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La villa de los Buonarroti se hallaba enclavada en medio de una huerta de tres hectáreas arrendada a extraños a la familia. Hacía meses que Miguel Ángel no la visitaba. Como siempre, le sorprendió la belleza y espaciosidad de la casa, construida doscientos años antes con la mejor pietra serena de Maiano, grácil en sus austeras líneas, con amplios porches que miraban el valle, con la cinta de plata del río que brillaba como una decoración de platero. En la colina fronteriza estaba la casa de los canteros Topolino.
Cruzó el patio posterior y el sendero de piedra. Pasó frente a la cisterna, también de piedra, y enseguida corrió ladera abajo, entre un trigal a un lado y las uvas ya maduras de las viñas al otro, hasta el profundo arroyo que corría por el fondo del barranco, sombreado por una exuberante vegetación. Se quitó rápidamente ropas y zapatillas y se lanzó al agua, en la cual jugueteó, gozoso por la frescura que daba a su cuerpo cansado. Luego se tendió en la hierba para secarse al sol, se vistió y comenzó la ascensión de la ladera opuesta.
Se detuvo cuando avistó el patio. Aquél era el cuadro que amaba, el que significaba hogar y seguridad para él. En su mente no existía diferencia alguna entre un scalpellino y un scultore, pues los scalpellini eran delicados artesanos que hacían destacar el color y la finura de la pietra serena. Era posible que existiese alguna diferencia en el grado de arte, pero no en la clase: cada piedra de los palacios de los Pazzi, Pitti y Medici había sido cortada, biselada y pulida como sí se tratase de una pieza de escultura, lo cual era verdaderamente así para el scalpellino que la trabajaba.
El padre de los Topolino oyó los pasos de Miguel Ángel y saludó:
—Buenos días, Michelangelo.
—Buenos días, Topolino.
—¿Come va? Non e male. ¿Ete?
—Non e male. ¿El honorable Ludovico?
—Está bien.
En realidad a Topolino no le importaba cómo le iba a Ludovico, quien había prohibido a Miguel Ángel que fuese a la casa del cantero. Nadie se levantó para recibirlo, pues los canteros muy rara vez interrumpen el ritmo de su trabajo. Los dos hijos mayores y el tercero, que tenía la misma edad que Miguel Ángel, lo acogieron con cordialidad.
—Benvenuto, Michelangelo.
—Salve, Bruno. Salve, Gilberto. Salve, Enrico.
Las palabras del scalpellino eran escasas y sencillas, haciendo juego, en su extensión, con el golpe del martillo. Cuando trabajaba la piedra no hablaba con nadie: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ni una palabra de los labios, únicamente el ritmo del hombro y la mano armada con el cincel. Luego, hablar, en el periodo de pausa: uno, dos, tres, cuatro. La frase tiene que amoldarse a los cuatro espacios, o permanece muda o incompleta.
Un cantero no recibía instrucción. Topolino calculaba sus contratos contando con los dedos. A los hijos se les daba un martillo y un cincel a los seis años, como había ocurrido con Miguel Ángel, y a los diez ya trabajaban como oficiales idóneos en la piedra. Nadie se casaba fuera del círculo de su profesión. Los acuerdos con los constructores y arquitectos pasaban de padres a hijos, igual que los empleos en las canteras de Maiano, donde ningún extraño encontraba trabajo.
—¿Estás de aprendiz en el taller de Ghirlandaio? —preguntó Topolino.
—Sí.
—¿No te gusta?
—No mucho.
—¡Peccato!
—Entonces, ¿por qué sigues? —inquirió el segundo hijo.
—Aquí podríamos emplear a un cantero —añadió Bruno.
Miguel Ángel miró al hijo mayor y al padre.
—¿Davvero?
—Davvero.
—¿Me aceptaría como aprendiz?
—Con la piedra no eres un aprendiz. Puedes ganarte un jornal.
Miguel Ángel se emocionó. Todos callaron mientras Miguel Ángel miraba seriamente al padre, que acababa de hacer el ofrecimiento.
—Es que mi padre… —dijo.
—¡Ecco!
Miguel Ángel se sentó ante un bloque de piedra, con un martillo en una mano y un cincel en la otra. Le agradaba tener aquellas herramientas entre sus dedos, su peso, su equilibrio. La piedra era una cosa concreta, no abstracta. Él poseía una habilidad natural, que el mes de alejamiento no había conseguido menguar. Bajo sus golpes, la pietra serena se partía como un pastel. Poseía un ritmo nato entre el movimiento ascendente y descendente del martillo, mientras el cincel iba deslizándose sobre el tajo abierto en la piedra. El contacto con la piedra le hacía experimentar la sensación de que el mundo andaba bien otra vez, y los impactos de sus martillazos parecían proyectar olas de fuerza por sus delgados brazos hasta sus hombros.
La pietra serena que trabajaba era cálida, tenía un color azul grisáceo que vivía y reflejaba la cambiante luz. Resultaba refrescante mirarla. La piedra tenía durabilidad, a pesar de lo cual era dócil, elástica, tan jubilosa de carácter como de color, y daba una serenidad de cielo italiano a todos los que la trabajaban.
Los Topolino le habían enseñado a trabajar la piedra con cariño, a buscar sus formas naturales, aunque pudiera parecer sólida, y a no irritarse o dejar de sentir simpatía hacia el material.
—La piedra trabaja contigo —decía el padre— y se revela. Pero debes golpearla debidamente. A la piedra el cincel no le causa dolor. No se siente violada. Su naturaleza es cambiar. Cada piedra tiene su propio carácter, el cual debe ser comprendido por quien la trabaja. Manéjala con sumo cuidado, o se destrozará. ¡Jamás debes permitir eso!
Sus primeras lecciones le enseñaron que el poder y la durabilidad están en la piedra misma, no en los brazos ni en las herramientas. La piedra es la que manda, no el cantero. Si algún cantero llegase a creer que él domina la piedra, ésta se resistiría, invalidando todos sus esfuerzos. Y si un cantero golpease a la piedra como un ignorante contadino golpea a sus bestias, el rico, cálido y vivo material se tornaría opaco, descolorido, feo, y moriría entre sus manos.
Desde el principio se le había enseñado que la piedra tiene una cualidad mística: tiene que ser cubierta durante la noche, porque si la alcanza el brillo de la luna llena se resquebraja. Cada bloque tiene partes huecas y vetas torcidas dentro de sí. Para que siga siendo dócil, debe ser mantenido al abrigo en bolsas húmedas. El calor da a la piedra las mismas ondulaciones que tenía en su yacimiento original de la montaña. El hielo es su enemigo.
Los scalpellini respetaban la piedra. Para ellos era el material más perdurable de la tierra. La piedra les había proporcionado, durante más de mil años, una profesión, una habilidad y un justificado orgullo, además de los medios de vida. Adoraban la piedra igual que sus antepasados etruscos. Y la trabajaban reverentemente.
Monna Margherita, una mujer que atendía animales y sembrados, así como la cocina y la colada, había salido de la casa y escuchaba al amparo del porche. Había amamantado a Miguel Ángel durante dos años, juntamente con su hijo menor, y el día que sus pechos se secaron los puso a una dieta de vino. El agua era para bañarse antes de ir a misa. Y Miguel Ángel sentía hacia ella un cariño muy parecido al que tenía por Monna Alessandra, su abuela. La besó en ambas mejillas.
—Buon giorno, figlio mío.
—Buon giorno, madre mía.
—Pazienza —aconsejó ella—. Ghirlandaio es un buen maestro.
Topolino se había puesto en pie:
—Tengo que elegir piedra en la caverna Maiano. ¿Quieres ayudarme a cargar?
—Con mucho gusto. A rivederci, nonno. A rivederci, Bruno. Addio, Gilberto. Addio, Enrico.
—Addio, Michelangelo.
Se sentaron uno junto al otro en el elevado asiento, detrás de los dos bueyes blancos. En el olivar, los peones estaban subidos a escaleras de madera. Tenían unos cestos atados a sus cinturas. Agarraban las ramas con la mano izquierda y arrancaban con la derecha las pequeñas aceitunas negras con movimientos como los que realizaban los ordenadores, los recolectores de aceitunas son conversadores. Trabajan dos en cada árbol y se habla a través del ramaje, porque para el contadino no hablar es morir un poco.
El camino ascendía por el monte Ceceri hasta la cantera. Cuando dejaron tras ellos la curva de Maiano, Miguel Ángel vio el barranco en la montaña, con su pietra serena azulada o gris y las vetas teñidas de hierro. La piedra se extendía en capas horizontales. De aquella cantera había elegido Brunelleschi las piedras para sus exquisitas iglesias de San Lorenzo y Santo Spirito. Allá arriba, en el acantilado que formaba la cantera, algunos hombres marcaban un bloque que debía ser trabajado. Miguel Ángel vio las capas sucesivas en la formación pétrea.
La zona plana de trabajo donde caía el estrato después de haber sido separado, reverberaba de calor y polvillo de la piedra. Los hombres que la cortaban, partían y daban forma estaban empapados de sudor. Eran pequeños, delgados pero fuertes, y trabajaban la piedra desde el amanecer hasta la puesta del sol sin fatigarse. Eran capaces de trazar surcos tan derechos en la piedra con su martillo y cincel como los que traza el dibujante con su regla y su pluma. Conocía a todos aquellos hombres desde los seis años. Lo saludaron, preguntándole que tal andaban sus cosas. Era gente primitiva que dedicaba su vida a la fuerza más simple y rudimentaria de la tierra: la piedra de las montañas.
Topolino inspeccionó los bloques recién separados de la piedra madre con aquel fluido comentario que Miguel Ángel conocía tan bien:
—Ésa tiene nudos. Demasiado hierro en ésta. Esta estará hueca. —Hasta que por fin, subiendo por las rocas y dirigiéndose hacia el acantilado, exclamó de pronto—: ¡Ah! ¡Aquí tenemos un hermoso pedazo de carne!
Abrió la primera brecha entre el suelo y el bloque de piedra con una palanca de hierro. Entre los dos, llevaron la pesada piedra hasta un lugar apropiado, y allí, con la ayuda de los canteros, el bloque fue alzado hasta el carro. Miguel Ángel se limpió el sudor con la manga de la camisa. Nubes que anunciaban lluvia bajaron hacia el Arno desde las montañas del norte. Y Miguel Ángel se despidió de Topolino.
—A domani.
—A domani —respondió Topolino.
El muchacho emprendió la marcha monte abajo. Se sentía grande como un gigante.