IX

Aquella noche se revolvió constantemente en su lecho, insomne. Estaba a punto de terminar su primer año en el jardín de escultura. ¿Y si su padre iba a ver a Lorenzo, como había amenazado hacer, para exigir que dejase en libertad a su hijo? ¿Estaría dispuesto Ludovico a contrariar a una poderosa familia florentina sólo por un aprendiz a quien Lorenzo ni siquiera había advertido?

Sin embargo, no era posible que él se fuese sin haber puesto las manos ni siquiera una vez sobre un trozo de mármol.

Saltó de la cama con la intención de llegar a Settignano al amanecer para pasar el día cortando pietra serena. Pero cuando corría silenciosamente escaleras abajo para salir a la Vía dei Bentaccordi, se detuvo de golpe. A su mente acudió la visión de sí mismo en pleno trabajo con los scalpellini, detrás del jardín, donde se amontonaban las piedras. Y vio un bloque en particular, de tamaño modesto. Era un mármol blanco que estaba en el césped, a escasa distancia de los bloques destinados a la construcción de la biblioteca. Se le ocurrió de pronto que aquel bloque era del tamaño exacto para la pieza de escultura que él tenía proyectada: un fauno como el que se hallaba en el studiolo de Lorenzo, pero de ejecución eminentemente suya.

En lugar de caminar hacia la izquierda y seguir la calle hacia el campo abierto, se volvió a la derecha, recorrió la Vía dei Benci hasta la alta portada de madera en el muro de la ciudad, se identificó ante el guardián, cruzó el Ponte alle Crazie y subió a las ruinas del fuerte de Belvedere, donde se sentó sobre un parapeto. Tenía el Arno a sus pies.

Florencia era un cuadro de tan increíble belleza, que Miguel Ángel contuvo la respiración. No era extraño que los jóvenes de la ciudad cantasen sus románticas baladas a Florencia, baladas con las cuales no podían competir las damiselas. Todos los florentinos verdaderos decían: «No viviré jamás lejos del Duomo».

Sentado allí, sobre su amada ciudad, Miguel Ángel supo de pronto lo que tenía que hacer.

La luna empezaba a ocultarse tras las colinas. En el Este comenzó a insinuarse sutilmente la luz del día. Luego se intensificó como si el sol hubiera estado merodeando celosamente tras el horizonte, esperando sólo una señal para precipitarse hacia el escenario del valle del Arno. Los gallos empezaron a cantar en las granjas que bordeaban la ciénaga. Los guardianes de la portada gritaron para que fueran abiertas las grandes puertas.

Miguel Ángel bajó de la colina, caminó a lo largo del río hasta el Ponte Vecchio y continuó por la Piazza de San Marco y el jardín, dirigiéndose al bloque de mármol que estaba en el césped, más allá del lugar donde iba a levantarse la biblioteca. Tomó la piedra en sus brazos y, encorvado bajo su peso, avanzó por la senda hasta el fondo del jardín. Allí enderezó un tronco de árbol que había sido aserrado y colocó el bloque, bien firme, encima.

Sabía que no tenía derecho a tocar aquel mármol y que, al menos por implicación, se acababa de revelar contra la autoridad del jardín, violando la férrea disciplina que imponía Bertoldo. Bueno, de todos modos estaba casi a punto de irse, si su padre cumplía la amenaza. Y si Bertoldo le despedía, siempre sería mejor que lo hiciese frente a un bloque de mármol que él convertiría en estatua.

Sus manos acariciaron la piedra, buscando sus más íntimos contornos. Durante todo el año no había tocado un bloque de blanco mármol estatuario.

Para él, aquel lechoso mármol blanco era una sustancia viva que respiraba, sentía, juzgaba. No podía permitir que aquella piedra se sintiera defraudada ante él. No era temor, sino reverencia. ¡Era amor!

No tenía miedo. Su mayor necesidad era que su amor fuese reciproco. El mármol era el héroe de su vida, y su destino. Y le pareció que hasta ese momento, con las manos sobre el mármol, jamás había vivido. Porque eso era lo que él había deseado toda su vida: ser un escultor de mármol blanco.

Cogió las herramientas de Torrigiani y se puso a trabajar. Sin dibujo, modelo de arcilla o cera, sin marcas de carboncillo siquiera en la tosca superficie del mármol. La única guía, además del impulso y del instinto, era la clara imagen del Fauno del palacio: picaresco, saturado de placer y enteramente encantador.

La agonía y el éxtasis
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