V

Clarissa estaba de pie, en la puerta abierta a la terraza que daba a la Piazza di San Martino, recortada su silueta contra el fulgor anaranjado de las lámparas de aceite que ardían detrás de ella, enmarcado su rostro en la capucha de piel de su túnica de lana. Se quedaron mirándose uno al otro en silencio. Miguel Ángel recordó la primera vez que la había visto, cuando ella tenía diecinueve años y era delgada, de dorada cabellera, ondulante en sus movimientos, que revelaban una delicada sensualidad. Ahora tenía treinta y un años y se hallaba en la cima de su madurez física, algo más llena de carnes y tal vez un poco menos centelleante, pero hermosísima. De nuevo su cuerpo despertó en él aquel inmenso deseo.

—Recuerdo —dijo ella— que la última cosa que le dije fue que «Bolonia está en el camino a todas partes». Entre.

Lo llevó a una pequeña salita, en donde ardían dos braseros y luego se volvió hacia él. Miguel Ángel deslizó sus brazos dentro de la túnica. Su cuerpo estaba tibio. La atrajo hacia sí y besó su boca. Ella murmuró:

—Los artistas nada saben del amor.

La túnica se desprendió y cayó de sus hombros. Clarissa levantó los brazos, soltó algunas horquillas, y las largas trenzas de oro cayeron hasta su cintura. No había voluptuosidad en sus movimientos, sino más bien la cualidad que él recordaba tan bien: dulzura, como si el amor fuera su medio natural.

Más tarde, acostados, uno en brazos del otro, ella le preguntó:

—¿Ha encontrado el amor?

—Después de usted, no.

—En Roma hay muchas mujeres disponibles.

—Siete mil. Mi amigo Balducci las contaba todos los domingos.

—¿Y usted no las deseaba?

—Eso no es el amor para mí.

—Nunca llegó a enseñarme sus sonetos.

—Uno de ellos se refería a sus hermosísimos pechos.

—¿Y cómo sabía que yo tenía hermosísimos pechos? Sólo me había visto vestida cuando escribió esos sonetos.

—¿Olvida cuál es mi profesión?

—¿Y no recuerda algún otro soneto?

—No.

—He oído decir que es usted un maravilloso escultor. He oído a gente de paso hablar de su David y su Piedad. Pero también es poeta.

—Mi maestro, messer Benivieni, se alegraría si la oyese.

Dejaron de hablar y se amaron nuevamente. Clarissa murmuró a su oído, mientras apretaba el rostro de él contra su pecho y pasaba una mano por los bien desarrollados hombros, los duros y musculosos brazos, como los que él había dibujado tantas veces entre los canteros de Maiano:

—¡Amar por amar! ¡Qué maravilloso! Yo sentí cierto afecto hacia Marco. Bentivoglio sólo deseaba ser entretenido… Mañana iré a la iglesia para confesar mi pecado, pero no creo que este amor sea pecado.

Llegó al campamento militar de Julio II, a orillas del Reno. Nevaba copiosamente. El Papa estaba revisando sus tropas, envuelto en un abrigo forrado de piel, cubierta la cabeza por una capucha de lana que le cubría la frente, las orejas y la boca. Por lo visto no le agradaba el estado en que se hallaban sus soldados, pues increpaba duramente a los oficiales, a quienes calificaba de «ladrones y villanos».

Aldrovandi le había contado anécdotas del Papa: cómo sus admiradores lo aclamaban porque pasaba largas horas con sus tropas desafiando los elementos e igualándolos en la resistencia a todas las penurias, a la vez que los superaba en los juramentos e imprecaciones.

Julio II lo precedió hasta su tienda, y una vez allí dijo:

—Buonarroti, he estado pensando que me agradaría que esculpierais una estatua para mí, una enorme estatua de bronce, retrato mío, con los ropajes ceremoniales y con la triple corona…

—¡Bronce! —exclamó Miguel Ángel—. ¡No es mi profesión, Santo Padre!

Aquel silencio total que había escuchado en el banquete del palacio se reprodujo ahora entre los militares y prelados que llenaban la tienda de campaña. El rostro del Pontífice enrojeció de ira.

—Se nos ha informado de que habéis creado un bronce del David para el mariscal francés de Gié. ¿Es vuestra profesión para él y no para vuestro Pontífice?

—Pero hice esa pieza porque se me urgió a que la hiciese como un gran servicio a Florencia —protestó Miguel Ángel.

—¡Ecco! Entonces haréis ésta como un gran servicio a vuestro Papa.

—Santo Padre… ¡no sé nada de fundir y pulir el bronce!

—¡Basta! —El rostro del Papa estaba lívido, al gritar violentamente—: ¿No es bastante que me hayáis desafiado durante siete meses, negándoos a regresar a mi servicio para que ahora continuéis oponiendo vuestra voluntad a la mía? ¡Sois incorregible!

—Como escultor, no, Santo Padre. Permitidme que vuelva a mis bloques de mármol y me veréis el trabajador más obediente de cuantos están a vuestro servicio.

—¡Os ordeno, Buonarroti, que ceséis inmediatamente esos ultimátum! Crearéis una estatua de bronce para mí, que colocaremos en la iglesia de San Petronio para que toda Bolonia ore ante ella cuando yo regrese a Roma. Ahora idos, y estudiad el espacio sobre el portal principal de esa iglesia.

A media tarde, estaba ya de regreso en el campamento.

—¿De qué tamaño podéis hacer esa estatua? —preguntó Julio II.

—Para una figura sentada, de tres metros noventa a cuatro metros.

—¿Cuánto costará?

—Creo que podré fundirla por mil ducados, pero ésta no es mi profesión, y, en verdad, no deseo asumir la responsabilidad.

—La fundiréis una y otra vez, hasta que salga bien, y yo os daré el dinero suficiente para haceros feliz.

—¡Santo Padre, solamente podréis hacerme feliz si me prometéis que si la estatua os satisface me permitiréis que vuelva a esculpir mármol!

—El Pontífice no hace promesas —exclamó Julio II—. Traedme vuestros dibujos dentro de una semana a esta misma hora.

Humillado, se retiró, encaminándose a la residencia de Clarissa. Ésta lo miró un instante, vio su rostro pálido, vencido, y lo besó, cariñosa. Con aquel beso Miguel Ángel sintió que la sangre volvía a circular normalmente por sus venas.

—¿Ha comido hoy? —preguntó ella.

—Sólo mi orgullo.

—Tengo agua caliente en el fuego. ¿Le gustaría bañarse para relajar los nervios? Puede hacerlo en la cocina, mientras busco algo para que coma. Le frotaré la espalda. Está deprimido. ¿Qué mala noticia ha recibido del Papa?

Le contó que el Pontífice exigía una estatua de bronce casi tan grande como la ecuestre que Leonardo había hecho en Milán, y que era imposible fundir.

—¿Cuánto tiempo tardará en hacer los dibujos?

—¿Para que le agraden al Papa? Una hora.

—Entonces tiene toda la semana libre.

Echó el agua caliente en una larga tina ovalada y le dio un jabón perfumado. Él dejó caer sus ropas sobre el suelo de la cocina y se metió en la tina, donde estiró las piernas con un suspiro de alivio.

—¿Por qué no pasa esta semana aquí, conmigo? —preguntó Clarissa—. Los dos solos. Nadie sabrá que está aquí y nadie podrá molestarle.

—¡Una semana entera para pensar solamente en el amor! ¿Es posible eso?

Tendió los brazos enjabonados hacia ella, que se inclinó. Luego dijo, extasiado:

—¡Tiene el cuerpo más maravilloso del mundo!

Ella emitió una pequeña risa musical, que disipó el último rastro de la humillación de aquel día.

—Bueno. Séquese con esta toalla delante de la chimenea.

Se frotó el cuerpo vigorosamente, y luego Clarissa lo envolvió en otra toalla gruesa y de gran tamaño, llevándolo hasta la mesa donde ya humeaba un plato de ternera, con guisantes.

Se sentó frente a él, descansando el rostro en sus dos manos, muy abiertos los ojos, mientras lo contemplaba arrobada. Miguel Ángel comió con enorme apetito. Luego, satisfecho, retiró la silla de la mesa y se volvió hacia la chimenea para que las llamas calentasen su rostro y sus manos. Clarissa se sentó a sus pies. El contacto de su carne, a través de la fina tela, lo quemó más que el calor de los leños.

—Ninguna otra mujer me ha hecho desearla como usted. ¿Cómo puede explicarse eso? —dijo.

—El amor no se explica —dijo ella. Se volvió y, arrodillada, lo envolvió con sus brazos—. Se goza —agregó.

—¡Qué maravilla! —murmuró él. De pronto rompió a reír—. Estoy seguro de que el Papa no ha querido hacerme un favor, pero me lo ha hecho… por esta vez.

En la última tarde de la semana, lleno de deliciosa laxitud, incapaz de mover parte alguna de su cuerpo sin un decidido esfuerzo, olvidado de todas las preocupaciones del mundo, tomó papel de dibujo, un pedazo de carboncillo y se rió al comprobar que apenas podía moverlo sobre el papel.

Esforzó su mente para ver a Julio II sentado en el gran trono, con sus blancas vestimentas. Sus dedos comenzaron a moverse rápidamente. Por espacio de varias horas dibujó al Papa en una docena de posturas distintas, hasta captar una que le agradó. La figura aparecía con la pierna izquierda extendida y la mano derecha doblada hacia atrás, descansando en una base que se alzaba desde el suelo. Uno de los brazos se tendía hacia adelante, quizás en posición de bendecir. Los ropajes cubrirían los pies, por lo cual tendría que fundir casi cuatro metros de sólidas telas de bronce.

A la hora fijada se presentó ante el Pontífice, con sus dibujos. Julio II los contempló y dio muestras de entusiasmo.

—Como veis, Buonarroti, yo tenía razón. Podéis hacer estatuas de bronce.

—Con vuestro perdón, Santo Padre, esto no es bronce, sino dibujo. Pero haré la estatua lo mejor que me sea posible, para poder volver a mis mármoles. Y ahora, si tenéis la bondad de ordenar a vuestro tesorero que me dé algún dinero, compraré lo necesario para ponerme a trabajar.

El Papa se volvió a messer Carlino, el tesorero papal, y dijo:

—Entregaréis a Buonarroti todo lo que necesite.

Carlino le dio cien ducados que extrajo de un cofre. Miguel Ángel envió un mensaje en busca de Argiento, que se hallaba a pocos kilómetros de distancia, en las cercanías de Ferrara, y escribió a Mandifi, el nuevo heraldo de la Signoria de Florencia, pidiéndole que le enviara dos fundidores de bronce, Lapo y Lotti, empleados por el Duomo, para que lo ayudasen a fundir la estatua del Papa en Bolonia.

Alquiló una cochera que encontró desocupada en la Vía de Toschi. Tenía techo alto, paredes de piedra y el suelo de ladrillo anaranjado. Al fondo había un jardín al que se salía por una puerta, y una chimenea para cocinar. Las paredes no tenían ni rastro de pintura, pero estaban secas. Luego fue a una casa de muebles de segunda mano donde encontró una enorme cama Prato de matrimonio, de casi tres metros de ancho, y por fin compró una mesa para la cocina y algunas sillas de asiento de paja.

Argiento llegó a Ferrara y le explicó que no había podido dejar la granja de su hermano cuando Miguel Ángel lo llamó desde Roma. Inmediatamente estableció la cocina en la chimenea.

—Quiero aprender a fundir el bronce —dijo, mientras fregaba el suelo vigorosamente.

Lapo y Lotti llegaron dos días después, atraídos por la oferta de un salario mayor que el que ganaban en Florencia. Lapo tenía una cara tan honesta que Miguel Ángel le encargó la compra de todas las provisiones: cera, arcilla, yeso, telas y ladrillos para el horno de fundición. Lotti era un hombre de mediana edad, delgado, consciente artesano, que trabajaba como maestro fundidor de la artillería florentina.

La cama Prato resultó un verdadero regalo del cielo. Después de que Lapo compró las provisiones y Argiento recorrió las tiendas en busca de alimentos y utensilios de cocina, los cien ducados habían desaparecido. Los cuatro hombres dormían juntos en la misma cama, que por su enorme ancho los cobijaba cómodamente. Sólo Argiento se quejaba de que los precios de todo estaban por las nubes.

—Paciencia —dijo Miguel Ángel—. Le pediré más dinero a messer Carlino.

El tesorero escuchó el pedido y miró a Miguel Ángel seriamente.

—Como todos los plebeyos, Buonarroti, tiene usted un concepto equivocado del papel del tesorero papal. Mi misión no es dar dinero, sino arbitrar los medios para negarlo.

—Yo no he pedido hacer esa estatua. El Papa le ha ordenado que me proporcione cuanto necesite.

—¿Qué ha hecho con los cien ducados?

—¡Eso no es cosa suya! A no ser que me entregue otros cien, iré al Papa y le diré que usted me obliga a abandonar la estatua.

—Tráigame la lista de los gastos de los primeros cien y otra de lo que piensa comprar con éstos. Y no me mire así. Mi trabajo consiste en hacerme odiar por la gente. Así no vuelven.

—Yo volveré, pierda cuidado.

Lapo lo tranquilizó:

—Recuerdo todas las compras que hice y las detallaré hasta el último escudo.

Miguel Ángel se fue a la iglesia de San Domenico. Entró en el templo y se dirigió al sarcófago de mármol de Dell'Arca, sonriendo para sí al contemplar su propio fornido contadino con las alas de águila. Pasó las manos amorosamente por la estatua del anciano San Petronio, con la reproducción de Bolonia en sus manos. Luego se inclinó para ver de cerca el San Próculo y, de pronto, se quedó rígido. La estatua había sido rota en dos partes y torpemente reparada.

Sintió que alguien se acercaba a su espalda y al darse vuelta vio a Vincenzo.

—¡Bienvenido de regreso a Bolonia! —dijo irónicamente el ladrillero.

—¡Canalla! ¡Ha cumplido su promesa de romper uno de mis mármoles!

—El día que cayó yo estaba en el campo haciendo ladrillos. Puedo probarlo.

—¡Ha mandado a alguien que la rompiese!

—Y podría volver a ocurrir. ¡Hay gente maligna que dice que la estatua del Papa será derretida el mismo día que los soldados papales se retiren de Emilia!

La agonía y el éxtasis
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