la región de Kupres, y docenas de casas y tiendas en Bugojno. Alto, fibroso, con el talle esbelto a pesar de su avanzada edad, y ojos azules de mirada penetrante, era un hombre que había visto muchas batallas, amasado una gran fortuna y alcanzado el rango de bajá sin adular a nadie ni pagar demasiados sobornos. Era severo en la paz y cruel en la guerra, ávido de tierras y con pocos escrúpulos cuando se trataba de enriquecerse, pero incorruptible, sano y desprovisto de los vicios otomanos.

No podría decirse que este bajá medio campesino, de modales toscos y mirada cortante, «el mejor tirador de toda Bosnia», fuera muy agradable. Con los extranjeros era como los osmanlíes, lento y desconfiado, astuto y testarudo, y también tajante y rudo al hablar. Por lo demás, Suleiman bajá pasaba la mayor parte del año o en campaña contra Serbia o en sus posesiones, y sólo residía en Travnik durante los meses de invierno; su presencia en la ciudad significaba que, al menos por este año, se habían terminado las guerras.

Asimismo, la situación volvió a la normalidad y los acontecimientos extraordinarios se hicieron más raros. Llegó el otoño, con bodas, vendimias, un comercio más dinámico y mejores ganancias los primeros días, y luego, el otoño tardío, con lluvias, catarros y preocupaciones. Las montañas se tornaron intransitables, las personas se movían con más dificultad y eran menos emprendedoras. Todos se preparaban para cobijarse allá donde se encontraban y reflexionaban sobre cómo iban a pasar el invierno. A Daville le parecía que incluso la gran maquinaria del imperio francés trabajaba con más parsimonia y lentitud. El Congreso de Erfurt había terminado. Napoleón se volvió hacia España, lo que significaba que el torbellino, al menos por el momento, se trasladaba hacia Occidente. Llegaban pocos correos y las órdenes de Split escaseaban. El visir, que era lo que más le importaba a Daville, permanecía, a juzgar por todo, en su cargo; incluso exhibía su sonrisa más serena. (El contraataque de sus amigos de Constantinopla parecía haber tenido éxito). El cónsul austríaco, de cuya llegada se hablaba hacía tiempo, seguía sin presentarse. Desde París, informaron a Daville de que antes de que finalizara el año le enviarían un funcionario de carrera con conocimientos de turco. D’Avenat se había mostrado hábil, leal y digno de confianza en los días difíciles.

El cónsul tuvo su mayor alegría ya antes del otoño. Sin bullicio, pasando casi inadvertida, llegó la señora Daville con sus hijos. Eran tres niños, Pierre, Gilles François y Jean Paul. El primero tenía cuatro años, el segundo dos y el tercero había nacido unos meses atrás en Split.

La señora Daville era rubia, menuda y delgada. Bajo el cabello frágil, recogido en un peinado alto al margen de todas las modas, aparecía su rostro vivaz, con un saludable color, rasgos finos y ojos azules de brillo metálico. Tras su imagen corriente e insignificante, se ocultaba una mujer juiciosa, sobria y ágil, con una voluntad férrea y un cuerpo incansable. Una de esas de las que en nuestras tierras se dice que «no se les escapa nada». Su vida era servir fanáticamente, pero con cordura y paciencia, a su casa y a los suyos. Sus pensamientos y su ánimo estaban dedicados a este servicio, y sus manos enjutas, siempre enrojecidas y en apariencia frágiles, que jamás estaban quietas, se entregaban al trabajo como si fueran de acero. Nacida en el seno de una buena familia burguesa que, por azar, se había arruinado durante la Revolución, creció en casa de un tío, obispo de Avranches, y se mostraba sinceramente devota, con esa particular devoción francesa, firme y humana, sin vacilaciones ni beatería.

La llegada de la señora Daville supuso el nacimiento de una nueva era para el abandonado caserón del consulado francés. Sin hablar mucho ni lamentarse, sin pedir a nadie ayuda ni consejo, ella trabajaba desde por la mañana temprano hasta bien entrada la noche. La casa se limpiaba y arreglaba; se realizaron una serie de cambios para que, en la medida de lo posible, se adaptara a las necesidades de los nuevos habitantes. Se reconstruyeron habitaciones, se tabicaron puertas y ventanas y se hicieron otras nuevas. Ante la falta de muebles y telas, se utilizaron baúles turcos, kilims y paño bosniaco.

La casa, habilitada y limpia, parecía otra. Los pasos ya no resonaban desagradablemente por ella como antes. La cocina fue reconstruida totalmente. Poco a poco, todo adquiría el sello de la vida francesa, moderada, razonable, pero plena de auténticos placeres.

La primavera del año siguiente encontraría un edificio en el que todo, tanto lo que había en su interior como en sus alrededores, estaba profundamente transformado.

En la explanada de delante de la casa, se proyectaron dos jardines que, con sus arriates de flores y división del espacio, debían recordar modestamente a los jardines franceses. En la parte trasera se construyó un corral y unos almacenes y trasteros bien organizados.

Todo se hizo según las ideas de la señora Daville y bajo su vigilancia. La esposa del cónsul tuvo que enfrentarse a todo tipo de dificultades, en particular, las relacionadas con el servicio. No eran esa clase de percances que siempre llevan a todas las amas de casa a quejarse de los criados, sino verdaderas contrariedades. Al principio, nadie quería servir en el consulado. ¿Sirvientas turcas? ¡Ni pensarlo! Ninguna mujer de las pocas familias ortodoxas quería ir a trabajar en el servicio doméstico, y las muchachas católicas, que sí servían en casas turcas, en los primeros tiempos no podían atravesar el umbral del consulado francés, porque los frailes las habían amenazado con maldiciones y el mayor de los oprobios. Las esposas de los comerciantes judíos a duras penas lograron convencer a unas gitanas para que trabajaran en el nuevo consulado a cambio de una buena recompensa. Más adelante, cuando la señora Daville, con sus visitas y regalos a la iglesia de Dolac, demostró que, aunque mujer de un «cónsul jacobino», era una buena católica, los monjes cedieron un poco e implícitamente permitieron que las mujeres trabajaran para ella.

En general, la señora Daville se esforzaba por crear y mantener las mejores relaciones con el párroco de Dolac, con los frailes de Guca Gora y su pueblo. Y, al margen de todas las dificultades, ignorancia y desconfianza con las que tropezó, Daville esperaba que, antes de que el cónsul austríaco llegara a Travnik, él habría logrado asegurarse cierta influencia sobre los monjes y los católicos, a través de su piadosa e inteligente mujer.

En resumidas cuentas, tanto en la casa como en el trabajo, con los primeros días de otoño, las cosas se fueron tranquilizando y mejorando. La sensación incierta pero constante de que todo se arreglaba y prosperaba, o al menos de que era más fácil y soportable, no abandonaba a Daville.

Sobre Travnik brillaba un pálido cielo otoñal, bajo el cual el pavimento bruñido de las calles parecía más luminoso y limpio. La fronda y los arbustos cambiaron de color y se volvieron más escuálidos y transparentes. Al sol, el río Lasva parecía más rápido y límpido; angosto y encajado en su estrecho cauce, restallaba como un alambre. Los caminos estaban resecos y duros, con restos de frutas aplastadas que caían de los fardos, y briznas de heno que se enganchaban en los arbustos y las cercas de ambos lados.

Daville daba largos paseos todos los días. Cabalgaba por Kupilo, por el camino recto, bajo los altos olmos, contemplaba en la llanura a sus pies las casas de tejados negros y humo azulado, las mezquitas y los diseminados cementerios blancos, y tenía la impresión de que todo aquello, los edificios, las calles y los jardines, se correspondía con una estampa que poco a poco se volvía más cercana y comprensible. El aroma de la calma y del alivio se extendía por doquier. El cónsul lo aspiraba con el aire otoñal y sentía la necesidad de dar la vuelta y, sin más comentarios, decírselo con una sonrisa al guardia que cabalgaba tras él.

En realidad, se trataba únicamente de una pausa.