I
El Papa Julio II sobrevivió sólo unos meses a la terminación del techo de la Capilla Sixtina. Giovanni de Medici era el nuevo Papa, primer florentino que alcanzaba tan encumbrada distinción eclesiástica.
Miguel Ángel estaba en la Piazza San Pietro entre los nobles florentinos, que estaban decididos a que aquélla fuera la más suntuosa ceremonia y fiesta que se hubiera visto en Roma.
Delante de él se veían doscientos lanceros montados, los capitanes de las trece Legiones de Roma, con sus banderas desplegadas, los cinco portaestandartes de la Iglesia, que llevaban los pendones y estandartes papales. Doce caballos completamente blancos de las cuadras del Papa iban flanqueados por un centenar de jóvenes nobles tocados con seda roja y armiño. Detrás de ellos seguían unos cien barones romanos, acompañados por sus escoltas armadas, los guardias suizos con sus uniformes blancos, amarillos y verdes. El nuevo Papa, León X, montado en un precioso caballo árabe, avanzaba protegido contra el cálido sol de abril por un dosel de seda bordada. A su lado iba su primo Giulio.
Al mirar al flamante Pontífice, que sudaba copiosamente por el peso tanto de sus propias carnes como de su triple tiara y de su pesadísimo manto cuajado de Joyas, Miguel Ángel pensó cuán inescrutables eran los designios de Dios. Cuando falleció Julio II, el cardenal Giovanni de Medici estaba en Florencia, tan enfermo de úlcera que tuvo que ser llevado a Roma en una litera para votar al nuevo Papa. El Colegio de Cardenales, encerrado herméticamente en la Capilla Sixtina, pasó casi una semana luchando entre las fuerzas del cardenal Riario y los partidarios de los cardenales Fiesco y Serra. El único miembro de aquel cuerpo que no tenía un solo enemigo era Giovanni de Medici. Al séptimo día, el Colegio se decidió, por unanimidad, en favor del suave, modesto y amigable Giovanni, con lo cual se daba cumplimiento al plan visionario de II Magnifico cuando hizo que Giovanni fuese consagrado cardenal en la Abadía Fiesolana a la edad de dieciséis años.
Sonaron las trompetas, señalando el comienzo del esplendoroso desfile a través de la ciudad de San Pedro, donde León X fue coronado en un pabellón frente a la destruida Basílica, y luego siguió hasta San Juan de Letrán, el más antiguo de los hogares papales. El puente de Sant'Ángelo estaba cubierto de tapices de brillantes colores. Al comienzo de la Vía Papale, la colonia florentina había hecho levantar un gigantesco arco de triunfo que llevaba los escudos y emblemas de los Medici. Enormes multitudes se alineaban a lo largo de todas las calles y daban muestra de gran entusiasmo.
Con su primo Paolo Rucellai a un lado y Strozzi, que había adquirido su primer Hércules, al otro, Miguel Ángel cabalgaba y observaba a León X, que sonreía plenamente feliz y levantaba su diestra enguantada para bendecir a la muchedumbre. Sus chambelanes, que caminaban a su lado, arrojaban puñados de oro a la gente. Todas las casas estaban engalanadas con brocados y terciopelos. En la Vía Papale se habían colocado numerosos mármoles romanos antiguos: bustos de emperadores, estatuas de apóstoles, santos, una Virgen, unos al lado de otros y mezclados con esculturas paganas griegas.
A media tarde, el Papa León X desmontó de su corcel ayudado de una pequeña escala, se detuvo un instante junto a la antigua estatua ecuestre en bronce de Marco Aurelio, frente a Letrán, y luego, rodeado por el Colegio de Cardenales en pleno, su primo Giulio y nobles florentinos y romanos, penetró en Letrán y se sentó en la Sella Stercoraria, antiguo sitial utilizado por los primeros papas.
Al ponerse el sol, Miguel Ángel montó de nuevo en su caballo para seguir al Papa y a su séquito de vuelta al Vaticano. Cuando el cortejo llegó al Campo dei Fiori, ya era de noche. Las calles se iluminaron con antorchas y velas. Miguel Ángel desmontó frente a la casa de Leo Baglioni y entregó las riendas a un paje. Baglioni no había sido invitado a cabalgar en el cortejo. Se hallaba solo en la casa, sin afeitar, triste. Esa vez, estaba seguro de que el cardenal Riario iba a ser elegido Papa.
—¿Así que ha llegado al Vaticano antes que yo? —gruñó al ver a Miguel Ángel.
—Sería más feliz si no tuviera que ver más que el interior del palacio papal. Se lo cedo con gusto —respondió Miguel Ángel.
—Este es un juego en el que el ganador no puede ceder nada. Yo he quedado fuera y usted está dentro. Ahora recibirá grandes encargos y podrá realizar maravillosas obras.
—Me quedan años de intenso trabajo esculpiendo las figuras para la tumba de Julio II.
Era tarde cuando regresó a su nueva casa. Poco antes de su muerte, Julio II le había pagado dos mil ducados para saldar la cuenta de la Capilla Sixtina y comenzar a esculpir los mármoles de la tumba. Desterrados de Florencia el gonfaloniere Soderini y los miembros de la Signoria, se había esfumado el encargo de esculpir el Hércules para el frente del palacio de la Signoria.
Cuando aquella propiedad, compuesta por un edificio principal construido con ladrillo refractario amarillo, con una galería techada y un grupo de cobertizos de madera al fondo, salió a la venta a precio razonable, Miguel Ángel la adquirió y llevó a ella sus mármoles.
La plaza estaba silenciosa: no había en ella ni tiendas ni puestos. Sólo quedaban algunas pequeñas casas de madera a la sombra de la iglesia de Santa María di Loreto, que carecía de cúpula. Durante el día, pasaba gente en dirección al palacio Colonna o a la Piazza del Quirinale, por un lado, o al palacio Anibaldi y San Pietro de Vincoli por el opuesto.
Durante la noche todo aquello estaba tan en silencio como si se viviera en plena campiña.
Las dependencias de su vivienda consistían en un dormitorio bastante espacioso con ventana a la calle; tras él, el salón-comedor y, detrás de éste, con puerta a un pabellón y al jardín, una pequeña cocina construida con el mismo ladrillo. En la segunda mitad de la casa había eliminado la pared que separaba sus dos habitaciones para tener un taller tan grande como el que había construido en Florencia. Compró una nueva cama de hierro para él, mantas de lana, un nuevo colchón relleno de lana y envió dinero a Buonarroto para que le comprase en Florencia sábanas, manteles, toallas, servilletas, camisas, pañuelos, blusones, todo lo cual guardó en un armario colocado al lado de la cama. Adquirió un caballo para viajar por las empedradas calles de la ciudad, y comía en una mesa bien puesta. Silvio Falconi estaba resultando un buen aprendiz y servidor.
En las casas de madera y en la torre de piedra del fondo del jardín estaban los ayudantes que trabajaban con él en la tumba: Michele y Basso, dos jóvenes canteros de Settignano; un prometedor aprendiz de dibujante que había solicitado permiso para llamarse Andrea de Michelangelo; Federico Frizzi y Giovanni da Reggio, que hacían modelos para el friso de bronce; Antonio de Pontassieve, que había convenido llevar a sus hombres a Roma para dar forma y ornamentar los bloques y columnas de construcción.
Se sentía tranquilo respecto a su futuro. ¿Acaso el Papa León X no había anunciado a sus cortesanos: «Buonarroti y yo nos educamos juntos bajo el techo de mi padre»?
Con pasión se lanzó a trabajar en los tres bloques, pero con calma y seguridad interiores. Las tres columnas de mármol blanco que rodeaban en su taller como nevados picos de montaña. Deseaba intensamente respirar el mismo aire que ellos. Esculpía catorce horas diarias, pero sólo necesitaba separarse unos pasos de aquellos mármoles, dar la espalda a sus sólidas imágenes, ir a la puerta y contemplar tranquilamente el mundo, para sentirse completamente fresco otra vez.
Mientras esculpía el Moisés se sentía hombre de enjundia, porque su propia fuerza tridimensional se fusionaba con la piedra tridimensional. Y luego, al pasar del Moisés al Cautivo Moribundo, y al Cautivo Rebelde, podría demostrar la verdad con irrefutable y cristalina realidad.
Moisés, con las tablas de piedra bajo un brazo, tendría una altura de dos metros cuarenta y seria macizo, a pesar de aparecer sentado. No obstante, lo que Miguel Ángel perseguía no era una conciencia de volumen, sino de un peso y estructura interiores. La mano armada del cincel volaba infalible al punto de penetración en el bloque: bajo el codo izquierdo, con el nudoso antebrazo agudamente proyectado.
A medianoche dejó la tarea, aunque a regañadientes. No se oía ruido alguno, a excepción del distante ladrar de algunos perros que buscaban restos de comida tras las cocinas del palacio Colonna. La luz de la luna entraba por la ventana posterior, que daba al jardín, envolviendo el bloque con su trascendente fulgor. Acercó una banqueta y se sentó ante el mármol, meditando sobre Moisés como ser humano, profeta, conductor de su pueblo, que había estado en presencia de Dios para recibir las Tablas de la Ley.
El escultor que no tenía una mente filosófica creaba formas vacías. ¿De qué valía que él supiera con entera precisión el lugar exacto por el que tenía que penetrar en el mármol, si no sabía qué Moisés tenía la intención de proyectar? El significado de su Moisés, tanto como la técnica escultórica, habrían de determinar el valor de la escultura. ¿Quería presentar al apasionado e irritado Moisés que regresaba del Monte Sinaí al ver que su pueblo adoraba al becerro de oro? ¿O al triste y amargado Moisés, temeroso de haber llegado demasiado tarde con la ley?
Comprendió que debía negarse a aprisionar a Moisés en el tiempo. Él buscaba al Moisés universal, que conocía el modo de obrar de Dios y de los hombres: aquel Moisés que había sido llamado a la cima del Monte Sinaí, donde ocultó su rostro porque no se atrevía a contemplar abiertamente a Dios, y recibió de Él las Tablas cinceladas de los Diez Mandamientos. Lo que había impulsado a Moisés fue la resolución de que su pueblo no podía destruirse a sí mismo, que debía recibir y obedecer los mandamientos que Dios esculpiera en las Tablas, y sobrevivir.
La puerta se abrió sin ninguna ceremonia y Miguel Ángel vio a Balducci, que lo estaba asesorando respecto a la revisión del contrato de la tumba. El Papa empleaba sus buenos oficios para persuadir al duque de Urbino y los demás herederos de Royere de que hiciesen más equitativo y llevadero el contrato para Miguel Ángel, o sea, que le dieran más tiempo y dinero.
—¿Han accedido a las nuevas condiciones? —preguntó el recién llegado.
—Han subido el precio a dieciséis mil quinientos ducados, y siete años para terminar la obra, o más, si los necesito.
—Déjame ver los planos para la nueva tumba.
Miguel Ángel buscó un montón de papeles en una carpeta. Balducci le preguntó:
—¿Cuántas estatuas son, en total?
—Cuarenta y una.
—¿Sus tamaños?
—Desde el natural a dos veces más.
—¿Cuántas piensas esculpir personalmente?
—Tal vez unas veinticinco. Menos los ángeles…
—¡Estás loco! —exclamó Balducci, que había palidecido—. ¡Todo lo que has reducido es el marco estructural, que de todos modos no ibas a esculpir tú! Hiciste muy mal en no escuchar a Jacopo Galli hace ocho años, pero entonces eras más joven. ¿Cómo puedes disculpar ahora el hecho de que has concertado un nuevo contrato comprometiéndote, por segunda vez, a ejecutar lo imposible?
—Los albaceas de Julio II no aceptan menos. Y ahora me dan la suma y el tiempo que Galli quería conseguirme… o casi.
—Miguel Ángel —dijo Balducci cariñosamente—. No puedo ocupar el lugar de Galli como hombre de cultura, pero él siempre respetó mi talento lo suficiente como para darme la administración de su banco. Lo que has hecho es un negocio estúpido. Esas veinticinco grandes figuras consumirán por los menos veinticinco años de tu vida. Aunque llegaras a vivir tanto tiempo, ¿quieres estar atado a este mausoleo el resto de tus días? ¡Vas a ser más esclavo que esos Cautivos que estás esculpiendo!
—Ahora tengo una buena bottega. Una vez que se haya firmado el nuevo contrato, traeré más canteros de Settignano. Tengo ya esculpidas en la mente tantas de esas figuras, que no darles vida sería una lástima, una verdadera crueldad.