VIII

Regresó a Florencia en primavera, a tiempo para celebrar el nacimiento de la hija de Buonarroto, Francesca, a quien puso de sobrenombre Cecca. Fue a comprar un terreno en la Vía Mozza, cerca de Santa Caterina, decidido a construir en él un estudio de suficiente tamaño para albergar los grandes bloques destinados a la fachada y la tumba de Julio II. Tuvo que tratar con los canónigos del Duomo, que le cobraron trescientos florines grandes de oro por el terreno, sesenta más de lo que valía.

Trabajó durante varias semanas para terminar el diseño sobre el que habría de construir su modelo de madera. Conforme iba expandiendo su concepto, al cual agregó cinco bajorrelieves en marcos cuadrados y dos en marcos circulares, amplió también sus costos, por lo cual sería imposible crear una fachada por menos de treinta y cinco mil ducados. El Papa le contestó por mediación de Buoninsegni, quien le escribió:

Le agradó su plan, pero ha aumentado usted el precio en diez mil ducados. ¿Se trata de ampliaciones en la fachada, o de un cálculo erróneo en sus planes originales?

Miguel Ángel contestó.

Va a ser la maravilla arquitectónica y escultórica de Italia.

A lo cual Buoninsegni replicó:

El dinero escasea, pero no debe preocuparse; su contrato será firmado. Comience inmediatamente los cimientos. Su Santidad está un poco disgustado porque todavía no los ha colocado.

Jacopo Sansovino, informado por el Vaticano de que el nuevo modelo de la obra no incluía friso alguno, fue a ver a Miguel Ángel, a quien atacó duramente. Miguel Ángel trató de aplacarlo y al final dijo:

—No nos separemos como enemigos. Le prometo que lo ayudaré a conseguir un trabajo. Entonces comprenderá que una obra de arte no puede ser un simposio: tiene que poseer la unidad orgánica de la mente y las manos de un solo hombre.

Ludovico eligió aquel momento para reprochar a Miguel Ángel porque no le permitía utilizar los fondos depositados en la administración de Santa María Nuova.

—Padre —respondió Miguel Ángel—, si no cesa con sus eternas exigencias de dinero y lamentaciones y reproches, la casa no será suficientemente grande para ambos.

Al anochecer, Ludovico había desaparecido. A la noche siguiente, Buonarroto volvió con la noticia de que el padre andaba diciendo a todos que había sido arrojado de su propia casa.

—¿Dónde está? —preguntó Miguel Ángel.

—En la casa de los campesinos de detrás de nuestra granja de Settignano.

—Le mandaré una nota inmediatamente.

Se sentó ante el escritorio de su padre y escribió:

Queridísimo padre. Tienen una experiencia de treinta años, usted y sus hijos, de todo cuanto se relaciona conmigo, y sabe perfectamente que siempre he pensado y obrado por su bien. ¿Cómo es posible que vaya diciendo que lo he expulsado de nuestra casa? ¿Es que no comprende el daño que me causa con esa mentira? Esto es lo único que faltaba para completar mi cúmulo de dificultades. Me paga muy bien.

Pero, paciencia, que así sea. Estoy dispuesto a aceptar la posición de que sólo le he traído vergüenza y deshonor. Le ruego que me perdone por ser tan canalla…

Ludovico regresó a la Vía Ghibellina y «perdonó». Y de pronto, aquel cúmulo de desdichas se agrandó con una más: Miguel Ángel se enteró de que su dibujo para el fresco de Los bañistas había desaparecido.

—Destruido no sería precisamente la palabra correcta —dijo Granacci muy serio—. Ha sido objeto de toda clase de atropellos. Fue, primeramente, copiado, luego cortado en pedazos que desaparecieron, aparte de haber sido borroneado los que quedaron.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué no se lo protegió? ¡Era de Florencia!

Granacci le dio todos los detalles. El dibujo había sido enviado al Salón de los Papas, cerca de Santa María Novella, y después al salón del piso superior del palacio de los Medici. Cien artistas de paso por Florencia habían trabajado ante él sin que nadie los vigilase. Algunos cortaron pedazos para llevarlos consigo. Su enemigo Baccio Bandinelli se había apropiado, de varios trozos. Los únicos fragmentos que se hallaban todavía en Florencia eran los comprados por los amigos de Miguel Ángel, los Strozzi.

Concentró toda su atención en la fachada y construyó un sólido modelo. Éste entusiasmó al Papa, al extremo de que firmó un contrato por cuarenta mil ducados: cinco mil anuales por espacio de ocho años, cuatro mil adelantados para gastos y una vivienda gratuita cerca de la iglesia de San Lorenzo. Sin embargo… «Su Santidad», decía una cláusula, «estipula que todo el trabajo que se realice en la fachada de San Lorenzo debe ser hecho con mármoles de Pietrasanta, y en modo alguno de otro lugar».

Miguel Ángel asistió, con la cabeza descubierta, a los últimos ritos oficiados en el cementerio de San Lorenzo por el prior Bichiellini, en quien le pareció ver que perdía al más querido y fiel amigo de su vida.

Sólo una hora después de su regreso a Carrara, comenzó a congregarse una multitud en la Piazza del Duomo. Las ventanas del comedor del boticario llegaban hasta el suelo y no tenían balcón. Miguel Ángel se colocó tras las cortinas para escuchar el rumor que crecía por momentos, mientras los mineros iban llenando la plaza. Alguien lo descubrió tras las cortinas. La multitud comenzó inmediatamente a lanzarle insultos.

Miguel Ángel miró al boticario, cuyo rostro estaba sumamente serio. Luchaba entre la lealtad a su gente y a su huésped.

—Tendré que hablarles —dijo Miguel Ángel.

Abrió la ventana y se asomó al vacío.

—¡Figlio di cane! —gritó uno de los canteros.

Se alzaba un verdadero bosque de puños amenazadores. Miguel Ángel levantó los brazos para pedir silencio.

—No es culpa mía… Tienen que creerme —gritó.

—¡Bastardo! ¡Nos ha traicionado!

—¿No he comprado mármoles en sus canteras? Tengo nuevos contratos para darles… ¡Confíen en mí! ¡Soy un carrarino!

—Lo que eres es un servidor del Papa.

—Esto me costará mucho más que a ustedes…

Se hizo un silencio. Un hombre que estaba en primera fila gritó, con la voz llena de angustia.

—¡Pero no sufrirá como nosotros, en su estómago!

Aquel grito obró como una señal. Cien brazos se alzaron y una lluvia de piedras llenó el aire. Los vidrios de las dos ventanas saltaron, rotos en mil pedazos.

Una piedra hizo blanco en su frente. Quedó aturdido, más por el impacto que por el dolor. La sangre empezó a deslizarse por su rostro. La sintió bajar por una de sus mejillas.

No hizo el menor movimiento para enjugarla. La multitud advirtió lo que había sucedido y un rumor recorrió la plaza:

—¡Basta! Está sangrando.

Pocos minutos después la plaza estaba desierta, pero el suelo, bajo las dos ventanas, se hallaba cubierto de piedras.

La agonía y el éxtasis
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