VII

Un paje llevó sus efectos a su antigua habitación, en cuyos estantes se hallaban todavía las esculturas de Bertoldo. Un sastre de palacio llegó con la cinta de medir y telas. Y al domingo siguiente el secretario de Piero, Ser Bernardo da Bibbiena, depositó tres florines de oro en su tocador.

Todo era lo mismo, y, sin embargo, todo era distinto. Los sabios de Italia y Europa ya no acudían al palacio. La Academia Platón prefería realizar sus reuniones en el palacio de los Rucellai, cuyos jardines habían sido puestos a su disposición. En la cena de los domingos sólo se sentaban a la mesa aquellas nobles familias de Florencia que tenían hijos calaveras, amantes de los placeres. Las grandes familias de las ciudades-estado de Italia estaban ausentes. Ya no iban a cumplir el grato deber de renovar tratados. Tampoco iban los comerciantes que tanto habían prosperado con Lorenzo de Medici, ni los confalonieri ni los buonuomini de los distritos de Florencia. Todos ellos habían sido reemplazados ahora por los alegres amigos de Piero.

Los Topolino llegaron a la ciudad el domingo, en su carro de bueyes, después de la misa para cargar en el tosco vehículo el bloque de Hércules de Miguel Ángel. El abuelo guiaba los bueyes, mientras el padre y los tres hijos, acompañados por Miguel Ángel, caminaban tras el carro por las silenciosas calles, que habían sido lavadas y aparecían limpias como el oro. Entraron en el jardín del palacio por la puerta posterior, descargaron la enorme piedra y la arrimaron al antiguo cobertizo de Miguel Ángel, junto al muro.

Cómodamente instalado, el muchacho volvió a sus dibujos y trazó una sanguina del joven Hércules abriendo con sus manos las mandíbulas del león de Nemea; Hércules, ya hombre, en dura lucha con el gigante Anteo, a quien dio muerte; Hércules, ya viejo, luchando contra la hidra de Lerna, que tenía cien cabezas. Pero todos aquellos dibujos le parecieron demasiado pictóricos. Finalmente, rechazó la figura de los Hércules antiguos existentes en Florencia y diseñó una figura compacta, más aproximada al concepto griego, en la cual todo el explosivo poder de Hércules estaba contenido, en una fuerza unificadora, entre el torso y los miembros.

¿Qué concesión debía hacer a lo convencional? Primera, el enorme garrote, que diseñó como un tronco de árbol sobre el cual se apoyaba Hércules. La inevitable piel de león, que siempre había formado un marco a la figura, la ató a uno de los hombros para que cayese de manera sugestiva sobre el pecho, sin ocultar nada del heroico torso. Extendió ligeramente uno de los brazos, para rodear las redondas manzanas de las Hespérides. El garrote, la larga piel del león y las manzanas habían sido utilizados por anteriores escultores para representar la fortaleza. Su Hércules, desnudo ante el mundo, llevaría dentro de su propia estructura todo lo que la humanidad necesitaba de fortaleza y resolución.

No le arredró el hecho de que el suyo sería el Hércules más gigantesco que se hubiera esculpido en Florencia. Al marcar las proporciones de la gran figura, que tenía dos metros dieciocho centímetros de altura, con una base de cuarenta y cinco centímetros y unos doce centímetros de mármol de sobra encima de la cabeza, desde donde iría esculpiendo hacia abajo, recordó que Hércules había sido el héroe nacional de Grecia, de igual modo que Lorenzo de Medici lo había sido de Florencia. ¿Por qué, entonces, esculpirlo para ser fundido en pequeños y delicados bronces? Tanto Hércules como Lorenzo habían fracasado, pero ¡cuánto habían realizado antes de fracasar! ¡Y cómo merecían ser esculpidos en un tamaño mayor que el natural!

Hizo un tosco modelo de arcilla y forjó sus herramientas para la tarea inicial. Martilló fuertemente los cinceles para aumentar su longitud y les dio un filo más grueso para que pudieran soportar los pesados golpes del martillo. Una vez más, al manejar aquel metal, experimentó dentro de sí una sensación de dureza y durabilidad. Se sentó cruzado de piernas en el suelo frente al mármol, porque mirar el enorme bloque le producía una sensación de poder. Eliminó los bordes con un punzón y un martillo pesado, y pensó, con satisfacción, que mediante aquel sencillo acto estaba ayudando a aumentar la estatura del bloque. No deseaba conquistar aquella piedra inmensa, sino persuadirla para que expresase sus ideas creadoras.

Se trataba de mármol de Seravezza, de los Alpes Apuanos. Después de haber penetrado su «piel» exterior, curtida por los elementos, el bloque se comportó como si fuera de azúcar bajo la acción de su cincel de «dientes de perro». Sus pequeños trozos saltaban, y el polvillo le cubría las manos. Empleó una varilla recta para calcular aproximadamente la profundidad que debía cortar para llegar al cuello, hizo un calcagnolo y atacó el mármol con verdadera furia, y de pronto, el mármol de Seravezza se tomó duro como el hierro y Miguel Ángel tuvo que luchar con todas sus fuerzas para lograr sus formas.

Sin hacer caso de las instrucciones de Bertoldo, no intentó trabajar la superficie del bloque, tratándolo como un todo. Atacó primeramente la cabeza, hombros, brazos y caderas. Calculó a ojo los puntos sobresalientes, mientras iba profundizando con el cincel en la masa de mármol. Y estuvo a punto de arruinar el bloque. Había profundizado demasiado para liberar el cuello y la cabeza, y ahora sus fuertes golpes de cincel sobre el hombro que emergía produjeron intensas vibraciones que subían por el cuello hasta la cabeza. El mármol temblaba, y por un instante pareció que se quebraría en aquel punto angosto. Su Hércules perdería la cabeza y él tendría que empezar de nuevo, pero esta vez en una escala más reducida. Sin embargo, el peligro pasó, al cesar el temblor.

Se sentó un rato para enjugarse el copioso sudor.

Forjó nuevas herramientas de filo agudo, asegurándose de que todas las puntas fueran simétricas. Ahora, cada golpe de martillo era transferido directamente al extremo de la herramienta que tallaba, como si fueran sus dedos, más que los cinceles, los que cortaban los cristales del mármol. Cada cinco o diez segundos daba un paso atrás y caminaba alrededor del bloque; por muy profundamente que cortara, una especie de niebla de textura oscurecía el contorno del hueso de la rodilla y la caja de las costillas. Empleó un cepillo para desprender todo el polvillo del bloque.

Cometió una segunda serie de errores. No midió exactamente los planos entrantes y aplicó algunos golpes fuertes que estropearon la armonía frontal. Pero había dejado mármol de sobra en la parte posterior, y así pudo llevar toda la figura dentro del bloque, a más profundidad de la que había proyectado originalmente.

Su progreso se aceleró al penetrar en el mármol. Arrancaba tan enérgicamente las capas que le parecía que se hallaba en medio de una tormenta de nieve y respiraba los copos; tal era la cantidad de diminutos trozos y polvillo que saltaban del bloque. Ahora tenía que cerrar los ojos en el instante en que el martillo hacía impacto en el cincel.

La anatomía del mármol comenzó a adaptarse a la anatomía de su modelo de arcilla: el poderoso pecho, los antebrazos, magníficamente redondeados; los muslos, como la carne blanca debajo de la corteza de los árboles; la cabeza, que irradiaba un enorme poder dentro de su limitada área. Martillo y cincel en mano, retrocedió unos pasos ante la espasmódica figura masculina que tenía ante él, todavía sin rostro, de pie sobre una tosca base que mostraba el material del que había surgido. Y pensó que desde el primer momento, aquel mármol se le había brindado suave y dócil a su amor. Ante el mármol, él era el hombre dominador. Suya era la elección y suya la conquista. Sin embargo, al unirse al objeto de su amor, había sido todo ternura. El bloque resultó ser virginal pero no frío. Su propio fuego interior se había comunicado a la piedra. Las estatuas salían del mármol, pero no hasta que la herramienta hubiera penetrado y fecundado su forma femenina. Del amor surgía toda vida.

Terminó la superficie con una buena pasada de piedra pómez, pero no la pulió, pues temía que al hacerlo disminuyera su virilidad. Dejó la cabellera y la barba en estado tosco, sugiriendo unos suaves rizos y trabajó con el cincel en ángulo para poder profundizar con el último diente del mismo a fin de acentuar el efecto.

Monna Alessandra se acostó una noche muy fatigada y no despertó más. A Ludovico le dolió mucho aquel golpe. Como la mayoría de los toscanos, quería entrañablemente a su madre y mostraba hacia ella una ternura que no compartía con ningún otro miembro de la familia. Para Miguel Ángel aquella pérdida fue dolorosa. Desde la muerte de su madre, trece años antes, Monna Alessandra había sido la única mujer hacia quien podía volverse en busca de amor y comprensión. Ahora, sin su abuela, el hogar de los Buonarroti le parecía más sombrío que nunca.

Por contraste, el palacio estaba convulsionado con motivo de la boda de Contessina, que debía realizarse a finales del mes de mayo. Puesto que Contessina era la única hija de Lorenzo que quedaba soltera, Piero había dejado a un lado todas las leyes referentes a lo suntuario y había destinado cincuenta mil florines para que la boda fuese celebrada por toda la población de Florencia como ningún otro acto de esa especie lo había sido en los últimos cincuenta años. Contessina seguía ocupadísima y corría de costurera en costurera eligiendo modelos para sus vestidos, encargando paños bordados y visitando todos los comercios de la ciudad para elegir su ropa interior, brocados, joyas, platería, vajilla y muebles, todo lo cual, siguiendo la costumbre tradicional, formaba parte de la dote de la novia entre las familias aristocráticas.

Una noche se encontraron por casualidad en el studiolo. Aquello era tan parecido a los viejos tiempos, con los libros y las obras de arte de Lorenzo a su alrededor, que olvidaron por un momento las inminentes ceremonias y se tomaron afectuosamente del brazo.

—Apenas lo veo ya, Miguel Ángel —dijo ella—. No quiero que se sienta triste debido a mi boda.

—¿Seré invitado?

—La boda se celebra aquí. ¿Cómo podría faltar a ella?

—Si, pero la invitación tiene que llegarme por conducto de Piero.

—¡No sea terco! —replicó ella. Sus ojos brillaban con aquella irritación que Miguel Ángel recordaba tan bien, cuando algo se oponía a sus deseos—. Celebrará el acontecimiento durante tres días, igual que yo.

—Igual, no —replicó él, y los dos se sonrojaron.

Piero contrató a Granacci para que se hiciera cargo de las decoraciones de la fiesta nupcial, el baile, el banquete y las representaciones teatrales. El palacio estaba lleno de cantos, bailes y bullicio. Sin embargo Miguel Ángel se sentía solo. Y se pasó la mayor parte del tiempo en el jardín.

Piero se mostraba cortés pero distante, como si tener al escultor favorito de su padre en el palacio fuera lo único que había buscado. Y aquella sensación de Miguel Ángel de ser allí únicamente un objeto de exposición se fortaleció cuando oyó que Piero se jactaba de que tenía dos personas extraordinarias en el palacio: Miguel Ángel, que sabía modelar fantásticos hombres de nieve, y un lacayo español que corría a tal velocidad que Piero, montado en su mejor caballo, al galope, no podía superarlo.

—Excelencia —dijo Miguel Ángel dirigiéndose a él—. ¿Podríamos hablar seriamente respecto a mi trabajo de escultor? Quiero ganarme lo que le cuesto aquí.

Piero se mostró incrédulo y respondió:

—Hace un par de años se ofendió porque lo traté como a un menestral. Ahora se ofende porque no lo trato así. ¿Cómo hay que hacer para que los artistas estén felices'?

—Es que yo necesito un objetivo como el que su padre me había trazado.

—¿Y qué objetivo era ése?

—Trabajar una fachada para la iglesia de San Lorenzo, con nichos para veinte estatuas de mármol de tamaño natural.

—Nunca me habló de eso.

—Fue antes de que él partiera para Careggi por última vez.

—¡Bah! Fue uno de esos sueños fugaces de todos los moribundos. Nunca se muestran prácticos en esos instantes, ¿verdad? Y bueno, trabaje en lo que le agrade por el momento, Buonarroti. Algún día pensaré en alguna obra que usted pueda realizar.

Miguel Ángel vio cómo iban llegando los regalos de boda de toda Italia, Europa y el Cercano Oriente. Eran de los amigos de Lorenzo, de sus socios comerciales, y estaban representados por raras joyas, marfiles labrados, perfumes, costosas telas de Asia, vasos y vasijas de vino de Oriente, muchos tallados. Y él también quería hacerle un regalo a Contessina, pero ¿qué?

¿El Hércules? ¿Por qué no? Había comprado el mármol con su propio dinero. Era escultor y debía regalarle una escultura para su boda. ¡El Hércules para el jardín del palacio Ridolfi! No le diría nada, pero les pediría a los Topolino que lo ayudasen a llevarlo allí.

Ahora, por primera vez desde que había comenzado a esculpir el rostro del Hércules, decidió que sería un retrato de Il Magnifico: no de aquella nariz suya respingona, de su piel oscura y ásperos cabellos, sino del hombre interior, de la mente de Lorenzo de Medici. Su expresión reflejaría un intenso orgullo, unido a una gran humildad. Tendría, no sólo el poder, sino el deseo de comunicar. Y a tono con la devastadora potencia del cuerpo tendría una ternura que, sin embargo, reflejaría al luchador, dispuesto siempre a batallar en defensa de la humanidad, a remodelar el mundo traidor de los hombres.

Terminados sus dibujos, comenzó a esculpir poseído de una enorme excitación. Trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer, sin preocuparse de comer a mediodía. Y todas las noches caía en la cama como un muerto.

Granacci lo elogió cuando la tarea quedó terminada, y luego le dijo serenamente:

Amico mío, no puedes regalar el Hércules a Contessina. Me parece que no estaría bien.

—¿Por qué?

—Porque es… demasiado grande.

—¿El Hércules demasiado grande?

—No, el regalo. Quizá los Ridolfi no lo consideren apropiado.

—¿Qué yo le haga un regalo a Contessina?

—Un regalo tan importante.

—¿Te refieres al tamaño o al valor?

—A las dos cosas. No eres un Medici, ni perteneces a una casa gobernante de Toscana. Tal vez sería considerado de mal gusto.

—¡Pero si no tiene valor alguno! ¡No podría venderlo!

—Tiene valor y lo puedes vender.

—¿A quién?

—A los Strozzi. Para el patio de su nuevo palacio. Los traje aquí el domingo pasado. Me autorizaron a ofrecerte cien florines grandes de oro. Tendrá un lugar de honor en el patio. ¡Y será tu primera venta!

Lágrimas de frustración arrasaron los ojos de Miguel Ángel, pero ahora se consideraba ya un hombre y pudo reprimirlas.

—Piero y mi padre tienen razón, Granacci. No importa cuánto luche un artista, siempre terminará siendo un mercenario, con algo que ofrecer en venta.

No era posible huir a la tremenda excitación y al bullicio de los tres mil invitados a la boda, que llegaban a la ciudad y abarrotaban todos los palacios de Florencia. En la mañana del 24 de mayo, Miguel Ángel vistió sus mejores ropas y salió. Frente al palacio había una fuente con guirnaldas de frutas. En su centro, dos figuras diseñadas por Granacci vertían vino en tal abundancia que se desbordaba y corría como un río por la Vía de Gori.

Avanzó con Granacci detrás de la comitiva nupcial. Contessina y Ridolfi recorrieron las calles, decoradas con banderas y guirnaldas, precedidos por un grupo de trompetas. A la entrada de la Piazza del Duomo había una réplica de un arco triunfal romano, festoneado también de guirnaldas. En la escalinata de la catedral, un notario leyó con potente voz el contrato matrimonial a los miles de personas que se habían congregado en la plaza. Cuando Miguel Ángel oyó la lectura de la inmensa dote de Contessina, palideció.

En San Lorenzo, la iglesia familiar de los Medici, Piero entregó oficialmente su hermana a Ridolfi, quien colocó en su dedo el anillo nupcial. Miguel Ángel se quedó al fondo de la iglesia y se deslizó luego por una puerta lateral cuando se estaba oficiando la misa de esponsales. Una tribuna de madera llenaba todo un lado de la plaza para acomodar a la multitud. En el centro había un árbol de quince metros que servia de soporte a un pabellón blanco en el que se había colocado a los músicos. Todas las casas circundantes estaban profusamente engalanadas con tapices.

El cortejo nupcial salió de la iglesia. Ridolfi, un joven alto, de cabellos negros que servían de marco a su pálido rostro, vestía suntuosamente. Miguel Ángel se hallaba en la escalinata observando a Contessina con su vestido carmín de larga cola y cuello de armiño blanco. No bien se sentó en su sitio de la tribuna, comenzaron los entretenimientos: una pieza teatral que representaba «una lucha entre la castidad y el matrimonio», un torneo en el que intervino Piero y, como culminación, una justa entre los «Caballeros de la Gata», en la que un hombre, desnudo hasta la cintura y con la cabeza afeitada, penetraba en una jaula colocada sobre una plataforma de madera y tenía que dar muerte a un gato a dentelladas, sin usar las manos para nada.

Se le había reservado un asiento en el salón comedor. Lo más selecto de los productos de Toscana había sido llevado al palacio para el banquete: ochocientos barriles de vino, mil kilos de harina, miles de kilos de carnes, mazapán, frutas y legumbres. Miguel Ángel observó el acto ceremonial de colocar una criatura en los brazos de Contessina y un florín de oro en su zapato, para que nunca le faltasen la fertilidad y la riqueza. Luego, terminado el banquete nupcial, cuando los invitados pasaron al salón de baile, que Granacci había convertido en una réplica del antiguo Bagdad, Miguel Ángel salió del palacio y caminó de plaza en plaza, donde Piero había hecho colocar larguísimas mesas cargadas de alimentos y vino para que toda Florencia participase. Pero la gente parecía silenciosa y triste.

No volvió al palacio, donde las fiestas continuarían por espacio de dos días más, antes de que Contessina fuese escoltada al palacio de los Ridolfi. En la oscuridad de la noche, caminó lentamente hacia Settignano, extendió una manta bajo una de las arcadas de la casa de los Topolino y, cruzadas las manos detrás de la cabeza, contempló la salida del sol sobre las colinas y el techo de la casa de los Buonarroti, al otro lado del barranco, iluminado por los primeros rayos solares.

La agonía y el éxtasis
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