I
Se sentía atraído hacia el jardín de la Piaza San Marco como si las antiguas estatuas de piedra tuvieran imanes que lo empujasen allí. Algunas veces ni siquiera sabía que sus pies lo llevaban al lugar. No hablaba con nadie, ni se aventuraba por la senda que atravesaba el césped hasta el casino, donde Bertoldo y los aprendices trabajaban. Se quedaba inmóvil, mirando, con una tremenda ansia en los ojos.
Revolviéndose nervioso en la cama hasta altas horas de la noche, mientras sus hermanos dormían a su alrededor, pensaba: «Tiene que haber algún medio. La hermana de Lorenzo de Medici, Lannina, está casada con Bernardo Rucellai. Si fuese a ver a Bernardo y le dijese que soy hijo de Francesca y le pidiese que hablase en mi favor a Il Magnifico…»
Pero un Buonarroti no podía ir a ver a un Rucellai con el sombrero en la mano, como un mendigo.
Ghirlandaio se mostraba paciente.
—Tenemos que terminar el panel del Bautismo en unas semanas y bajar nuestro andamio al panel inferior de Zacarías escribiendo el nombre de su hijo. Escasea el tiempo. ¿Qué te parece si empiezas a dibujar en lugar de andar correteando por las calles?
—¿Puedo traerle un modelo del Neófito? Vi uno en el Mercado Viejo, mientras descargaba un carro.
—Bien, puedes traerlo.
El niño dibujó su tosco y joven contadino recién llegado de la campiña, con sus calzas como única vestimenta, arrodillado sobre una pierna para sacarse los zuecos, torpe la figura, apelotonados y sin gracia los músculos. Pero el rostro estaba transfundido de luz mientras contemplaba a Juan. Detrás de aquella figura dibujó dos ayudantes de Juan, ancianos de barbas blancas, hermosos de cara y poderosos de cuerpo.
Granacci se movía intranquilo cerca de él, mientras las figuras iban emergiendo en el papel. Por fin dijo:
—Ghirlandaio no es capaz de dibujar tales figuras.
El maestro estaba demasiado ocupado en diseñar los seis paneles restantes como para que le quedase tiempo de intervenir. Esta vez, cuando Miguel Ángel subió al andamio, ya no se sintió temeroso ante la pared cubierta por la húmeda mezcla. Experimentó con los tonos de la carne humana extrayendo pinturas de sus potes y gozó del culminante esfuerzo físico de dar vida a sus figuras, vistiéndolas con ropajes de cálidos amarillos y rosas. Sin embargo, en lo más recóndito de su cerebro, seguía gimiendo: «¡Dos años! ¡Dos interminables años! ¿Cómo haré para aguantarlos?».
Ghirlandaio lo hacía trabajar intensamente.
—Ahora —le dijo—, te mandaré al otro lado del coro, para la Adoración de los Reyes Magos. Prepara el bosquejo para las dos últimas figuras que aparecen de pie a la derecha.
El bosquejo general de la Adoración estaba ya tan poblado de figuras que Miguel Ángel experimentó muy poca satisfacción al agregar otras dos. Al regresar del almuerzo, Granacci anunció a los aprendices que trabajaban en la gran mesa:
—Hoy hace justo un año que Miguel Ángel ingresó en la bottega. He pedido que traigan una garrafa de vino al atardecer. Celebraremos el acontecimiento.
Le respondió un silencio general. El taller parecía dominado por una gran tensión. En la mesa central los aprendices trabajaban con las cabezas bajas. Ghirlandaio estaba sentado ante su mesa, tan rígido como uno de los mosaicos de su maestro. Tenía el ceño fruncido.
—Il Magnifico me ha llamado para pedirme que le envíe mis dos mejores aprendices a la nueva escuela de Medici —dijo por fin, como mordiendo las palabras.
Miguel Ángel permaneció inmóvil, como clavado a las tablas del piso.
—No me agrada lo más mínimo —añadió Ghirlandaio—, pero ¿quién se atreve a negarse a una petición de Il Magnifico? A ver, tú, Buonarroti, ¿te agradaría ir?
—He estado rondando ese jardín como un perro hambriento desde hace un tiempo —respondió Miguel Ángel tímidamente.
—¡Basta! —Aquella palabra fue pronunciada con una irritación que Miguel Ángel jamás había oído en su maestro—. Granacci, tú y Buonarroti quedáis liberados del aprendizaje. Esta noche firmaré los papeles necesarios en el Gremio. ¡Y ahora, volved al trabajo todos! ¿Creéis acaso que yo soy Ghirlandaio «Il Magnifico», con muchos millones para mantener una academia?
Un inmenso gozo inundaba a Miguel Ángel, como la lluvia tramontana. Granacci, por el contrario, parecía entristecido.
—Granacci, caro mío, ¿qué te pasa? —preguntó el niño.
—Me gusta la pintura. No puedo trabajar en la piedra. Es demasiado dura para mí.
—No, no, amigo mío. Llegarás a ser un gran escultor. Yo te ayudaré, vas a ver.
Granacci esbozó una melancólica sonrisa.
—¡Oh, iré contigo, Miguel Ángel! —dijo—. Pero ¿qué podré hacer con un martillo y un cincel? Me cubriré el cuerpo de golpes y tajos.
Miguel Ángel no podía concentrarse en su trabajo. Al cabo de un rato dejó la mesa y se acercó a la de Ghirlandaio. Quería darle las gracias al maestro, a quien sólo un año antes lo había admitido en su bottega. Pero se quedó junto al estrado, brillantes los ojos, mudos los labios. ¿Cómo se expresaba gratitud a un hombre que permitía que se le abandonase?
Ghirlandaio advirtió el conflicto interno del niño, y cuando habló lo hizo dulcemente, para que nadie más que Miguel Ángel lo oyese:
—Tenías razón, Buonarroti, la pintura de frescos no es tu vocación. Tienes talento para el dibujo. Con algunos años de práctica, quizá puedas transferir ese talento a la escultura. Pero no olvides nunca que Domenico Ghirlandaio fue tu primer maestro.
Frente a la casa de los Buonarroti, Miguel Ángel murmuró a Granacci:
—Será mejor que entres conmigo. Estando tú y yo en la misma bolsa, no es tan probable que mi padre la arroje al río desde el Ponte Vecchio.
Subieron por la escalera principal y entraron discretamente en la sala familiar, donde Buonarroti padre se hallaba sentado ante su escritorio del rincón. La habitación estaba fría.
—Padre, me voy del taller de Ghirlandaio —dijo Miguel Ángel con un hilo de voz.
—¡Ah, espléndido! —exclamó Ludovico—. ¡Ya sabía que algún día recuperarías el sentido común!
—Si, pero me voy para ingresar como alumno en la escuela de escultura de Medici.
Ludovico se vio aprisionado entre la alegría y la confusión.
—¿La escuela de Medici? ¿Qué escuela?
—Yo también voy, messer Buonarroti —intervino Granacci—, ingresamos como aprendices de Bertoldo, bajo la protección de Il Magnifico.
—¡Picapedreros! —exclamó Ludovico, angustiado, alzando los brazos sobre su cabeza.
—Escultores, padre. Bertoldo es el último maestro que queda.
—¡Uno nunca sabe cuándo va a terminar la mala suerte! —clamó el padre—. Si tu madre no hubiese sido arrojada por aquel maldito caballo, no habrías sido enviado a que te criaran los Topolino y nada sabrías de trabajar la piedra.
Granacci acudió en ayuda de su amigo:
—Messer Buonarroti —dijo—. Su hijo tiene una gran capacidad para la escultura.
—¿Y qué es un escultor? —gritó Ludovico—. ¡Todavía más bajo que un pintor! ¡Ni siquiera pertenece a uno de los Doce Gremios! Será un obrero, como un leñador o un recolector de aceitunas…
—Pero con una gran diferencia —persistió Granacci cortésmente—. Las olivas se prensan para extraerles su aceite, y la madera se quema para cocinar la sopa. Aceitunas y madera son consumidas. En cambio las artes tienen una calidad mágica: cuantas más mentes las digieren, más tiempo sobreviven.
—¡Poesía! —chilló Ludovico—. Yo hablo con sentido común, para salvar la vida de mi familia, y tú me recitas poesía…
Monna Alessandra, la abuela, había entrado en la habitación.
—Dile a tu padre lo que ofrece Lorenzo Il Magnifico. Es el hombre más rico de Italia, y todo el mundo sabe que es generoso. ¿Cuánto durará ese aprendizaje? ¿Qué salario te abonará?
—No sé. No lo he preguntado —dijo Miguel Ángel.
—¡No lo has preguntado! —exclamó Ludovico, sarcástico—. ¿Crees acaso que poseemos la fortuna de los Granacci y que podemos mantenerte para que sigas con tus locuras?
Francesco Granacci se sonrojó y dijo con marcada sequedad:
—Yo lo he preguntado. No media ninguna promesa. No habrá salario, sino enseñanza gratuita.
Ludovico se desplomó en su sillón de cuero, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Miguel Ángel se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—Deme una oportunidad, padre —dijo—. Lorenzo de Medici quiere crear una nueva generación de escultores para gloria de Florencia. ¡Yo deseo ser uno de ellos!
—¿Y te ha llamado específicamente Lorenzo? —preguntó Ludovico—. ¿Ha solicitado que ingreses en su escuela porque cree que tienes talento?
—Lorenzo pidió a Ghirlandaio que le enviase a sus dos mejores aprendices. Granacci y yo fuimos los elegidos.
Su madrastra acababa de entrar en la habitación. Estaba pálida. Se dirigió a Miguel Ángel y dijo:
—No tengo nada contra ti, Miguel Ángel. Eres un buen niño… —Se volvió hacia Ludovico y agregó—: Pero debo hablar en nombre de mi gente. Mi padre creyó que sería un honor para nosotros estar relacionados con los Buonarroti. ¿Qué me queda si permites que este niño destruya nuestra posición?
Ludovico se aferró a los brazos de su sillón. Estaba agotado.
—¡Jamás daré mi consentimiento! —dijo. Se puso en pie y paseó agitadamente por la estancia. Luego cogió a su madre y a su esposa del brazo y salieron los tres.
En el silencio que se produjo, Granacci miró a Miguel Ángel y dijo:
—No hace más que tratar de cumplir con su deber para contigo ¿Cómo puede concebir que el juicio de un muchacho de catorce años sea mejor que el suyo? ¡Es pedir demasiado!
—Pero… ¿te parece que debo perder esta oportunidad que se me presenta?
—No. Pero recuerda que tu padre obra de la mejor manera que sabe ante un intelecto que le impone una situación que él no puede resolver porque, perdóname, le falta intelecto para ello.