XV
En junio, llegó hasta él un paje con un mensaje de Giovanni Popolano en el que pedía a Miguel Ángel que fuese al palacio para ser presentado a un noble romano que se interesaba mucho por la escultura. Leo Baglioni, como se llamaba el huésped de los Popolano, era un hombre de unos treinta años, rubio, muy educado. Acompañó a Miguel Ángel a su taller.
—Mis anfitriones me dicen que es usted un excelente escultor. ¿Podría ver alguno de sus trabajos? —dijo.
—Aquí no tengo ninguno. Sólo el San Juan, que está en el jardín.
—¿Y dibujos? Me interesan muy particularmente los dibujos.
—¡Entonces, debo decirle que es usted un caso raro entre los expertos, señor! Me agradaría mucho que viera mi colección.
Leo Baglioni observó atentamente los centenares de dibujos.
—¿Sería tan amable de dibujarme algo? Por ejemplo, una mano de niño.
Miguel Ángel dibujó rápidamente unos niños en distintas posiciones. Al cabo de un rato, Baglioni dijo:
—Sí, sí, no hay duda posible. Es usted.
—¿Qué soy yo?
—Sí, quien esculpió el Cupido.
—¡Ah!
—Perdóneme, pero he sido enviado a Florencia por mi señor, el cardenal Riario di San Giorgio, para ver si me era posible encontrar al autor de ese Cupido.
—Si, fui yo. Baldassare del Milanese me envió treinta florines por la pieza.
—¿Treinta? —exclamó Baglioni—. ¡Pero si el cardenal pagó doscientos!
—¡Doscientos! —gritó Miguel Ángel—. ¡Ese hombre es un… ladrón!
—Eso es precisamente lo que dijo el cardenal —declaró Baglioni, con un picaresco brillo en los ojos—. Sospecho que se trata de un fraude. ¿Por qué no viene a Roma conmigo? Así podrá arreglar esa diferencia con Baldassare. Creo que el cardenal le daría hospitalidad encantado. Me dijo que el hombre capaz de esculpir una falsificación tan excelente tiene que ser capaz de esculpir obras auténticas todavía mejores.
No hubo la menor vacilación en Miguel Ángel para adoptar una decisión:
—Voy a mi casa a buscar algunas ropas, y estaré listo para emprender viaje cuando usted diga.