III

Unos guardias suizos llegaron a su casa a primera hora de la mañana con lo que equivalía a una bota del Papa León X, invitándole a comer aquel día en el palacio del Vaticano. Le resultaba una tragedia separarse de sus queridos mármoles, pero había aprendido que no podía desoír las llamadas de un Pontífice.

Empezó a comprender por qué los romanos se quejaban de que «Roma se ha convertido en una colonia florentina», pues el Vaticano estaba lleno de triunfantes toscanos. Moviéndose de un lado a otro entre más de cien invitados reunidos en los dos salones del trono, reconoció a Pietro Bembo, el secretario de Estado del Vaticano y poeta humanista; Ariosto, el gran poeta que estaba escribiendo entonces su Orlando Furioso; el neolatinista Sannazaro; Guicciardini, el historiador; Vida, autor de la Cristiada; Giovanni Rucellai, que escribía su tragedia en verso Rosmunda; Fracastoro, médico; Tommaso Inghirami, diplomático, clasicista e improvisador de versos latinos; Rafael, que ahora pintaba Stanca d’Eliodoro en el palacio papal y ocupaba un lugar de honor cerca de León X; el tallista de madera Giovanni Barile, de Siena, que decoraba las puertas y persianas del palacio con los emblemas de los Medici. Y vio también a Sebastiano, alegrándose de que su protegido hubiera sido invitado.

Durante la suntuosa cena, en la cual el Pontífice consumiría bien poco, pues padecía del estómago, León movía sus blancas, enjoyadas y gordas manos mientras acompañaba a Gabriel Mann, poseedor de una voz realmente hermosa, al maestro violinista Marone, de Brescia, y a Raffaelle Lippus, el trovador ciego. Entre aquellos números musicales, algunos bufones divertían al Papa.

Las cuatro horas que duró el banquete le parecieron interminables a Miguel Ángel, quien tampoco pudo comer mucho. Se retorcía en su asiento, lamentando los momentos preciosos que estaba perdiendo, y preguntándose cuándo lo dejarían en libertad. Para León X, aquella comida no era más que el preliminar de toda una tarde y noche de placer. A continuación se presentaron algunos de los más grandes poetas de Italia para leer sus nuevos versos; después un ballet y luego una representación teatral. Aquellos entretenimientos continuarían mientras León X pudiera mantener los ojos abiertos.

Al regresar a su casa por las oscuras y desiertas calles, recordó aquellas palabras que León X había dicho a su primo Giulio inmediatamente después de la ceremonia de su coronación: «Puesto que Dios ha considerado conveniente otorgamos el papado, gocemos de éste lo mejor posible».

Italia estaba ahora en paz, mucho más de lo que lo había estado con muchos pontífices anteriores. Cierto que el dinero salía a manos llenas del Vaticano, en una proporción sin precedentes. Varias veces aquel día Miguel Ángel había visto al alegre León X arrojar bolsas de varios centenares de florines a cantantes, bardos y animadores.

Llegó a Macello del Corvi cuando las campanas de las iglesias dejaban oír los tañidos de medianoche. Se cambió de ropa, poniéndose la de trabajo. Con un suspiro de alivio tomó el martillo y el cincel y decidió, severamente, que aquélla iba a ser la última vez que conseguirían persuadirle de perder todo un día de esa manera. En aquel momento sintió compasión hacia Rafael, que era llamado a todas horas del día o la noche para atender a los más triviales caprichos del Papa, dar su opinión sobre un manuscrito iluminado, o diseñar una decoración mural para el nuevo cuarto de baño del Pontífice. Rafael se mostraba siempre cortés, interesado, aunque lo obligasen a perder horas de su trabajo y de su sueño.

Aquello no era para él, que jamás había sido un hombre de trato encantador. ¡Y jamás llegaría a serlo!

Podía cerrar sus puertas a Roma, pero el mundo de Italia era ahora el mundo de los Medici, y él estaba demasiado íntimamente ligado a la familia para que le fuera posible escapar.

La desgracia cayó sobre Giuliano, el único de los hijos de Il Magnifico a quien él amaba realmente. Cartas de su familia y de Granacci le informaron cuán magníficamente Giuliano estaba gobernando Florencia. Pero todas las cualidades que poseía no resultaban gratas al Papa León X, ni a su primo Giulio. León llamó a su hermano a Roma en septiembre. Miguel Ángel se estaba vistiendo para asistir a la ceremonia en la que se designaría a Giuliano Barón de Roma.

La ceremonia se realizó en el antiguo Capitolio. Miguel Ángel ocupó un lugar con la familia Medici: Contessina y Ridolfi, con sus tres hijos, Maddalena Cibo, con sus cinco hijos, Lucrezia Salviati, con su numerosa prole… León había hecho levantar un escenario en la plaza y sobre él fueron instalados centenares de asientos. Miguel Ángel escuchó los discursos de bienvenida de los senadores romanos en honor del nuevo Barón y poemas épicos en latín; vio a una mujer envuelta en una tela de oro, que representaba a Roma, llevada ante el trono de Giuliano para agradecerle que hubiera condescendido a ser nombrado comandante de la ciudad. Después de una comedia de Plauto, el Papa proclamó algunos privilegios que acordaba a la ciudad de Roma, tales como una reducción del impuesto sobre la sal, lo que fue aclamado estruendosamente. Y por fin dio comienzo un banquete de seis horas, con una profusión de platos que no se habían visto en Roma desde los días de Calígula y Nerón.

Al finalizar aquella verdadera orgía, Miguel Ángel bajó por el Capitolino, atravesando la multitud, que había sido alimentada con los restos del banquete. Cuando llegó a su casa, cerró con llave ambas puertas. Ni él, ni Giuliano, ni Roma habían sido engañados con aquella fastuosa fiesta, sólo ideada para ocultar el hecho de que el estudioso, prudente y sensato Giuliano, que amaba a la República de Florencia, había sido reemplazado por Lorenzo, de veintiún años, hijo de Piero de Medici y la ambiciosa Alfonsina.

El poder de Giulio crecía día a día. Una comisión designada por León X lo proclamó de nacimiento legítimo, basándose en que el hermano de Il Magnifico había convenido casarse con la madre de Giulio, y que sólo su muerte había impedido que el casamiento se realizase. Y ahora que era hijo legitimo, Giulio fue ungido cardenal y tendría en sus manos el poder necesario para gobernar la Iglesia y los Estados Papales.

El deseo de León X y Giulio de extender el control de los Medici a toda Italia no era ajeno a los asuntos de Miguel Ángel. Ambos habían estado empeñados en despojar de su ducado al duque d'Urbino, sobrino del ex cardenal Rovere, luego Papa Julio II, y uno de sus herederos. Ese mismo día el Pontífice había depuesto al duque como portaestandarte de la Iglesia, en favor de Giuliano. El duque, hombre violento, era a quien Miguel Ángel tenía que reconocer como heredero legitimo de Julio II, y tratar con él la cuestión de la tumba del fallecido Papa. La guerra, por fin abierta, entre los Medici y los Royere, sólo podía producir disgustos a los Buonarroti.

Durante el suave invierno de aquel año, Miguel Ángel consiguió sustraerse a las reuniones y fiestas de Contessina, llevándola a su taller para que pudiera ver cómo iban emergiendo del mármol sus tres figuras. Y se libró asimismo de los entretenimientos del Papa por medio de una serie de excusas que divirtieron a León X lo suficiente como para perdonarle su ausencia. Sus únicos compañeros durante las largas semanas de labor productiva habían sido sus ayudantes, y su única distracción, alguna cena ocasional con un grupo de jóvenes florentinos cuya amistad estaba basada en una nostálgica ansiedad de volver a estar cerca del Duomo.

Sólo una vez rompió aquella especie de vigilia: cuando Giuliano fue a su estudio para pedirle que asistiese a una recepción en honor de Leonardo da Vinci, a quien Giuliano había invitado a Roma e instalado en el Belvedere.

—Vos, Leonardo y Rafael sois los grandes maestros italianos de nuestro tiempo —dijo Giuliano con su voz suave—. Me agradaría que los tres fueseis amigos, y hasta que trabajaseis juntos…

—Iré a vuestra recepción, Giuliano —prometió Miguel Ángel—. Pero en lo que se refiere a que trabajemos juntos… ¡Somos tan distintos!

—Venid temprano. Me agradaría enseñaros algunos de los experimentos de alquimia que está realizando Leonardo para mí.

Al entrar en el Belvedere al día siguiente, Giuliano lo condujo a través de una serie de talleres extensamente renovados para los fines que perseguía Leonardo. Giuliano había convencido al Papa de que diese un encargo de pintura a Leonardo, pero ahora, al recorrer aquellos talleres, Miguel Ángel se dio cuenta de que el gran artista todavía no había empezado a trabajar en su verdadero fuerte, la pintura.

—Mire estos espejos cóncavos —exclamó Giuliano— y esta máquina cortadora de tornillos metálicos. Cuando llevé a Leonardo a las lagunas Pontinas localizó algunos volcanes extintos y trazó los planos para desaguar toda esa zona, que es un gran foco de fiebres. No permite que nadie vea sus cuadernos de anotaciones, pero sospecho que está completando sus estudios matemáticos para cuadrar las superficies curvas. Su trabajo sobre óptica, así como sus fórmulas referentes a las leyes de la botánica, son realmente asombrosas. Leonardo cree que le será posible determinar la edad de los árboles por el número de anillos del tronco. ¡Imagínese!

—¡Yo lo imaginaría mejor pintando hermosos frescos! —dijo Miguel Ángel.

Giuliano lo llevó de nuevo al salón, y poco después llegó Leonardo, seguido por su compañero de siempre, el todavía exquisito y joven Salai. A juicio de Miguel Ángel, Leonardo parecía cansado, envejecido. Su magnífica barba y la cabellera, que le llegaba a los hombros, estaban blancas ya. Los dos hombres, cuyo mutuo entendimiento era absoluto, cambiaron algunas frases de alegría al verse reunidos allí. Leonardo dijo a Miguel Ángel que había pasado bastante tiempo estudiando el techo de la Capilla Sixtina.

—Después de analizar su trabajo, he introducido algunas correcciones en mi ensayo sobre la pintura. Ha probado usted que la anatomía es extremadamente importante y útil para el artista. —Su voz se tomó impersonal al agregar—: Pero también veo un gran peligro ahí.

—¿De qué clase? —preguntó Miguel Ángel con cierta irritación.

—De exageración. El pintor, después de estudiar su bóveda, tiene que cuidar de no volverse inexpresivo a fuerza de dar demasiada importancia a los huesos, músculos y nervios: no enamorarse demasiado de las figuras desnudas, que revelan todos sus sentimientos.

—¿Cree que mis figuras son así? —inquirió Miguel Ángel con un nudo en la garganta.

—Por el contrario: las suyas son casi perfectas. Pero ¿qué le ocurrirá al pintor que intente superarlo, ir más lejos que usted? Si su utilización de la anatomía hace que el techo de la Sixtina sea tan bueno, entonces él tendrá que utilizar todavía más anatomía para mejorar lo de usted.

—Yo no puedo hacerme responsable de exageraciones ulteriores.

—Y no lo es, salvo que ha llevado la pintura anatómica hasta su límite máximo. A los demás no les queda margen alguno para perfeccionar. Por lo tanto, distorsionarán. Y los observadores dirán: «Es culpa de Miguel Ángel… Sin él, podríamos haber refinado y mejorado la pintura anatómica a través de centenares de años». ¡Por desgracia, usted ha empezado y terminado todo en un solo techo!

Comenzaron a llegar otros invitados y poco después se oía en los salones un animado rumor de conversaciones. Miguel Ángel se quedó solo junto a una ventana que daba a la Capilla Sixtina, sin saber si estaba perplejo o dolorido. Leonardo asombraba a los invitados con sus nuevos inventos: animales llenos de aire que volaban por encima de las cabezas de todos; un lagarto vivo al que había adosado alas llenas de mercurio y cuya cabeza estaba decorada con ojos artificiales, cuernos y una barba.

Miguel Ángel murmuró para sí: «¡Questo il colmo!», y salió, dirigiéndose apresuradamente a su casa.

La agonía y el éxtasis
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