IV

Ahora tenía que aprender a olvidar mucho de lo que se le había enseñado en el taller de Ghirlandaio, debido a la diferencia que existía entre el dibujo para la pintura al fresco y la escultura.

—Esto es un dibujo por el dibujo mismo —le advirtió Bertoldo, precisamente con las mismas palabras que había empleado Ghirlandaio para aconsejarle lo contrario—. Dibujo para lograr maestría en la vista y en la mano.

El maestro machacaba sobre las diferencias, tratando de inculcárselas. El escultor persigue las figuras tridimensionales, no sólo la altura y el ancho, sino la profundidad. El pintor dibujaba para ocupar espacio, y el escultor para desplazarlo. El pintor dibujaba la vida dentro de un marco, mientras el escultor la dibuja para sorprender el movimiento, para descubrir las tensiones y torsiones latentes dentro de la figura humana.

—El pintor —decía— dibuja para revelar lo particular, pero el escultor lo hace para desenterrar lo universal. ¿Comprendes? Pero lo más importante es que el pintor dibuja para exteriorizar, para arrancar una forma de sí misma y fijarla en el papel; el escultor dibuja para interiorizar, para arrancar una forma del mundo y solidificaría dentro de sí mismo.

Miguel Ángel había intuido ya algo, pero buena parte de aquello lo reconocía como la dura sabiduría de la experiencia.

—Soy una persona aburrida —se disculpaba Bertoldo—. Todo cuanto han creído durante dos siglos los escultores de Toscana ha sido inculcado en mi cerebro. Tienes que perdonar si se me escapa obiter dicta. Escúchame, Miguel Ángel. Tú dibujas bien, pero también es importante saber por qué uno tiene que dibujar bien. El dibujo es una vela que puede ser encendida para que el escultor no tenga que andar a tientas en la oscuridad, un plan para comprender la estructura que uno está contemplando. Tratar de comprender a otro ser humano, luchar en busca de sus profundidades, es la más peligrosa de las empresas humanas. Y todo eso es acometido por el artista sin otra arma que su pluma o su carboncillo de dibujo. Ese romántico de Torrigiani habla de irse a guerrear. ¡Juego de niños! No hay emoción de peligro mortal que supere a la de un hombre solo que intenta crear algo que antes no existía. El dibujo es la forma suprema de borrar tu ignorancia sobre un tema y establecer la sabiduría en su lugar, como hizo Dante cuando escribió los versos del Purgatorio. Si, sí, el dibujo es como la lectura, igual que leer a Homero para enterarse de lo que les pasó a Príamo y Helena de Troya. O leer a Suetonio, para enterarse de las cosas de los césares.

Miguel Ángel bajó la cabeza y dijo:

—Soy un ignorante. No leo latín ni griego. Urbino trató, durante tres años, de enseñarme esas cosas, pero fui terco y no quise aprender. Sólo quería dibujar.

—¡Estúpido! No me has comprendido. No me extraña que Urbino no pudiera enseñarte. Dibujar es aprender. Es una disciplina, una vara de medir para averiguar si hay honestidad en ti. Revelará todo cuanto eres, mientras tú imaginas que estás revelando a otro. Dibujar es la línea escrita del poeta, fijada para ver si hay una historia digna de ser relatada, una verdad digna de ser revelada. Recuerda eso, figlio mío: dibujar es ser como Dios cuando le dio aliento a nuestro padre Adán; es la respiración exterior del artista y la interior del modelo la que crea una tercera vida en el papel.

Sí, el dibujo era el aliento de la vida, eso ya lo sabía, aunque para él no era un fin, sino un medio.

Comenzó a quedarse por las noches, sin que nadie lo supiera. Recogía pedazos de piedra que yacían por el suelo y herramientas. Aquellas piedras eran distintas: blanco-amarillentas, de las canteras de Roma; pietra forte, de Lombrellino; breccia, de Impruneta; mármol verde oscuro, de Prato; mármol con motas de un rojo amarillento, de Siena; mármol rosa, de Gavorrano; cipollino, mármol transparente; y bardiglio, azul y blanco. Pero su mayor gozo se producía cuando alguien dejaba algún fragmento de mármol blanco puro de Carrara. Años antes, se quedaba absorto junto a las canteras de mármol, ansioso de poner sus manos armadas de herramientas sobre aquella preciosa piedra. Nunca le había sido posible: el mármol blanco era raro y costoso. Sólo se traía de Carrara y Seravezza el suficiente para ejecutar los pedidos.

Ahora comenzó a experimentar subrepticiamente con el punzón, los cinceles dentado y chato, trabajando con texturas superficiales del mármol como lo había hecho con la pietra serena en el patio de los Topolino. Aquella era la hora más hermosa de la jornada para él, solo en el jardín, con la única compañía de las estatuas. Cuando llegaba la oscuridad de la noche, siempre recordaba limpiar los trozos de piedra que había cincelado arrojándolos en un montón en un extremo del jardín para que nadie supiese de aquel secreto trabajo suyo.

Era inevitable que fuese sorprendido, y lo fue, pero por la última persona que él hubiera esperado. Contessina de Medici iba ahora al jardín casi todos los días, si no con Lorenzo, con Poliziano, Fiemo o Pico della Mirandola. Hablaba con Granacci, Sansovino y Rustici, a quienes por lo visto conocía de antes. Pero ninguno de ellos le presentó a Miguel Ángel, y por lo tanto ella no le dirigía la palabra.

Se dio cuenta inmediatamente, sin ver la rápida figura o el rostro todo ojos, cuando ella entró en el jardín. Le pareció de pronto que todo movimiento a su alrededor, incluso el del sol y el aire, habían intensificado su ritmo. Fue Contessina quien liberó a Granacci de la esclavitud de la piedra. El muchacho le había confiado sus sentimientos, ella habló con su padre, y un día Lorenzo llegó al jardín y dijo:

—Granacci, me gustaría tener un gran panel de pintura. ¿Se comprometería a pintarlo?

—¡Me encantaría, Magnifico! —exclamó Granacci.

Cuando Lorenzo se volvió de espaldas, Granacci llevó su mano derecha a la boca y envió un beso con los dedos a Contessina para expresarle su agradecimiento.

Ella jamás se detenía a observar el trabajo de Miguel Ángel. Aunque él la contemplaba fascinado, sus ojos nunca se encontraban.

Cuando por fin la joven se fue, Miguel Ángel se sintió emocionalmente extenuado. No podía comprenderlo. Las mujeres le habían tenido siempre sin cuidado. En su familia no había ninguna muchacha, ni tampoco en su pequeño círculo de amistades. Apenas recordaba haber hablado con alguna en toda su vida. ¡Ni siquiera tuvo nunca el deseo de dibujar a una mujer! En consecuencia, ¿por qué le resultaba doloroso verla reír con Torrigiani, en plena camaradería? ¿Por qué se enfurecía contra Torrigiani y contra ella? ¿Qué podía significar para él aquella princesa de la noble sangre de los Medici?

Era una especie de mal misterioso. Deseaba que ella permaneciese alejada del jardín, que le dejase en paz. Rustici decía que antes ella no iba casi nunca por allí. ¿Por qué iba ahora, todos los días, y se quedaba una hora o más? Cuanto más apasionadamente se lanzaba a las hojas de papel en blanco, mas conscientemente la veía de pie, al lado de la mesa de trabajo de Torrigiani, coqueteando con él.

Pasó mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que estaba celoso. Celoso de Torrigiani, de Contessina, de los dos juntos. Y celoso de ambos, separadamente.

¡Y se aterrorizó!

Ese día, Contessina lo descubrió en el jardín, después de que los demás se hubieron retirado. Iba acompañada de su hermano Giovanni, de unos catorce años, y su primo, hijo ilegítimo del bien amado hermano de Lorenzo, Giuliano, asesinado en el Duomo por los conspiradores de Pazzi.

Miguel Ángel sólo tenía tres años entonces, pero los florentinos seguían hablando todavía de los conspiradores que murieron colgados de las ventanas de la Signoria.

Las primeras palabras surgieron sin previo aviso.

Buona sera. ¿Come va? —dijo Contessina.

Buona sera. Non ce male —respondió Miguel Ángel.

Había estado tallando un trozo de pietra serena, y no dejó de trabajar. Frente al pedazo de mármol, comenzó a martillar sobre el cincel, que levantó una lluvia de diminutos trocitos.

—¿Por qué trabaja tan… tan furiosamente? ¿No se cansa? ¡A mí me agotaría!

Miguel Ángel sabía que ella era una muchacha débil. Padecía el mismo mal de anemia que el año anterior se había llevado a su madre y a su hermana. Esa era la razón de que Lorenzo la rodeara de tantos cuidados y amor, porque sabía que su hija no viviría mucho.

—No, no, este trabajo no agota las fuerzas, sino que las fortalece. Pruebe con este pedazo de mármol. Se sorprenderá al ver cuán vivo se torna en sus manos.

—En las suyas sí, Miguel Ángel. ¿Quiere terminar ese diseño en la pietra serena para mí?

—¡Pero esto no vale nada! ¡Es una cosa sin sentido, nada más que para entretenerme y practicar!

—A mí me gusta.

—Entonces lo terminaré.

Ella se quedó inmóvil, a su lado, mientras Miguel Ángel se inclinaba sobre la piedra. Cuando llegó a un lugar duro de la misma, lanzó una mirada a su alrededor en busca de un balde de agua, no vio ninguno y escupió exactamente en el lugar que deseaba ablandar. Luego continuó con los golpes de martillo y el pasar y repasar del cincel sobre la piedra.

—¿Y qué hace cuando se le termina la saliva? —preguntó ella sonriente. Miguel Ángel la miró, sonrojado:

—A ningún buen scalpellino se le termina nunca la saliva.

La agonía y el éxtasis
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