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Volvió a casa de Sangallo y pasó el resto del día escribiendo cartas: a Argiento, pidiéndole que partiese cuanto antes para Roma; a Granacci, rogándole que se uniese a él para hacerse cargo de organizarle una bottega; a los Topolino, preguntándoles si conocían algún buen cantero dispuesto a ayudarlo con los bloques de mármol. A la mañana siguiente llegó un paje del Papa informándole de que la casa en la que habían estado depositados dos años sus primeros bloques de mármol estaba todavía a su disposición. Algunos de los bloques más chicos habían sido robados.

No pudo encontrar a Cosimo, el carpintero. Esa tarde, él y Rosselli examinaron la casa, que estaba desocupada desde que él la dejara tan bruscamente dos años atrás.

En mayo firmó su contrato para la Capilla Sixtina y le fueron entregados quinientos ducados grandes de oro. Tomó un muchacho romano para que cuidara la casa, pero lo despidió al comprobar que lo robaba. Otro muchacho que tomó hizo lo mismo.

Granacci llegó al terminar la semana.

—¡Jamás me he alegrado tanto de ver a una persona! —exclamó Miguel Ángel—. Tienes que ayudarme a escribir una lista de ayudantes.

—¡No tan deprisa! —rió Granacci—. Ésta es mi primera visita a Roma y quiero ver lo que es digno de verse.

—Mañana te llevaré al Coliseo, los Baños de Caracalla, el Capitolino…

—Todo a su debido tiempo. Esta noche quiero visitar los lugares alegres, las tabernas de las que tanto he oído hablar.

—Me gustaría reunir a los pintores con quienes trabajamos en la bottega de Ghirlandaio: Bugiardini, Tedesco, Cieco, Baldinelli, Jacopo…

—Bugiardini vendrá. Tedesco también, aunque creo que no sabe mucho más de pintura ahora que cuando estaba en la bottega. Jacopo va a cualquier parte, siempre que no le cueste nada. Pero Cieco y Baldinelli… no sé si siguen dedicados a la pintura.

—¿A quiénes podemos conseguir?

—A Sebastiano da Sangallo. Se considera discípulo tuyo. Todos los días va a copiar algún detalle de Los bañistas. Tendré que pensar en un quinto. No es fácil conseguir cinco pintores que estén libres simultáneamente.

—Voy a darte una lista de colores que hay que comprar. Estos colores romanos no sirven para nada.

—Voy sospechando —dijo Granacci— que en Roma no hay una sola cosa que te guste.

—Me pasa lo mismo que a todos los demás florentinos.

—Pues yo seré la excepción. He oído hablar de las sofisticadas y hermosas cortesanas y de las suntuosas villas que tienen. Ya que tengo que quedarme aquí para ayudarte a preparar la bóveda, voy a buscarme una amante excitante.

Una carta le trajo la noticia de que su tío Francesco había muerto. La tía Cassandra, después de vivir con la familia durante cuarenta años, se había trasladado a la casa de su familia, y acababa de iniciar juicio contra los Buonarroti para obligarlos a devolver su dote y pagar las deudas de Francesco. Le causó tristeza la muerte del penúltimo de los Buonarroti mayores. Y se preocupó. Su padre tenía evidentemente la intención de que él se opusiese a la demanda de Cassandra, contratase los servicios de un notario para ello y se presentase ante el tribunal de justicia.

Al día siguiente, se armó de valor para volver a la Capilla Sixtina. Encontró allí a Bramante, dirigiendo a los carpinteros que montaban un andamio colgante desde el techo.

—He aquí un andamio que lo sostendrá seguro el resto de su vida —dijo el arquitecto.

—Le gustaría que así fuese —respondió Miguel Ángel—, pero en realidad será sólo cuestión de unos meses. —Inspeccionó la obra y frunció el ceño, mientras agregaba—: ¿Y qué piensa hacer con los agujeros que se están abriendo en el techo, una vez que se saquen los postes?

—Llenarlos, naturalmente.

—¿Y cómo se podrá subir para llenarlos, después de haber desmontado el andamiaje?

—¡Hum! No había pensado en eso.

—Tampoco ha pensado lo que tendremos que hacer con los cuarenta horribles agujeros rellenos de cemento en medio de mi pintura, cuando yo haya terminado el trabajo, ¿verdad? Será mejor que discutamos esto con el Pontífice.

—Comprendo —dijo Julio II al escuchar a Miguel Ángel. Se volvió a Bramante con una expresión de perplejidad—. ¿Qué pensabais hacer con esos agujeros del techo? —preguntó.

—Dejarlos, lo mismo que se hace con los de los edificios cuando sacamos los postes que sostienen los andamios. No es posible evitarlo.

—¿Qué opináis, Buonarroti?

—Santo Padre, yo diseñaré un andamio que no llegará a tocar el techo. De esa manera, la pintura quedará perfecta.

—Os creo. Desmontad el andamio de Bramante y construid el vuestro. Chambelán, pagaréis lo que cueste el andamio de Buonarroti.

Aquella noche, Miguel Ángel atacó el problema. Tendría que inventar un andamio. La capilla propiamente dicha estaba dividida en dos partes: la mitad, de los legos, que él pintaría primeramente, y la división mayor, el presbiterio, para los cardenales. Luego venía el altar y el trono para el Papa. En la pared del fondo estaba el fresco de La Asunción, original de Perugino. Las paredes eran gruesas y muy fuertes. Podrían resistir cualquier presión por fuerte que fuese. Si él construía el andamio con tablones sólidamente calzados contra los muros, cuanto más grande fuese el peso colocado sobre el andamio, mayor sería la presión y más segura quedaría su estructura. El problema era cómo afirmar los extremos de los tablones, puesto que no podía abrir nichos en las paredes. De pronto recordó la cornisa que sobresalía. No sería suficientemente fuerte como para resistir el peso del andamio y de los hombres, pero podría brindar el calce necesario para los tablones.

—Tal vez resulte —dijo Piero Rosselli, que a menudo tenía que construir sus propios andamios. Dirigió a Mottino en la tarea de sujetar los tablones y construir el puente. Ambos lo probaron y luego hicieron subir uno a uno a todos los carpinteros. Cuanto mayor era el peso en la armazón transversal, más fuerte resultaba el andamio.

Argiento escribió diciendo que no podía abandonar la granja de su hermano hasta después de las cosechas. Granacci tampoco había podido reunir el personal de ayudantes por carta.

—Tendré que ir a Florencia y ayudarles a terminar los trabajos que están realizando —dijo—. Quizá tarde un par de meses, pero te prometo que volveré con todos los que deseas.

—Mientras tanto, yo haré los dibujos. Cuando vuelvas, empezaremos a pintar —contestó Miguel Ángel.

Llegó el verano. Era imposible respirar. La mitad de la ciudad enfermó. Rosselli, su único compañero durante aquellos días agobiantes, huyó a las montañas. Miguel Ángel subía al andamio al amanecer y pasaba los sofocantes días dibujando modelos a escala de las doce pechinas en las que serían pintados los apóstoles. A media mañana la bóveda era un verdadero horno y él se ahogaba de calor. Dormía como si estuviese bajo los efectos de un narcótico y luego, al llegar la noche, trabajaba en el jardín, ideando diseños para los casi seis mil pies cuadrados de cielo y estrellas que había que revocar y embellecer de nuevo.

Los días y semanas de intenso calor pasaron. Llegó Michi, el cantero de Settignano que su padre le había encontrado en Florencia y que deseaba visitar Roma. Tenía unos cincuenta años y sabia cocinar algunos de los platos comunes en su pueblo. Antes de su llegada, Miguel Ángel pasó muchos días a pan y un poco de vino.

En septiembre llegó Granacci, quien traía a remolque toda una bottega de ayudantes. Miguel Ángel vio, risueño, cómo habían madurado aquellos ex aprendices: Jacopo seguía delgado, fuerte, con sus ojos negros, que hacían juego con el resto de sus cabellos; Tedesco, que lucía una revuelta barba, más intensamente rojiza que su pelo y estaba más gordo; Bugiardini, siempre con su cara de luna llena y sus grandes ojos, mostraba una incipiente calvicie que parecía una tonsura; Sebastiano da Sangallo, nuevo en el grupo, se había tornado muy serio desde que Miguel Ángel lo había visto, lo que le valió el sobrenombre de Aristóteles; Donnino, el único a quien Miguel Ángel no conocía, había sido llevado por Granacci porque «es un gran dibujante, el mejor del lote». Tenía cuarenta y dos años. Aquella noche la nueva bottega realizó una reunión. Granacci hizo llevar unas botellas de vino blanco Frascati y una docena de fuentes de comida de la Trattoria Toscana.

Miguel Ángel compró una segunda cama en el Trastevere. Él, Bugiardini y Sangallo durmieron en la habitación contigua al taller, mientras Jacopo, Tedesco y Donnino lo hicieron en la que daba al vestíbulo. Bugiardini y Sangallo salieron a comprar caballetes y tablones, con los que fabricaron una mesa de trabajo en la que podían trabajar los seis juntos.

La bottega comenzó a trabajar en serio. Miguel Ángel extendió en la mesa sus dibujos de todo el techo a escala. Las grandes pechinas de cada extremo de la capilla las reservó para las figuras de San Pedro y San Pablo; en las cinco más pequeñas, a un lado, irían las de Mateo, Juan y Andrés. En la pared opuesta se pintarían las de Jaime el Grande, Judas Tadeo, Felipe, Simón y Tomás.

En la primera semana de octubre, la casa era ya un caos, porque nadie pensaba ni siquiera en hacer una cama, lavar un plato o barrer el suelo. Argiento llegó de Ferrara y se mostró entusiasmado al enterarse de que tendría seis compañeros en la casa. Inmediatamente se puso a fregar suelos, cocinar y limpiar todas las habitaciones.

Miguel Ángel asignó una división en la bóveda a cada uno de sus seis ayudantes. Él pintaría personalmente las figuras de la mayoría de los apóstoles, pero Granacci podría encargarse de dos y tal vez Donnino y Sangallo podrían hacer uno cada uno. Ahora que ya tenía a todos juntos y en plena labor, se sentía seguro de que podría terminar todo el techo en unos siete meses. Eso significaría otro año de su vida; un total de cuatro, desde que le había llamado a Roma por primera vez el Papa Julio II. Terminaría en mayo y después se pondría a trabajar en las figuras de mármol para la tumba o volvería a su Hércules, que el gonfaloniere Soderini había llevado a Florencia para él.

Pero las cosas no salieron de esa manera. Donnino, aunque era un excelente dibujante, como había dicho Granacci, carecía del valor suficiente para aventurarse más allá de sus bocetos y colorear los dibujos. Jacopo entretenía a todos, pero no realizaba más trabajo a los treinta y cinco años que cuando estaba en la bottega de Ghirlandaio a los quince. Tedesco pintaba mediocremente. Sangallo se atrevía con cuanto Miguel Ángel le encargaba, pero le faltaba experiencia todavía. Bugiardini era un trabajador consciente, en quien podía confiar, pero como antes, en la bottega de Ghirlandaio, sólo sabia pintar paredes lisas, ventanas, pero no pilares. El dibujo de Granacci para su apóstol salió bien, pero el joven se estaba divirtiendo en Roma. Como se había negado a percibir salario alguno, Miguel Ángel no podía obligarle a trabajar más horas que las pocas que trabajaba. Miguel Ángel tuvo que realizar una labor dos veces más intensa de lo que había calculado, y durante las semanas de noviembre la tarea avanzó lentamente.

Durante la primera semana de diciembre, la bottega estaba lista para pintar una parte bastante extensa del techo. Uno de los apóstoles era suyo, el San Juan. Granacci debía pintar el santo Tomás, en el lado puesto. Los demás, en el andamio, encabezados por Bugiardini, tenían que pintar las decoraciones de la bóveda, entre los dos apóstoles. Piero Rosselli había cubierto aquella parte del techo con una gruesa capa de intonaco el día anterior, logrando así una superficie tosca sobre la cual esa mañana revocaría la parte que debía pintarse antes de la noche.

Al amanecer, partieron todos hacia la Capilla Sixtina. El carro iba cargado de baldes, pinceles, tubos de pintura, dibujos, afilados palos, potes y botellas de colores. Miguel Ángel y Granacci caminaban delante, seguidos por Bugiardini y Sangallo. Tedesco, Jacopo y Donnino cerraban la marcha. Miguel Ángel sentía un vacío en la boca del estómago, pero Granacci estaba animadísimo.

La agonía y el éxtasis
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