IV

El Ejército del emperador del Sacro Imperio Romano llegó a Roma y asaltó sus muros, que fueron superados. La horda de mercenarios se desparramó por toda la ciudad y obligó al Papa Clemente a huir por un alto pasadizo a la fortaleza de Sant'Ángelo, donde permaneció encerrado, mientras las tropas alemanas, españolas e italianas saqueaban e incendiaban la ciudad y se dedicaban a los más repudiables excesos. Destruían las más admirables obras de arte, profanaban los altares, violaban mujeres, rompían a golpes de maza maravillosas estatuas religiosas y derretían las de bronce para fundir cañones. Una estatua de Clemente fue arrastrada hasta la calle y reducida a pequeños trozos a fuerza de golpes.

—¿Qué será de mi Piedad, mi bóveda de la Capilla Sixtina, y mi taller? —gemía Miguel Ángel—. ¿Qué suerte correrán mi Moisés y los dos Cautivos? ¡Quedarán rotos en mil pedazos!

Spina llegó a hora avanzada de la noche. Había asistido a una serie de agitadas reuniones en el palacio Medici y en el de la Signoria. A excepción de un pequeño grupo de fanáticos partidarios de Medici, todos los florentinos estaban de acuerdo en que los Medici debían ser despojados del poder. Prisionero el Papa Clemente, era posible proclamar de nuevo la República. Se permitiría a Ippolito, Alessandro y al cardenal de Cortona que viviesen tranquilos en la ciudad.

—Y creo —dijo Spina pensativamente— que esto será el fin de la dominación de los Medici por muchísimo tiempo.

Miguel Ángel guardaba silencio. De pronto, levantó la cabeza y preguntó:

—¿Y la nueva sacristía?

Spina bajó la cabeza como entristecido.

—Debe ser cerrada —dijo.

—¡Los Medici son mi ruina! —exclamó Miguel Ángel, desesperado—. ¡He trabajado numerosos años para ellos y nada tengo que mostrar! Ahora que Clemente está prisionero, los Rovere se lanzarán de nuevo sobre mí como lobos…

Se dejó caer pesadamente en su banco de madera. Spina se acercó a él y le habló dulcemente:

—Le recomendaré para un cargo en la República. Una vez que nuestro gobierno esté consolidado, podemos persuadir a la Signoria de que la capilla se consagre a Il Magnifico, a quien reverencian todos los toscanos. Entonces conseguiremos el permiso para abrir sus puertas y podrá recomenzar su trabajo.

Clavó unas tablas en las puertas de la casa situada frente a San Lorenzo, dejando dentro sus dibujos y modelos de arcilla, y volvió a la Vía Mozza, donde se lanzó enérgicamente, martillo y cincel en mano, a uno de los bloques, para definir una Victoria que era uno de sus conceptos originales para la tumba de Julio II. Emergió al fin como un clásico joven griego, de cuerpo bien proporcionado, pero no tan musculoso como otros que él había esculpido.

¿Victoria? ¿Sobre quién? ¿Sobre qué? Si él no sabía quién era el Victorioso, ¿cómo podía determinar quién era el Derrotado? Bajo los pies del Victorioso puso la cabeza, aplastada, vencida, de un hombre viejo… ¿Él mismo, tal como sería dentro de diez o veinte años, larga y blanca la barba? ¿Qué era lo que lo había derrotado? ¿La edad? ¿Era la juventud la victoriosa, puesto que era el único periodo en el cual uno podía imaginarse victorioso? El Derrotado tenía experiencia, una profunda sabiduría y sufrimiento en su rostro. ¿Era eso lo que le ocurría a la experiencia y a la sabiduría? ¿Debían ser aplastadas por el tiempo, disfrazado de juventud?

Fuera de su taller, la República de Florencia triunfaba. Niccolo Capponi fue elegido gonfaloniere. Para su protección, la ciudad-estado había adoptado el plan revolucionario de Machiavello: una milicia de ciudadanos adiestrados, armados y equipados para defender la República contra cualquier invasor.

Florencia era gobernada ahora no solamente por la Signoria, sino por un Consejo de Ochenta, que representaba a las familias más antiguas. El comercio se desarrollaba con gran actividad; la ciudad vivía en plena prosperidad; su población se sentía feliz de haber reconquistado la libertad.

El papa Clemente seguía encerrado en la fortaleza de Sant'Ángelo, defendido por unos cuantos partidarios. A Miguel Ángel le interesaba de manera muy especial el Pontífice. Había dedicado cuatro años de amoroso trabajo a la sacristía. Había bloques de mármol parcialmente terminados en la capilla, ahora herméticamente cerrada, y a cuyo futuro él estaba dedicado plenamente.

El Papa se veía amenazado por dos lados. La Iglesia se dividía en unidades nacionales, que suponían una disminución del poder de Roma. No era simplemente que los luteranos estuviesen propagándose con rapidez por Europa central. El cardenal Wolsey, de Inglaterra, propuso la realización de una conferencia de cardenales libres, que se había de realizar en Francia, para establecer un nuevo gobierno de la Iglesia. Los cardenales italianos se reunían en Parma, para establecer su propia jerarquía. Los cardenales franceses estaban designando vicarios papales. Las tropas alemanas y españolas de Carlos V, destacadas en Roma, seguían su saqueo y destrucción de la ciudad y exigían un rescate para abandonarla. Y al correr los meses, se intensificaron las intrigas en todos los países, en favor de una nueva distribución del poder religioso, la designación de un nuevo Papa y la Reforma.

Al finalizar el año 1527, la marea cambió. Una virulenta plaga diezmó los ejércitos del Sacro Imperio Romano. Las tropas alemanas odiaban Roma y estaban desesperadamente ansiosas de volver a su patria. Un ejército francés invadió Italia para luchar contra las fuerzas del Sacro Imperio Romano. Clemente aceptó pagar a los invasores trescientos mil ducados en un plazo de tres meses. El ejército español fue retirado de la base de Sant'Ángelo… y después de siete meses de encarcelamiento, el Papa Clemente, disfrazado de traficante, huyó a Orvieto.

Miguel Ángel recibió prontamente una comunicación del Papa. ¿Estaba trabajando todavía para él? ¿Continuaría esculpiendo la nueva sacristía? En caso afirmativo, el Papa tenía a mano quinientos ducados que podría enviarle por un mensajero para cubrir los gastos más inmediatos.

Miguel Ángel se emocionó profundamente: el Papa, a pesar de verse duramente hostigado, sin fondos, ni partidarios, ni perspectivas de conquistar el poder, le enviaba palabras afectuosas y confiaba en él, como si se tratase de un miembro de su familia.

—No puedo aceptar ese dinero de Giulio —dijo Miguel Ángel a Spina durante una charla en el taller de Vía Mozza—. Sin embargo, ¿no podría seguir mi trabajo en esas esculturas, aunque fuese sólo de vez en cuando? ¿Qué le parece si fuese a la sacristía de noche, sin que nadie me viese? Creo que con eso no causaría daño alguno a Florencia.

—Tenga paciencia… Dentro de uno o dos años… El Consejo de Ochenta se muestra preocupado por lo que el Papa pueda hacer. Consideraría su trabajo en la sacristía como una deslealtad.

Al llegar los primeros calores, se desencadenó sobre Florencia una epidemia. Millares de florentinos perecieron. La ciudad se convirtió en una inmensa morgue. Buonarroto llamó a su hermano a la casa de la Vía Ghibellina.

—Miguel Ángel —dijo—, tengo miedo por Bartolommea y los niños. ¿Me permites que me mude a nuestra casa de Settignano? Allí estaríamos seguros.

—Por supuesto. Y llévate contigo a nuestro padre.

—¡No me iré! —gruñó Ludovico—. Cuando un hombre llega a los ochenta y cinco años, tiene derecho a morir en su propia cama.

El destino parecía acechar a Buonarroto en Settignano, en la misma habitación en que había nacido. Cuando Miguel Ángel, llamado presurosamente, llegó allí, Buonarroto estaba ya delirante. Su lengua se había hinchado enormemente y estaba cubierta de una capa amarillenta. Giovansimone había llevado a Bartolommea y los niños a otro lugar, el día anterior. Los criados y contadini habían huido por temor al contagio.

Miguel Ángel acercó una silla al lecho de su hermano, mientras pensaba qué parecidos eran todavía. Buonarroto lo miró alarmado.

—¡Miguel… Ángel!… ¡No… no te… quedes…! ¡La… epidemia!

Mojó los resecos labios del enfermo con un trapo húmedo y murmuro:

—¡No te dejaré! ¡Tú eres el único de toda la familia que me ha amado!

—¡Siempre… te quise!… Pero… he sido…, una carga… Perdón…

—No tengo nada que perdonarte, Buonarroto. Si te hubiera retenido a mi lado siempre, habría sido mucho mejor para mí.

El enflaquecido rostro del enfermo se animó con una leve sonrisa:

—Miguel… Ángel… ¡Siempre… has sido… tan bueno!

Al anochecer, Buonarroto agonizaba ya. Miguel Ángel lo alzó rodeándole el cuerpo con el brazo izquierdo, apoyada la pálida cabeza en su pecho.

Buonarroto sólo despertó una vez, vio a Miguel Ángel cerca de él y una expresión de paz iluminó su rostro. Unos segundos después, expiró.

Miguel Ángel llevó el cadáver de su hermano, envuelto en una manta, al cementerio situado detrás de la pequeña iglesia. No había féretros ni nadie que cavara una fosa. Lo hizo él mismo, bajó el cadáver al hoyo, llamó al sacerdote, esperó que el cuerpo de su hermano fuera rociado con agua bendita y luego comenzó a rellenar la tumba.

Regresó a Vía Mozza, quemó todas las ropas que había llevado puestas, se bañó en su tina de madera con agua bien caliente. Ignoraba si aquello lo inmunizaría contra la epidemia, pero en realidad no le importaba mucho. Le llegó la noticia de que Simone, el mayor de sus sobrinos, había muerto también, víctima de la epidemia. Y pensó: «Tal vez Buonarroto sea el más afortunado de todos».

Si estaba atacado ya por el mal, no le quedaban más que unas horas para poner en orden sus asuntos. Tomó un papel y escribió un documento por el que devolvía la dote que la viuda de su hermano había aportado. Puesto que era joven todavía, necesitaría aquel dinero para conseguir un segundo marido. Dispuso que su sobrina Cecca, de once años ya, fuese internada en el convento de Boldrone, a lo cual destinó el producto de dos de sus granjas. Destinó también fondos para la educación de sus sobrinos, Leonardo y el pequeño Buonarrotino. Y cuando Granacci golpeó a su puerta, cerrada con llave, Miguel Ángel le gritó:

—¡Vete! ¡He estado expuesto a la epidemia! ¡Puedo haberme contagiado!

—¡No seas loco! ¡Eres demasiado duro para morir! Abre enseguida, que traigo una botella de vino para ahuyentar a los espíritus malignos.

—Vuélvete a tu casa y bebe ese vino con tu familia. ¡No quiero ser la causa de tu muerte! Tal vez si sigues viviendo puedas llegar a pintar un cuadro bueno.

—¡Ahora! —rió Granacci—. Si estás vivo mañana, ven a terminar la mitad del Chianti que te corresponde.

La epidemia cedió. Desde las colinas circundantes, la gente fue regresando a la ciudad. Se abrieron nuevamente los comercios. La Signoria volvió a Florencia, y una de sus primeras resoluciones fue encargar a Miguel Ángel Buonarroti que esculpiera el Hércules que Soderini había encargado veinte años atrás.

Pero…, una vez más intervino el Papa Clemente. De vuelta en el Vaticano, merced a una alianza con el Sacro Imperio Romano, retomó las riendas del poder sobre los renegados cardenales italianos, franceses e ingleses, y formó un ejército con las fuerzas del duque de Urbino, las tropas de Colonia y las españolas. Ese ejército fue enviado ahora contra la independiente Florencia, con el fin de derrocar a la República, castigar a los enemigos de los Medici y restaurar una vez más el poderío de la familia. Spina había subestimado al papa Clemente y a los Medici; Miguel Ángel fue llamado a la Signoria, donde el gonfaloniere Capponi ocupaba el escritorio de Soderini y se hallaba rodeado por los miembros del Consejo de Ochenta.

—Puesto que es escultor, Buonarroti —dijo con voz apresurada—, hemos supuesto también que puede ser ingeniero de defensas. Necesitamos muros que no puedan ser vencidos. Puesto que son de piedra y usted es hombre de piedra…

Miguel Ángel calló. ¡Ahora si que se vería realmente envuelto en la guerra, y por ambos bandos!

—Limítese al sector sur de la ciudad —prosiguió Capponi—. Por el norte somos inexpugnables. Y presente su informe lo más rápidamente posible.

Miguel Ángel exploró los varios kilómetros de muros, que comenzaban en el este con la iglesia de San Miniato, en la cima de una colina, y serpenteaban hacia el oeste antes de volver al Arno. Ni los muros ni las torres de defensa se hallaban en buenas condiciones. Además, no había zanjas en la parte exterior de los muros que hicieran más peligroso el avance al enemigo. Las piedras estaban flojas, y los ladrillos, pésimamente cocidos, se desmoronaban; eran necesarias más torres para colocar cañones y agregar más altura a las mismas para que no pudieran ser escaladas. La base principal de la línea de defensa tendría que ser el campanario de San Miniato, desde cuya altura los defensores podrían dominar la mayor parte del terreno donde tendrían que cargar las tropas enemigas.

Volvió al despacho del gonfaloniere Capponi con su informe y expuso ante él y los miembros del Consejo de Ochenta el número de picapedreros, albañiles, fabricantes de ladrillos, carreros, porteadores y campesinos que necesitaría para que aquellos muros quedasen en condiciones de ser defendidos. El gonfaloniere exclamó impetuosamente:

—¡No toque San Miniato! ¡No hay necesidad de fortificar una iglesia!

—Por el contrario, Excelencia: ¡hay necesidad, y mucha! Si no lo hacemos, el enemigo no tendrá necesidad de derribar nuestros muros. Nos atacarán por el flanco, desde aquí, al este de la colina de San Miniato.

Se le dio permiso para demostrar que su plan era el mejor posible. Inmediatamente pidió la ayuda de todos: Comanacci, la Compañía del Crisol, los canteros del patio de mármoles del Duomo. Los trabajos avanzaron a toda prisa, pues según se anunciaba, el ejército del Papa avanzaba ya sobre Florencia desde varias direcciones: una formidable fuerza de hombres bien adiestrados y poderosamente armados. Miguel Ángel hizo construir un camino desde el río para sus hombres y provisiones y luego comenzó el trabajo en los bastiones de la primera torre, fuera de la portada de San Miniato, hacia San Giorgio, cerrando la colina vital de defensa con elevados muros de ladrillo. Un centenar de contadini trabajaban febrilmente, levantando aquellas paredes a toda prisa. Mientras tanto, otras cuadrillas reforzaban, reparaban o reconstruían otras partes débiles de los muros y daban mayor altura a las paredes de las torres, a la vez que construían otras nuevas en los lugares más vulnerables.

Terminada la primera fase del trabajo, la Signoria realizó una inspección de las obras. A la mañana siguiente, cuando entró Miguel Ángel en el despacho de la Signoria, fue saludado con sonrisas.

—Miguel Ángel, ha sido elegido miembro de los Nove della Milizia, con el cargo de gobernador general de las fortificaciones.

—Es un gran honor para mí, gonfaloniere.

—Y una responsabilidad todavía mayor. Queremos que haga una gira de inspección a Pisa y Livorio, para asegurarse de que nuestras defensas marítimas están en condiciones.

Ya ni siquiera pensaba en su querida escultura. Ahora tenía una misión específica que cumplir. Florencia lo había llamado en un momento de peligrosa crisis. Jamás se había imaginado como jefe militar, ni organizador, pero ahora descubrió que la creación de complicadas obras de arte le había enseñado a coordinar cada detalle importante para lograr un resultado final completo. Y hasta se lamentaba de no poseer algo del genio inventivo de Leonardo da Vinci.

A su regreso de Pisa y Livorio, inició la excavación de una serie de grandes zanjas, tan profundas como fosos. La tierra y piedras de aquellas excavaciones fue empleada en la construcción de nuevas barricadas. Después ordenó que se derribasen todos los edificios que se hallaban entre los muros defensivos y la base de las colinas circundantes, sobre una extensión de algo más de un kilómetro y medio al sur, para limpiar el terreno desde donde atacaría el enemigo. Sólo unos cuantos soldados obedecieron la orden de derribar algunas pequeñas capillas. Cuando el mismo Miguel Ángel llegó al refectorio de San Salvi y vio La última cena de Andrea del Sarto, con todo su esplendor, exclamó:

—¡Déjenla! Es una obra de arte demasiado grande para ser destruida.

La Signoria lo envió a Ferrara para estudiar las nuevas fortificaciones del duque de Ferrara. Éste, un hombre culto y entusiasta aficionado a la pintura, escultura, poesía y teatro, le rogó que aceptase ser invitado suyo en el palacio. Miguel Ángel rechazó muy cortés el ofrecimiento y se alojó en una posada, donde experimentó la alegría de un ruidoso reencuentro con Argiento, que llevó a sus nueve hijos para que besaran su mano.

—Dime, Argiento, ¿has conseguido ser un buen agricultor? —preguntó Miguel Ángel.

—No —respondió Argiento—. Pero la tierra hace crecer las cosas, por mucho que yo haga en contra. Los niños son mi principal cosecha.

Cuando Miguel Ángel agradeció al duque de Ferrara por haberlo acompañado a recorrer las estructuras de defensa, el duque dijo:

—Pinte algo para mí. Con eso me recompensará con creces.

—En cuanto termine la guerra —respondió Miguel Ángel, sonriente.

De regreso a Florencia, se encontró con que el general Malatesta, de Perugia, había sido llevado a la ciudad con el cargo de comandante. Seria uno de los que mandarían las fuerzas de defensa. Inmediatamente discutió con Miguel Ángel, respecto al plan de éste de levantar soportes de piedra a las fortificaciones, tal como había visto en Ferrara.

—¡Ya nos ha cargado con demasiados muros! —dijo—. Llévese a sus campesinos y deje que mis soldados se encarguen de la defensa de Florencia.

Aquella noche, Miguel Ángel recorrió la base de los baluartes. Llegó a un lugar donde había ocho piezas de artillería dadas a Malatesta para defender el muro de San Miniato. En lugar de colocarlas dentro de las fortificaciones o en los parapetos, estaban fuera de los muros. Miguel Ángel despertó a Malatesta, que dormía.

—¿Qué significa esto de exponer sus piezas de artillería de esa manera? —inquirió, severo—. Las hemos protegido con nuestras vidas hasta su llegada. Cualquiera podría robarías o destruirlas ahí afuera.

—¿Es usted el comandante del ejército florentino? —preguntó Malatesta, lívido de ira.

—No, nada más que de los muros de defensa.

—Entonces, vaya a construir sus ladrillos de bosta, y no venga a decirle a un soldado cómo debe pelear.

De regreso a San Miniato, Miguel Ángel encontró al general Mario Orsini, quien le preguntó:

—¿Qué ha sucedido, amigo mío? ¡Su rostro tiene una expresión sombría!

Miguel Ángel le contó lo que acababa de ocurrirle con el general Malatesta. Cuando hubo terminado, el general Orsini le dijo con evidente tristeza.

—Debe saber que todos los hombres de su casa son traidores. A su tiempo, éste también traicionará a Florencia.

—¿Ha denunciado eso a la Signoria?

—No. Soy un soldado contratado, como Malatesta, no un florentino.

A la mañana siguiente, Miguel Ángel esperó en el gran salón del palacio hasta que fue admitido a la presencia del gonfaloniere. La Signoria no se mostró muy impresionada por sus palabras.

—Deje de preocuparse respecto de nuestros oficiales. Limítese a la realización de sus nuevos planes para los muros defensivos. Éstos no deberán ser vulnerados, recuerde.

—No será necesario, si los defiende Malatesta. Él mismo se encargará de vulnerarlos.

—Vaya a descansar… ¡Está agotado!

Volvió a los muros y continuó dirigiendo los trabajos, bajo el sol calcinante de septiembre, pero no le era posible arrancar de su mente al general Malatesta. En cualquier sitio, oía historias contra el militar: había entregado Perugia sin combatir, sus hombres se negaron a luchar contra las fuerzas del Papa en Arezzo. No bien los ejércitos invasores llegasen a Florencia, Malatesta entregaría la plaza…

Su agitación creció. Veía ya a las tropas del Papa entrar en la ciudad y destruirla, como Roma había sido arrasada, y dedicarse al saqueo y al pillaje. Las obras de arte serían destruidas. Desvelado, incapaz de dormir, comer ni concentrar su atención en las obras defensivas, comenzó a oír comentarios que lo convencieron de que Malatesta había reunido a los oficiales en el muro meridional y estaba conspirando contra Florencia.

Pasó seis días y sus noches sin dormir ni alimentarse, imposibilitado de dominar su ansiedad. Una noche, oyó una voz que le hablaba, y se dio la vuelta instantáneamente en el parapeto.

—¿Quién es? —inquirió.

—Un amigo suyo.

—¿Qué desea?

—Salvarle la vida.

—¿Está en peligro?

—¡De la peor clase!

—¿A causa del ejército del Papa?

—No. Malatesta.

—¿Qué trama Malatesta?

—Hacerlo matar.

—¿Por qué?

—Por haber denunciado sus planes de traición.

—¿Qué debo hacer?

—Huir.

—Pero eso sería otra traición.

—Mejor que ser muerto.

—¿Y cuándo debo partir?

—Ahora mismo… ¡Inmediatamente!

Bajó del parapeto, cruzó el Arno y se dirigió a la Vía Mozza. Ordenó a Mini que pusiera ropas y dinero en sus alforjas. Los dos montaron a caballo y al llegar a la Puerta de Prato fueron detenidos. Sin embargo, uno de los guardias exclamó:

—¡Déjenlo pasar! Es Miguel Ángel, miembro de los Nove della Milizia.

Se dirigió a Bolonia, Ferrara, Venecia, Francia… hacia la seguridad.

Siete semanas después, volvió humillado, deshonrado. La Signoria lo multó y lo suspendió de su cargo en el Consejo por un periodo de tres años. Pero debido a que los ejércitos del Papa estaban acampados ahora en número de treinta mil, en las colinas, frente a las defensas meridionales de la ciudad, lo mandaron de nuevo a hacerse cargo de las fortificaciones.

—Debo confesar que la Signoria te ha tratado con excesiva benevolencia —dijo Granacci, severo—. Sobre todo, si se considera que has regresado cinco semanas después de aprobarse la Ley de Exclusión de los Rebeldes. Podías haber perdido todas tus propiedades de Toscana. Creo que será mejor que lleves una manta a San Miniato y suficientes provisiones para un año de sitio…

—No te preocupes, Granacci, no cometeré dos veces la misma estupidez.

—Pero ¿qué fue lo que te pasó?

—Oí voces.

—¿De quiénes?

—Mías.

Granacci rió de buena gana y replicó:

—En mi misión me ayudaron los rumores de la recepción de que habías sido objeto en la corte de Venecia, el ofrecimiento del Dux para que le diseñases un puente sobre el Rialto, y los esfuerzos del embajador de Francia para llevarte a la corte francesa. La Signoria opinó que eras un idiota, lo cual también es cierto. No les agradaba eso de que te radicases en Venecia o París. Tienes que dar gracias a tu buena estrella por saber esculpir, pues de lo contrario a lo mejor no volverías a ver el Duomo.

La agonía y el éxtasis
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