VI

Una muerte inesperada puso fin a sus actividades de disección.

Mientras trabajaba en excelente estado de salud, Domenico Ghirlandaio contrajo una enfermedad y falleció dos días después.

Miguel Ángel fue a la bottega para ocupar su lugar con Granacci, Bugiardini, Cieco, Baldinelli, Tedesco y Jacopo en uno de los lados del féretro, mientras el hijo, los hermanos y el cuñado del extinto se colocaron en el opuesto. Muchos amigos acudieron a expresar sus condolencias y dar su último adiós al gran pintor.

Todos juntos formaron el cortejo fúnebre, siguiendo la ruta por la que Miguel Ángel había conducido el carro de la bottega el primer día que, como aprendiz, fue con los demás a pintar los frescos de Santa María Novella.

Aquella tarde fue a visitar al prior Bichiellini y dejó la llave de bronce sobre las páginas del libro que el monje leía.

—Quisiera esculpir algo para su iglesia.

El prior demostró alegría, pero no sorpresa.

—Hace mucho tiempo que siento la necesidad de un crucifijo para el altar central. Y siempre he creído que sería mejor de madera.

—¿Madera? No sé si podré.

Tuvo el buen sentido de no decir «la madera no es mi vocación». Si el prior deseaba un crucifijo de ese material, entonces tendría que tallarlo en madera, aunque jamás había intentado trabajarla. No había ningún material de los empleados en la escultura que Bertoldo no le hubiera hecho manejar: cera, arcilla y las diversas piedras. Pero nunca madera, probablemente porque Donatello no la había tocado en los últimos treinta y cinco años de su vida, después de completar la Crucifixión para Brunelleschi.

Acompañó al prior, que le condujo a través de la sacristía. Fra Bichiellini se detuvo y le mostró un arco tras el altar mayor.

—¿Te parece que ahí podrá caber una figura de tamaño natural?

—Tendré que dibujar los arcos y el altar en escala para estar seguro. Pero creo que podría caber casi de tamaño natural. ¿Puedo trabajar en la carpintería del monasterio?

—Los hermanos estarían encantados de tenerte a su lado.

Los hermanos legos de la carpintería trabajaban con la luz del sol a sus espaldas, la cual penetraba por unas ventanas colocadas sobre los bancos de trabajo. En la tranquila atmósfera del taller fue tratado como un carpintero más que llegase para producir un artículo útil, entre los centenares que se necesitaban en Santo Spirito. Aunque no había orden alguna de guardar silencio en el activo recinto, nadie a quien le gustase charlar se acercaba jamás a un monasterio de los agustinos.

Aquello le convenía a Miguel Ángel. Se sentía como en su casa en el grato silencio, únicamente roto por los ruidos de las herramientas: serruchos, martillos, etcétera. El olor del aserrín resultaba agradable. Y trabajaba en las diversas maderas que el monasterio ponía a su disposición con el fin de adquirir la mano necesaria para tallar ese material que él encontraba tan distinto del mármol. La madera parecía no defenderse.

Empezó a leer el Nuevo Testamento, la historia de Cristo según la relataban Mateo y Marcos. Y cuanto más leía, más se retiraba de su mente la Crucifixión cargada de terror y de agonía que podía verse en todos los templos de Florencia para ser reemplazada por la imagen del prior Bichiellini, animoso, completamente dedicado a su santa misión, mientras seguía a toda la humanidad en el nombre de Dios, con mente esclarecida y espíritu noble.

Era una absoluta necesidad del carácter de Miguel Ángel ser original. Pero ¿qué podía uno decir sobre Cristo en la cruz que no hubiese sido tallado, esculpido o pintado antes? Aunque el tema de la Crucifixión jamás se le había ocurrido a él, tenía verdadera ansia de hacer algo particularmente hermoso para justificar la fe que el prior tenía en él. La obra terminada tendría que ser intensamente espiritual, so pena de que el esclarecido monje se preguntase si no habría cometido un error al permitirle aquellas disecciones.

Comenzó a dibujar frente a las más antiguas de las crucifixiones: las del Siglo XIII, talladas con la cabeza y las rodillas de Cristo torcidas en la misma dirección, tal vez porque aquella era la forma más fácil para el escultor, y porque el diseño evocaba, en términos emotivos, la simplicidad de una indiscutible aceptación.

En el Siglo XIV, los escultores mostraban a Cristo de frente, a pleno rostro, dispuestas todas las partes del cuerpo simétricamente a ambos costados de una línea de estructura central.

Pasó mucho tiempo frente a la Crucifixión de Donatello, en la iglesia de la Santa Croce, maravillado ante la magnificencia de su concepción. Fuera cual fuere la emoción que Donatello hubiera intentado transmitir, había conseguido combinar la fuerza con una lírica realización, el poder de perdonar y de dominar, la capacidad de ser destruido así como resucitado. No obstante, Miguel Ángel no sentía en su interior ninguna de las cosas que Donatello había sentido. Nunca había comprendido claramente por qué Dios no había podido realizar por sí mismo todas las cosas que encomendó a su hijo hacer en la tierra. ¿Por qué necesitaba Dios un hijo? El Cristo exquisitamente equilibrado de Donatello le decía: «Es así como Dios ha querido que sea, exactamente en la misma forma que fue planeado. No es difícil aceptar el destino cuando el mismo ha sido ordenado de antemano. Yo he anticipado este dolor».

Aquello no resultaba aceptable para el temperamento de Miguel Ángel.

¿Qué tenía que ver ese fin violento con el mensaje de amor de Dios? ¿Por qué permitió Él que se produjese tal violencia, cuando sin duda engendraría odio, temor, represalia y continuación de la violencia? Si Él era omnipotente, ¿por qué no había ideado un modo más pacífico de llevar su mensaje al mundo? Su impotencia para impedir aquella barbarie constituía un pensamiento aterrador para Miguel Ángel… y tal vez también para el mismo Cristo.

Mientras estaba al sol, en la escalinata de Santa Croce, observando a los muchachos que jugaban al fútbol en la dura tierra de la plaza, y luego, mientras caminaba lentamente ante los palacios de la Vía de Bardi, tocando afectuosamente las piedras labradas de los edificios, pensó: «¿Qué pasó por la mente de Cristo entre la hora del anochecer, cuando el soldado romano atravesó con el primer clavo su carne, y la hora en que expiró? Porque esos pensamientos determinaban no solamente cómo aceptó su destino, sino también la posición de su cuerpo en la cruz. El Cristo de Donatello aceptaba la crucifixión con serenidad, sin pensar en nada. El Cristo de Brunelleschi era tan etéreo que expiró al ser atravesada su carne por el primer clavo, y no tuvo tiempo de pensar».

Regresó a su banco de trabajo y comenzó a explorar su mente con el carboncillo de dibujo y la tinta. En el rostro de Cristo aparecía la inscripción: «Estoy en agonía, no a causa de los clavos de hierro, sino del óxido de la duda». No podía decidirse a expresar la divinidad de Cristo por medio de una cosa tan obvia como un halo; tenía que ser expresada por medio de una fuerza interior, lo suficiente mente poderosa para superar sus dudas en esa hora de severísima prueba.

Era inevitable que su Cristo estuviera más cerca del hombre que de Dios. Todavía no sabía que iba a ser crucificado. No lo deseaba ni le agradaba. Y el resultado fue que su cuerpo se veía torturado por un conflicto interior, desgarrado, como todos los hombres, por los interrogantes internos.

Cuando estuvo listo para comenzar a tallar, tenía ante sí un muevo concepto: torció la cabeza y las rodillas del Cristo en direcciones opuestas estableciendo por medio de aquel diseño una tensión gráfica, el intenso conflicto espiritual y físico interior de un hombre que es impulsado en dos direcciones.

Talló su figura en la madera más dura de que se disponía en Toscana, el nogal, y cuando hubo terminado con el martillo y el cincel, la repasó con papel de lija y frotó toda la superficie con aceite filtrado y cera. Sus camaradas carpinteros no formularon comentario alguno, pero se detenían ante su banco de trabajo para observar la obra de arte que iba surgiendo de sus manos. Tampoco el prior entró en la discusión del mensaje de aquella talla. Simplemente se limitó a decir:

—Toda crucifixión de un artista es un autorretrato. Esto es lo que yo había soñado para el altar. ¡Muchas gracias!

El domingo por la mañana Miguel Ángel llevó a su familia a Santo Spirito y los sentó en un banco cerca del altar. Su Cristo estaba allí, en la cruz, sobre ellos. Y su abuela murmuró:

—Me haces sentir compasión hacia Él. Hasta ahora, siempre había creído que Cristo se apiadaba de mí.

Ludovico no sentía compasión hacia nadie. Al ver la obra de su hijo le preguntó:

—¿Cuánto te han dado?

—Nada. Es un regalo que le hice al prior Bichiellini.

—¿Así que no cobrarás ni un escudo?

—El prior ha sido muy bueno conmigo, y he querido pagarle la deuda que tengo con él.

—¿En qué sentido ha sido bueno?

—Pues…, me permitió que copiase las obras de arte que hay en el monasterio.

—La iglesia está abierta a todo el mundo.

—Me refiero al monasterio, su despacho y la biblioteca.

—Es una biblioteca pública. ¿Estás loco? ¡Trabajar gratis, tú que no tienes un miserable escudo! ¡Y para un monasterio tan rico como éste!

Una copiosa nevada, que duró dos días y sus noches, dejó a Florencia convertida en una ciudad blanca.

El domingo amaneció claro, frío, brillante. Miguel Ángel estaba solo en su taller del Duomo, encogido sobre un brasero, intentando fijar en el papel el primero de sus bosquejos de Hércules.

Un paje de Piero de Medici se acercó a él.

—Su Excelencia Piero de Medici le pide que vaya al palacio.

Se fue a la barbería del mercado. Allí se hizo cortar el pelo y afeitar el principio de bigote y barba que empezaba a insinuarse en su rostro. Luego volvió a su casa, se lavó, se vistió y salió, por primera vez en el último año y medio, rumbo al palacio.

Las estatuas del patio estaban cubiertas de gruesas capas de nieve. Encontró a los hijos y nietos de Lorenzo reunidos en el studiolo ante un gran fuego que ardía en la chimenea.

Era el cumpleaños de Giuliano. El cardenal Giovanni, que se había establecido en un pequeño pero exquisito palacio en el barrio de San Antonio al ser elegido Papa en Roma un Borgia hostil, parecía más gordo que nunca y estaba sentado en el sillón favorito de Lorenzo. Junto a él se hallaba su primo Giulio. Maddalena, casada con el hijo del ex Papa Inocencio VIII, Franceschetto Cibo, estaba allí también con sus dos hijos. Vio asimismo a Lucrezia, casada con Jacopo Salviati, de una familia de banqueros de Florencia, que era propietario del hogar de Beatriz, la amada de Dante. La tía Nannina y su esposo, Bernardo Rucellai, estaban junto a Piero de Medici y su esposa Alfonsina. Todos vestían sus más suntuosos ropajes y lucían sus mejores joyas.

Miguel Ángel vio también a Contessina, elegantemente vestida. Observó con sorpresa que estaba más alta y que sus brazos y hombros se habían llenado un poco. Su pecho, encerrado en el corpiño bajo un mar de encajes, se estaba aproximando a la madurez. Sus ojos brillaron como las gemas que adornaban su vestido de seda al ver a Miguel Ángel.

Un servidor le alcanzó un vaso de vino caliente con especias. Aquella bebida, unida a la cordialidad de la recepción y a la honda nostalgia que esa habitación despertaba en él, así como la cariñosa sonrisa de Contessina, se le subió a la cabeza.

Piero estaba de pie, de espaldas a la chimenea. Sonrió. Parecía haber olvidado lo pasado. Y dijo:

—Miguel Ángel, tenemos mucho placer en darle la bienvenida. En este día tenemos que hacer todo aquello que agrade más a Giuliano.

—Me agradaría muchísimo contribuir a su felicidad en este día —respondió Miguel Ángel.

—Muy bien. Lo primero que dijo Giuliano esta mañana fue: «Me gustaría tener el hombre de nieve más grande que se haya hecho jamás». Y puesto que usted era el escultor favorito de nuestro padre, ¿qué cosa más natural que haber pensado en usted para que lo haga?

Miguel Ángel sintió que algo en su interior se hundía pesadamente como una piedra. Mientras los niños volvían ansiosos la cabeza hacia él, recordó los dos tubos de uno de los cadáveres, que se extendían hacia abajo desde la boca, uno para llevar el aire y el otro para los alimentos y líquidos. ¿No habría un tercero, para tragar las esperanzas destruidas?

—Le ruego que lo haga por mí —dijo Giuliano—. ¡Sería el hombre de nieve más maravilloso que se ha hecho en el mundo!

Aquella amarga impresión de haber sido llamado para entretenimiento de los pequeños desapareció ante aquel ruego de Giuliano. ¿Debía responder: «La nieve no es mi vocación»?

—Yo también le ruego que nos ayude, Miguel Ángel.

Era la amada voz de Contessina, que se había aproximado a él, y que añadía:

—Todos le serviremos de ayudantes.

Y entonces comprendió que tenía que acceder, y que estaba bien que lo hiciese.

Aquella tarde, a última hora, cuando el último grupo de la multitud de florentinos había pasado ya por el parque del palacio para contemplar el grotesco y gigantesco hombre de nieve, Piero, sentado ante la mesa del despacho de su padre, dijo a Miguel Ángel:

—¿Por qué no vuelve al palacio? Nos agradaría muchísimo poder reunir otra vez el círculo que mi padre había formado.

—¿Podría preguntarle en qué condiciones se realizaría mi regreso? —inquirió el muchacho.

—Tendría los mismos privilegios que cuando vivía mi padre.

Miguel Ángel meditó. Tenía quince años cuando fue a vivir por primera vez al palacio. Ahora ya tenía casi dieciocho. Difícilmente podría considerarse la suya una edad apropiada para recibir un dinero que le era dejado en el tocador todas las semanas. Sin embargo, era una oportunidad de abandonar la sombría casa de los Buonarroti, la pesada dominación de Ludovico y ganar, al mismo tiempo, dinero a cambio de alguna obra de arte que esculpiera para los Medici.

La agonía y el éxtasis
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