III
Su padre no se alegró al verlo. Había imaginado a Miguel Ángel triunfador en Roma, ganando grandes sumas por sus obras.
La noticia del incidente de Poggibonsi sólo tardó unas horas en llegar a Florencia por el paso de las montañas. Cuando Miguel Ángel y Granacci llegaron al taller de Rustici para cenar con los miembros de la Compañía del Crisol, el primero se encontró convertido en un héroe.
—¡Qué tremendo cumplido le ha hecho el Papa! —exclamó Botticelli, que había pintado frescos en la Capilla Sixtina para el Papa Sixto IV, tío de Julio II—. ¡Eso de enviar un piquete de su guardia tras de usted! ¿Cuándo le ha ocurrido semejante cosa a un artista?
—¡Jamás! —gruñó Il Cronaca—. Un artista es igual a otro; si desaparece, hay una docena para ocupar su lugar.
—Sin embargo, he aquí que el Papa reconoce que un artista es un individuo —dijo Rustici, excitadísimo—, y como tal, dotado de talentos y dones especiales que no se encuentran en la misma combinación exacta en cualquier otro hombre del mundo.
—¿Qué otra cosa podía hacer yo —exclamó Miguel Ángel, mientras Granacci ponía en sus manos un vaso de vino—, puesto que se me había prohibido la entrada en el Vaticano?
A la mañana siguiente Miguel Ángel comprendió que el gobierno florentino no estaba de acuerdo con la Compañía del Crisol respecto de los benéficos efectos de su rebelión. El rostro del gonfaloniere Soderini tenía una expresión grave cuando lo recibió en su oficina.
—Estoy preocupado por lo que ha hecho —dijo—. En Roma, como escultor del Papa, podría ser considerablemente útil a Florencia. Al desafiarle, se convierte en una fuente de peligro en potencia para nosotros. Es el primer florentino que desafía al Papa desde los días de Savonarola. Temo que su suerte sea parecida a la de él.
—Pero, gonfaloniere, yo lo único que quiero es establecerme en Florencia. Comenzaré a esculpir el San Mateo mañana, para que se me devuelva mi casa.
—No, Miguel Ángel; Florencia no puede renovar ahora su contrato. Su Santidad lo consideraría una afrenta personal. Nadie podrá darle trabajo, ni Doni, ni Pitti, ni Taddei, sin granjearse la enemistad del Pontífice. Por lo menos hasta que no haya terminado la tumba del Papa, o éste lo libere de su compromiso.
—¿Le produciría trastornos si yo completase los contratos existentes?
—Termine el David. Nuestro embajador en París nos escribe constantemente que el rey está irritado porque no se le envía la estatua.
—¿Y Los bañistas? ¿Puedo pintar el fresco?
Soderini lo miró muy serio:
—¿No ha estado en el gran salón?
—No, su servidor me trajo directamente aquí.
—Le sugiero que vaya.
Fue directamente al lado este de la plataforma del Consejo, donde estaba el fresco de Leonardo da Vinci. Y no bien llegó, lanzó una exclamación de horror.
—¡Dios mío, no!
Toda la parte inferior del fresco de Leonardo estaba arruinada. Los colores se habían corrido como atraídos por un poderoso imán, y ahora caballos, guerreros, armas, árboles y rocas eran una masa irreconocible de pintura.
Sintió los pasos de Soderini, que se acercó a él.
—Pero, gonfaloniere… ¿qué ha ocurrido? —preguntó angustiado.
—Leonardo —respondió Soderini— estaba decidido a revivir la antigua pintura encáustica. Tomó de Plinio la receta para el revoque, y empleó cera con un disolvente, aplicándole luego goma para endurecer la mezcla. Cuando terminó, aplicó calor encendiendo braseros en el suelo. Dijo que lo había hecho en un pequeño fresco que pintó en Santa María Novella y que el resultado había sido excelente. Pero esta pared tiene más de seis metros y medio de altura, y para calentar todo el fresco de manera que el calor llegase también a la parte más alta, tuvo que añadir más combustible. El intenso calor en la mitad inferior derritió la cera, que se corrió, llevándose los colores consigo.
Miguel Ángel se dirigió inmediatamente a casa de Leonardo.
—Acabo de estar en la Signoria —le dijo—. Quiero que sepa que lamento profundamente lo ocurrido a su fresco. Yo también acabo de perder un año de mi vida en Roma, y sé lo que eso significa.
—Gracias. Es usted muy bondadoso —dijo Leonardo.
—Pero ése no es el propósito principal de esta visita. Quiero solicitar su perdón, presentarle mis excusas por las cosas tan desagradables que dije sobre su estatua de Milán.
—Las dijo bajo provocación. Yo también dije cosas injustas sobre los escultores. En su ausencia, he visto su dibujo completo de Los bañistas ¡Le juro que me ha parecido magnífico! Estuve dibujando algunas de sus figuras, de la misma manera que dibujé su David. ¡Éste será una gloria para Florencia!
—No sé. He perdido todo deseo, ahora que su Batalla de Anghiari ya no podrá verse frente a mi fresco.
Si acababa de reconquistar una amistad, estaba poniendo en peligro la más valiosa que tenía. Soderini lo mandó llamar dos días después para leerle una carta del Papa, exigiendo que la Signoria enviase inmediatamente a Miguel Ángel Buonarroti a Roma, so pena de incurrir en el desagrado pontifical.
—Parece que será mejor que siga viaje al norte —respondió Miguel Ángel tristemente—. Tal vez a Francia, donde me encuentre fuera del alcance del Papa, y lo libere a usted de su responsabilidad.
—¡No podrás escapar al Papa! Su brazo alcanza a toda Europa.
—Pero ¿por qué soy tan precioso para el Pontífice en Florencia, cuando se negó a recibirme cuando estaba en Roma?
—Porque en Roma no era usted más que un empleado al que se puede ignorar. Al haber abandonado su servicio se ha convenido usted en el artista más deseable del mundo. ¡Pero le aconsejo que no ponga demasiado a prueba su paciencia!
—¡Yo lo único que quiero es que me dejen tranquilo para trabajar! —clamó Miguel Ángel angustiado.
—Demasiado tarde. El momento oportuno para eso era cuando todavía no había entrado al servicio de Julio II.
En el correo siguiente recibió una carta de Piero Rosselli. El Papa no quería que volviese a Roma para trabajar en los mármoles de su tumba. Bramante lo había convencido definitivamente de que la tumba apresuraría su muerte. Su Santidad quería ahora que Miguel Ángel pintase la bóveda de la Capilla Sixtina, la pieza arquitectónica más horrible, torpe y mal concebida de toda Italia.
La carta perturbó todavía más a Miguel Ángel. No le era posible realizar trabajo alguno. Partió hacia Settignano, para sentarse silencioso y trabajar los bloques de piedra con los Topolino. Luego visitó a Contessina y Ridolfi. El hijo menor, Niccolo, que ya tenía cinco años, insistió en que le enseñase también a él cómo «se hacían volar los pedazos de mármol». Dedicó una hora de vez en cuando a pulir el bronce del mariscal y fue algunas veces a la Signoria, en cuyo gran salón intentó revivir su entusiasmo por el fresco de Los bañistas.
A principios de julio, Soderini lo llamó a su oficina y, apenas entró, comenzó a leerle una carta del Papa:
Miguel Ángel, el escultor que nos abandonó sin razón y por mero capricho, teme, según se nos ha informando, regresar a Roma, aunque Nos, por nuestra parte, no estamos irritados contra él, pues conocemos el carácter de tales genios. A fin de que deje a un lado toda ansiedad, confiamos en vuestra lealtad para que le convenzáis, en nuestro nombre, que si regresa a Nos, no sentiremos hacia él resquemor ni rencor alguno y que podrá conservar nuestro favor apostólico en la misma medida que lo gozara antes.
Soderini dejó la carta en el pupitre y dijo:
—Voy a hacer que el cardenal de Pavía escriba una carta de su puño y letra en la que me prometa su seguridad. ¿Quedará satisfecho con eso?
—No. Anoche encontré a un comerciante florentino llamado Tommaso di Tolfo, que reside en Turquía. Me dijo que allí tengo grandes probabilidades de trabajar para el sultán.
Su hermano Leonardo le pidió que fuera a verlo al arroyo que corría al pie de las colinas de Settignano. Leonardo se sentó en la orilla Buonarroti, y Miguel Ángel en la Topolino, remojándose los pies en el angosto cauce.
—Quiero ayudarte, Miguel Ángel —dijo Leonardo.
—¿En qué forma?
—Permíteme primero confesarte que en mis primeros años cometí errores. Tú estuviste en lo cierto al seguir tu camino. He visto tu Madonna y Niño en Brujas. Nuestros hermanos en Roma hablan reverentemente de tu Piedad. Perdóname lo que hice para desviarte de ese camino.
—Estás perdonado, Leonardo.
—Y ahora tengo que explicarte que el Papa es el virrey de Dios en la tierra. Cuando desobedeces al Papa, desobedeces a Dios.
—¿Era cierto eso también cuando Savonarola luchó contra el Papa Alejandro VI?
Leonardo se echó la capucha hacia adelante, cubriéndose el rostro casi por completo. Luego dijo:
—Savonarola desobedeció. Pensemos lo que pensemos sobre un Papa determinado, siempre es el descendiente de San Pedro.
—Los papas son hombres, Leonardo, elegidos para su alto cargo… Yo tengo que hacer lo que considero que está bien.
—¿No temes que Dios te castigue?
—Creo que Dios ama la independencia más que la esclavitud.
—Debes de tener razón —dijo Leonardo, mientras bajaba la cabeza de nuevo—, pues de lo contrario Él no te ayudaría a esculpir mármoles tan divinos.
Leonardo se puso de pie y empezó a subir la colina hacia la casa de los Buonarroti. Miguel Ángel ascendió por la margen opuesta del arroyo. Al llegar a las dos cimas, ambos se volvieron y se saludaron. No habrían de volver a verse.