VIII
Mientras la estructura de la catedral iba alzándose, imponente, sobre sus columnas, arcos y fachadas, Miguel Ángel pasaba los días en el taller completando los diseños para la Porta Pía, a petición del Papa, y convertía parte de las ruinas de los estupendos baños de Diocleciano en la encantadora iglesia de Santa María degli Angeli.
Habían pasado varios años desde que trabajara la última vez en aquel bloque de mármol en forma de media luna. Una tarde en que descansaba acostado en su lecho, concibió la idea de que lo que necesitaba para «madurar» aquel bloque no era una mera forma nueva para las figuras, sino una nueva forma para la escultura propiamente dicha.
Se levantó, cogió su martillo más pesado y un cincel, y eliminó la cabeza de Cristo; en su lugar esculpió un nuevo rostro y cabeza con lo que antes había sido el hombro de la Virgen. Luego estilizó el brazo derecho de Cristo, separándolo del cuerpo por encima del codo, aunque dicho brazo y su mano quedaron como parte del mármol que sostenía la figura y que bajaba hasta la base. Lo que antes había sido el hombro izquierdo y parte del pecho de Cristo, se convirtió en la mano y brazo izquierdos de la Virgen. Las magnificas piernas largas del Cristo eran ahora desproporcionadas, pues constituían tres quintas partes de todo el cuerpo. La nueva atenuación creaba un efecto emocional de avidez, juventud y gracia. Y Miguel Ángel comenzó a sentirse satisfecho. Mediante la distorsión de la alargada figura, estaba convencido de haber logrado una verdad sobre el hombre: que el corazón puede cansarse, pero la humanidad, llevada sobre sus piernas eternamente jóvenes, continuaría moviéndose por sobre la faz de la tierra.
—¡Ah, si yo tuviera otros diez años de vida, o siquiera cinco! —exclamó dirigiéndose a las estatuas que lo rodeaban—. ¡Podría crear una escultura completamente nueva!
De repente, lo envolvió una profunda oscuridad. Después de algún tiempo volvió en si, pero se sentía confundido. Tomó el cincel y miró al límpido Cristo. Toda continuidad de pensamiento había desaparecido. No le era posible recordar lo que había estado haciendo con el mármol. Sabia que algo acababa de ocurrir, pero no podía ordenar sus pensamientos. ¿Se había quedado dormido? ¿Estaba realmente despierto? Entonces, ¿por qué sentía que el brazo y la pierna izquierdos estaban como dormidos, despojados de toda fuerza? ¿Por qué los músculos de un lado de su cara parecían endurecidos?
Llamó a su criada y cuando le ordenó que fuese a buscar a Tommaso se dio cuenta de que hablaba con dificultad. La buena mujer lo miró, con los ojos desorbitados de miedo.
—Messer, ¿se siente bien? —preguntó.
Lo ayudó a acostarse y luego salió a toda prisa a cumplir la orden que acababa de recibir. Tommaso pudo advertir por las expresiones de los dos hombres que algo grave había ocurrido, aunque ambos decían que se trataba de un exceso de cansancio. El doctor Donati le dio una bebida caliente mezclada con una medicina de gusto sumamente amargo.
—El descanso lo cura todo —dijo el médico.
—Si, menos la vejez —respondió Miguel Ángel, que todavía hablaba dificultosamente.
—He estado oyéndole hablar de su vejez demasiado tiempo para que pueda tomarla en serio —respondió Tommaso, mientras le colocaba otra almohada bajo la cabeza—. Me quedaré con usted hasta que se duerma.
Despertó y vio que era de noche. Se enderezó enérgicamente en la cama. El dolor de cabeza había desaparecido y pudo ver con entera claridad el trabajo que tenía que realizar en el bloque de la Piedad. Se levantó y volvió a esculpir. La confusión había terminado y sentía una gran claridad mental. ¡Era agradable sentir el mármol balo sus dedos! Entornó los ojos para que no penetrasen en ellos esquirlas de mármol, y empezó a golpear rítmicamente sobre la figura de la Virgen.
Al amanecer, Tommaso abrió la puerta con gran cautela y, de pronto, estalló en una carcajada.
—¡Ah, farsante! ¡Mentiroso! ¡Lo dejé a medianoche dormido como para no despertar en una semana, vuelvo ahora, sólo unas horas después, y encuentro esta nevada de mármol en el suelo!
—¡Qué delicioso aroma! ¿Verdad, Tommaso? Cuando ese polvillo blanco se solidifica en las aletas de mi nariz es cuando respiro mejor.
—El doctor Donati me ha dicho que necesita mucho descanso.
—En el otro mundo, caro. El paraíso está repleto ya de escultores y por eso no tendré trabajo allí.
Trabajó todo el día, cenó con Tommaso y luego se tiró en la cama para dormir unas horas. Cuando se levantó de nuevo, empezó a pulir hasta que las largas piernas del Cristo tenían un brillo como de raso.
Se olvidó por completo del ataque que acababa de sufrir.
Dos días después, mientras se hallaba ante su bloque de mármol, y decidía que ya podía cortar sin peligro el brazo y la mano superfluos para liberar aún más en el espacio a la alargadísima figura, el ataque se repitió. Dejó caer el martillo y el cincel y se dirigió tambaleante hacia el lecho, cayó de rodillas y quedó con el rostro apoyado de costado sobre la manta.
Cuando recobró el sentido, la habitación estaba llena de gente: Tommaso, el doctor Donati y el doctor Fidelissimi. Gaeta, Daniele da Volterra y numerosos amigos florentinos lo rodeaban. Frente a él estaba el brazo desprendido de la estatua, que parecía latir con vida propia. No le había sido posible destruirlo, como tampoco los siglos habían podido destruir el Laoconte sepultado. Y al mirar su propio brazo, que descansaba sobre el embozo de la sábana, vio cuán delgado y consumido estaba.
—El hombre pasa. Sólo las obras de arte son inmortales —dijo débilmente.
Insistió en sentarse en una silla, frente a la encendida chimenea. En cierto momento, al quedar solo, deslizó una manta sobre sus hombros y salió. Comenzó a caminar en dirección a San Pedro. Uno de sus aprendices más nuevos, Calcagni, lo encontró en la calle y preguntó ansioso:
—Maestro, ¿cree que le conviene andar por las calles con este tiempo?
Permitió que Calcagni lo llevase a casa. A las cuatro de la tarde del día siguiente se vistió e intentó montar en su caballo para ir a dar un paseo, pero sus piernas estaban demasiado débiles.
Roma vino a despedirse de él. Los que no pudieron entrar dejaron flores y obsequios en el umbral de la puerta. El doctor Donati intentó retenerlo en su lecho.
—No me metan prisa —le dijo al médico—. Mi padre vivió hasta el día de su nonagésimo cumpleaños, así que todavía tengo dos semanas para gozar de esta vida tan saludable.
—Puesto que se siente tan intrépido —comentó Tommaso—, ¿qué le parece si mañana por la mañana damos un paseo en coche? El último trabajo en el tambor de la cúpula está terminado. Para celebrar su nonagésimo cumpleaños, van a comenzar el primer anillo de la cúpula.
—¡Grazie a Dio! Ahora ya nadie podrá modificar mi obra. Sin embargo, es triste morir. Me agradaría volver a empezar, crear formas y figuras que jamás he soñado. ¡Lo que más me gusta es trabajar en el mármol blanco!
—¡Ya ha tenido su divertimento!
Aquella noche, mientras yacía insomne en su lecho, pensó: «La vida ha sido buena. Dios no me ha creado para abandonarme. He amado el mármol, sí, y también la pintura. He amado la poesía y la arquitectura. He amado a mi familia y a mis amigos. He amado a Dios, las formas de la tierra y de los cielos y también a la gente. He amado plenamente la vida y ahora amo la muerte como su lógico desenlace. Il Magnifico se sentiría feliz: para mí, las fuerzas destructoras jamás dominaran mi creatividad».
Una maciza ola de oscuridad lo envolvió. Antes de perder el conocimiento, se dijo: «Tengo que ver a Tommaso. Hay cosas que debemos hacer todavía».
Cuando volvió a abrir los ojos, Tommaso estaba sentado en el borde del lecho. Pasó un brazo por la espalda del enfermo y lo enderezó suavemente.
—¡Tommaso! —susurró Miguel Ángel.
***