XI
La muerte del joven pesaba como un bloque de mármol sobre su conciencia. Tuvo que guardar cama, enfermo. Torrenciales lluvias inundaron la plaza. Todo el trabajo fue suspendido. Vieri cerró sus libros. Los obreros regresaron a sus casas. Las cuentas demostraban que Miguel Ángel había gastado treinta ducados más de los ochocientos que le habían sido adelantados al comienzo del año para mármoles. ¡No había cargado ni un solo bloque! El único consuelo que tenía era el hecho de que un grupo de canteros de Carrara y algunos dueños de canteras asistieron al sepelio de Gino.
Pelliccia, el boticario, cogió a Miguel Ángel del brazo cuando ambos salían del cementerio.
—Todos lo hemos sentido mucho, Miguel Ángel —dijo—. La muerte de ese muchacho nos ha devuelto la sensatez. Lo hemos tratado muy mal. Pero también nosotros hemos sufrido las consecuencias de la falta de contratos, pues muchos agentes y escultores esperaban poder comprar en las canteras del Papa.
Ahora, los marineros de Carrara estaban dispuestos a transportar sus bloques, que todavía se hallaban en la playa, hasta los muelles de Florencia.
Durante varias semanas estuvo enfermo. El porvenir se le presentaba negro. Había fracasado en la tarea que se le había asignado. Había empleado dinero que no le pertenecía, y perdido un año lastimosamente. ¿Qué ocurriría ahora? Ni el Papa ni el cardenal Giulio tenían mucha paciencia con quienes fracasaban.
Necesitó una carta de su amigo Salviati, recibida a finales de octubre, para reaccionar:
Siento mucho enterarme de que está hondamente disgustado por lo ocurrido. En una formidable empresa como la que ha emprendido, no es raro tropezar con dificultades y accidentes mucho peores todavía. Puede creerme cuando le digo que no le faltará nada y que Dios le compensará por este accidente. Recuerde que, cuando complete esa obra, nuestra ciudad estará obligada por una gran deuda hacia usted y toda su familia. Los hombres que son realmente grandes y honrados, se muestran más valientes en la adversidad, y con ello ganan nuevas fuerzas.
Su temor de que el Papa y el cardenal pudieran criticarlo por el fracaso fue aliviado por otra carta enviada por Buoninsegni desde Roma:
El Papa y Su Eminencia están muy satisfechos ante la cantidad de mármol que tiene disponible. Desean que la empresa sea llevada adelante con la mayor rapidez posible.
Unos días después, realizó solo el viaje a caballo hasta el extremo de su camino y luego escaló el Monte Altissimo hasta la cantera de Vincarella. Una vez allí, marcó verticalmente, con martillo y un cincel pesado, los cuatro bloques que debían ser desprendidos de la montaña en cuanto pudiera regresar con suficientes hombres. Volvió a Pietrasanta, metió sus efectos personales en una alforja y partió por la costa hasta Pisa, y de allí por el ondulante valle del Arno.
Florencia estaba enterada del accidente, pero sólo como un inconveniente que demoraría algo el trabajo. Aunque algunos de los obreros, a su regreso, se habían quejado de él por haberles hecho trabajar excesivamente, lo elogiaron sin reservas por la rapidez y eficacia con que había construido el camino y extraído el primer bloque de mármol que se había logrado arrancar jamás a las montañas de Pietrasanta.
Se dedicó, desde su regreso, a un trabajo mucho más saludable para él: la construcción de su taller en el terreno que había adquirido en la Vía Mozza. Esta vez no diseñó una casa con un taller adosado, sino más bien un espacioso taller, de alto techo, con un par de habitaciones para vivir.
Cuando el plan que preparó resultó demasiado grande para el terreno de que disponía, se dirigió a Fattucci, el capellán de Santa María delle Fiori, e intentó otra vez obtener el pedazo de terreno que se extendía al fondo del suyo.
El capellán le respondió:
—El Papa acaba de emitir una bula, ordenando que todas las tierras pertenecientes a la Iglesia sean vendidas al mayor precio posible.
Al final, pagó el precio máximo por el trozo de terreno adicional.
Inmediatamente se lanzó con verdadera furia a la construcción. Contrató obreros y adquirió los materiales necesarios. Dirigió los trabajos personalmente y estaba en la obra desde la mañana hasta la noche. Luego, en su casa, llevaba las cuentas con escrupuloso cuidado, como Vieri se las había llevado en Pietrasanta.
Intentó, por una vez, ser un buen negociante, como Jacopo Galli, Balducci y Salviati habrían querido que fuera. Para ello tomó de manos de Buonarroto, que se hallaba enfermo, todas las cuentas de las propiedades e ingresos que había ido acumulando a través de los años.
El invierno fue benigno. Al llegar febrero, Miguel Ángel llevó media docena de los bloques de mármol destinados a la tumba de Julio II, que se hallaban depositados en un cobertizo a orillas del Arno, y los hizo colocar en su taller para estudiarlos. Terminado ya su taller y vivienda, ahora sólo tenía que volver a Pietrasanta, extraer los bloques que necesitaba para la fachada de San Lorenzo y luego radicarse en Vía Mozza para los años de trabajo concentrado que le esperaban, a fin de completar las obras de los Royere y Medici.
No pidió a Gilberto Topolino que volviera con él a Pietrasanta. Le pareció que hacerlo habría sido injusto. Pero la mayoría de los otros se mostró de acuerdo en acompañarlo, y hasta consiguió formar un nuevo grupo de canteros.
Estos consideraban que, abierto ya el camino y en condiciones de ser trabajadas las canteras, lo más duro del trabajo estaba ya hecho.
Miguel Ángel llevó consigo a Florencia todas las provisiones, materiales y herramientas necesarias. Ideó un sistema de grandes clavijas de hierro para alzar las piedras, las cuales serían clavadas en la superficie del bloque, con lo cual los canteros tendrían un medio más firme para sujetar la masa al ser deslizada por la pendiente del precipicio. Lazzero dijo que podía hacer aquellas clavijas en su fragua, y Miguel Ángel envió a Benti a Pisa para que comprase el mejor hierro que pudiera encontrar.
A su debido tiempo, desprendieron verticalmente el mármol de la montaña y dejaron que los bloques se deslizasen hasta el poggio. El Papa había sido bien informado: había allí suficiente mármol, de espléndida calidad, como para proveer al mundo durante mil años. Y ahora, a la vista ya las blanquísimas paredes de la cantera, y limpios de la tierra suelta, piedras y polvillo de mármol los conductos de deslizamiento, las canteras empezaron a rendir soberbiamente.
Vaciló antes de permitir que los bloques fueran bajados sin las clavijas de hierro, pero Pelliccia fue a la cantera y le recomendó que duplicara el número de tacos colocados a ambos lados a lo largo de la senda y que usase sogas más gruesas.
No se produjeron más accidentes. En las semanas que siguieron, consiguió bajar cinco soberbios bloques y transportarlos hasta la playa en el carro tirado por los treinta y dos bueyes.
Al finalizar el mes de abril, Lazzero terminó de forjar las clavijas de hierro. Miguel Ángel, en un estado de gran entusiasmo ante la belleza de sus espléndidos bloques de mármol, se sintió aliviado por aquella protección adicional. Ahora, lista ya en el poggio otra soberbia masa blanca, se preocupó de que las clavijas de hierro fueran firmemente clavadas para actuar como frenos, con lo cual sería posible aliviar la tensión en las sogas.
Aquella mejora fue su perdición. Cuando el bloque iba ya a mitad de la pendiente, una de las clavijas se rompió y el mármol adquirió un impulso tal, que saltó por el borde del precipicio y fue a estrellarse al fondo del barranco, rompiéndose en mil pedazos.
Miguel Ángel reaccionó de su momentánea estupefacción, comprobó que nadie había resultado herido y luego examinó la clavija rota. Estaba forjada con hierro de pésima calidad.
Miguel Ángel fue llamado a Florencia no bien se recibieron las comunicaciones que mandó el Papa a Roma y al Gremio de Laneros. Se envió a un capataz del Duomo para que lo reemplazara.
Llegó a caballo a Florencia a última hora de la tarde siguiente. Debía presentarse inmediatamente ante el cardenal Giulio en el Palacio Medici.
El gran palacio estaba de luto. Madeleine de la Tour d'Auvergne, que había contraído matrimonio con Lorenzo, hijo de Piero de Medici, había fallecido en el parto. Lorenzo, que se levantó de su lecho de enfermo para dirigirse al palacio desde la villa de los Medici, en Careggi, experimentó una recaída y había fallecido el día anterior. Aquella muerte eliminaba al último heredero legítimo de la línea Medici, aunque existían otros dos descendientes ilegítimos: Ippolito, hijo del extinto Giuliano, y Alessandro, que según los rumores que circulaban, era hijo natural del cardenal Giulio.
Además, el palacio estaba triste porque se decía que las extravagancias de León X habían llevado al Vaticano al borde de la ruina. Los banqueros florentinos que lo financiaban se encontraron en una situación muy seria.
Miguel Ángel se cambió de ropa, envolvió sus libros de cuentas y emprendió el tan amado camino al palacio de los Medici. El cardenal Giulio, enviado por el Papa para que empuñase las riendas, estaba rezando una misa de réquiem en la capilla de Benozzo Gozzoli. Terminada la ceremonia, y cuando todos habían salido ya, Miguel Ángel expresó al cardenal su pesar por la muerte de Lorenzo. Pero Giulio no parecía oírlo.
—Eminencia —preguntó Miguel Ángel—. ¿Por qué me ha llamado? En cuestión de pocos meses, ya habría tenido listos los bloques para las gigantescas figuras, en la playa de Pietrasanta.
—Hay suficiente mármol ahora.
Miguel Ángel se sintió algo asustado por el tono hostil que advirtió en las palabras del cardenal.
—¿Suficiente? ¡No comprendo!
—Hemos decidido abandonar el proyecto de la fachada de San Lorenzo.
Miguel Ángel palideció y quedó mudo. Giulio continuo:
—El suelo del Duomo necesita reparaciones. Puesto que las Juntas de ambas instituciones pagaron el costo del camino, tienen derecho a la propiedad de los mármoles que ha extraído de Pietrasanta.
—¿Para el suelo del Duomo? ¿Hacer el suelo del Duomo con mis mármoles? ¿Con los más hermosos mármoles estatuarios que se hayan extraído de las montañas? ¿Por qué me humilla de esta manera?
El cardenal Giulio lo miró un instante y luego respondió fríamente:
—El mármol no es más que mármol, y debe ser usado para lo que se necesite. En estos momentos la catedral necesita ese mármol para su suelo.
Miguel Ángel apretó los puños para contener el tremendo temblor que sacudía todo su cuerpo. Luego dijo:
—Hace casi tres años que Su Santidad y Vuestra Eminencia me obligaron a abandonar el trabajo en la tumba para los Rovere. En todo ese tiempo, no he podido esculpir ni un centímetro de mármol. De los dos mil trescientos ducados que me han enviado, he gastado mil ochocientos en los mármoles, canteras y el camino. Por orden del Papa, hice enviar aquí los bloques destinados a la tumba de Julio II, para que yo pudiera esculpirlos mientras trabajaba en la fachada de San Lorenzo. Para enviarlos a Roma ahora, el transporte me costará más que la diferencia de quinientos ducados. No tengo en cuenta los costes del modelo de madera que construí, no tengo en cuenta los tres años que he desperdiciado en este trabajo; tampoco tengo en cuenta el gran insulto que significa para mí el haber sido llamado aquí para hacer este trabajo y luego ver que se me retira de él; no tengo en cuenta mi casa de Roma, que tuve que abandonar y en la cual mis mármoles, muebles y estatuas han sufrido daños por valor de más de otros quinientos ducados. No tendré en cuenta todas esas cosas, a pesar del tremendo perjuicio que han significado para mí. Lo único que deseo ahora es una sola cosa: ¡quedar en completa libertad!
El cardenal había escuchado atentamente. Su delgado rostro adquirió una expresión sombría.
—El Santo Padre estudiará cuanto usted dice a su debido tiempo. Ahora puede retirarse.
Miguel Ángel bajó a la calle sin saber siquiera cómo.