Catorze
L’EDIFICI ON TREBALLAVA en Gabriel Sepúlveda i el seu següent testimoni, el pare Ramiro Estebaranz, era ostensiblement lleig, gris, mancat de qualsevol atractiu. Tenint en compte que es tractava d’una seu del Ministeri d’Informació i Turisme, la imatge era depriment, sobretot pel que feia al «Turisme», ja que almenys, la «Informació», se suposava que era fosca i secreta. Vint-i-quatre anys de pau havien restablert la vida al país, però aquí i allà encara es veien parets amb empremtes de trets i metralla enquistada als buits. A la façana, no s’hi detectava cap d’aquests senyals, tan sols el pas del temps, cruel a vegades, singular d’altres, sempre clar per determinar un origen. La construcció, aspra i grisa, tant podia ser dels temps més tèrbols de la República com del començament de la dictadura.
Dictadura.
Una paraula compromesa per a un inspector de policia.
I a sobre havia de parlar amb un capellà.
Ell.
L’Hilari es va blindar el cervell i va bloquejar totes les seves capacitats crítiques. Li feia la sensació que anava a les palpentes, però el camí que seguia era l’únic que, de moment, tenia. Una vídua que ignorava de les veritats del seu marit, uns fills que ho desconeixien tot del seu pare, una amant indefensa, un germà poderós i amenaçador.
I l’aleteig d’en Pablo García voleiant per damunt del seu cap, a l’espera que caigués i se’l pogués cruspir de viu en viu.
En Ramiro Estebaranz era com tots els capellans. No és que en conegués gaires, però en veia pertot arreu. Panxa de bon menjaire, sotana cordada de dalt a baix, quatre cabells mal comptats al cap, cara rodona, rosada, ulls de gripau i mans d’austeritat. Li va estrènyer la dreta amb una encaixada tova i a l’Hilari li va fer la impressió que, només que hagués premut un xic més, l’hi hauria desfet com una figura de xocolata al sol.
Abans que li digués res, ho va fer ell.
—¡Qué pérdida, inspector! ¡Qué perdida!
—Dios lo da, Dios lo quita. —Va estar a l’altura de les circumstàncies.
—¡No sabe usted cuánta razón llevan sus palabras! Precisamente se lo decía a Gabriel no hace ni una semana, pues se me murió un primo mucho más joven que yo, de manera fulminante. ¿Quiere sentarse? Imagino que querrá hacerme las preguntas de rigor.
—¿De rigor?
—Si Gabriel tenía enemigos, alguien que le quisiera mal, si me había comentado algo a mí… Todo eso, ¿no?
—Más o menos.
—Pues no tenía enemigos, no conozco a nadie que le quisiera mal y no me comentó nada de que andara con problemas o preocupado, ya ve.
—Ya veo.
—¡Pero siéntese, por favor! Aunque no pueda aportarle nada, mejor que hablemos sentados. Ustedes, los policías, se pasan el día de aquí para allá, ¿no? Y eso que ahora España es un bálsamo, que de todas formas poca delincuencia debe haber, aunque siempre queda algún hijo descarriado.
Tenia facilitat de paraula i, com a bon capellà, sabia embastar els mots. De la trona estant segur que era capaç de fer bons sermons. Flagells verbals perquè la gent senzilla fos temorosa de Déu gairebé tant com de Francisco Franco Bahamonde, «Generalísimo de los Ejércitos y Caudillo de España por la gracia del Señor», que per alguna cosa entrava sota pal·li a les esglésies.
L’Hilari es va asseure a la cadira que li oferia.
En Ramiro Estebaranz ho va fer darrere la seva taula, damunt la qual hi havia obert de bat a bat un manuscrit que mostrava els traços rectes de Déu en forma de línies vermelles sobre un text mecanografiat.
—Cuando acabe de hablar con usted y termine mi jornada laboral aquí, iré a casa de los Sepúlveda, a darles consuelo espiritual en tan tristes momentos.
—Yo estaba allí cuando le he telefoneado.
—¿No me diga? —Va arrufar el nas—. ¿Cómo están?
—Puede imaginárselo.
—Ya, ya. —Va ajuntar els tous dels deu dits i es va recolzar a la taula, amb el manuscrit obert sota la seva figura imponent.
—¿Sabe ya cómo murió el señor Sepúlveda?
—Nos han informado, sí. Algo verdaderamente cruel y sádico.
—Acaba de decirme que su compañero era una persona sin enemigos ni nadie que le quisiera mal.
—Me consta. Pero dadas las circunstancias del crimen…
—Veintisiete cuchilladas.
—Dios bendito. —Es va senyar.
—Hábleme de él.
—¿Qué quiere que le diga? —Va fer un gest explícit—. Gabriel era un hombre recto, de elevados principios morales y religiosos, muy entero, inquebrantable en su vida e implacable en su trabajo. —Va canviar el to per afegir—: ¿Sabe usted cuál era su cometido aquí?
—Sí.
—Bien —va assentir amb el cap—. No somos personas públicas, no publicitamos nuestro quehacer, somos discretos, justos, casi invisibles, pero sobre nuestras cabezas reposa una elevada misión que, a veces, es una carga. Si supiera usted lo que me veo obligado a leer aquí… —Va posar una mà castigadora damunt del manuscrit tacat de vermell—. Como ministro del Señor, me cuesta creer que haya mentes capaces de escribir estas cosas. En lo que a mí respecta es un peso enorme, pero que sobrellevo con dignidad y entereza, pues entiendo que no soy más que un instrumento de la mano divina. Él me guía. —Va alçar un dit al cel—. Inspector, cuanto más toleramos y más permisividad mostramos, abriendo la mano como buenos cristianos, más se desvía la gente de su camino, y hay que volver a cerrarla. Es como si ya hubieran olvidado lo justa que fue nuestra Cruzada contra la indecencia y la barbarie, y el abismo al que nos abocábamos entonces. Ahora nos toca a nosotros velar por la moral y la decencia de los españoles. A veces creo que España no va a aprender nunca de sus errores, y más los catalanes y los vascos.
—Yo soy catalán —va dir l’Hilari.
—¡Y yo vasco! —va replicar el seu interlocutor, somrient efusivament—. Pero usted es policía, cuida de la ley y el orden. Es su sagrado deber. Yo en cambio soy sacerdote, cuido del espíritu y el alma. Y eso es todavía más sagrado, porque lo efímero de nuestra vida terrenal desaparece, mientras que, en cambio, los asuntos del Cielo…
Havia de ser més directe, ja que cada vegada que parlava el pare Ramiro semblava que fes un sermó.
—¿El señor Sepúlveda y usted eran muy amigos?
—Bueno, compartíamos trabajo, algunas charlas, comentarios, opiniones… Ya sabe. Él era un hombre muy hogareño. Casi cada día se iba puntualmente a las seis y media para no llegar muy tarde a casa.
—Ayer se fue a esa hora.
—Sí, así es. Dijo que tenía que estudiar con su hijo.
—Encomiable.
—Y que lo diga. Y eso que el chico le daba algún que otro quebradero de cabeza.
—A esa edad…
—Peligrosa, sí. Mucho.
—Además de amigo, ¿era su confesor?
—No, no. Hubiera sido mezclar cosas. Se confesaba en su parroquia los domingos, imagino.
—¿Le suena el nombre de Roberto Aguilar?
—No.
—¿Y el de Clara Fernández?
—No, tampoco.
—Me han comentado varias personas que en este último año cambió un poco.
—¿En qué sentido?
—Bebía.
—Malas lenguas, por Dios.
—¿No era verdad?
—El que esté libre de culpa que tire la primera piedra. —Va fer un posat més seriós i greu—. ¿Sabe la presión a la que estamos sometidos? ¿Sabe lo que hemos de soportar, leer, ver, para que los españoles no tengan que sufrir este agravio? Imagínese que somos como un colador. Se le echa todo encima y sale únicamente lo bueno. Lo malo se queda en el colador y va a la basura. ¿Pero dónde está nuestra basura? Tenemos que ser muy fuertes, inspector, mucho. Cada día abrimos estos libros, y cuando aprobamos uno sin tacha es una alegría para nosotros. El resto… Jugamos al ajedrez con el diablo. Yo leo escenas aquí —va posar la mà damunt del manuscrit— que me sonrojan profundamente y me desagradan, como sacerdote y como ser humano. Son textos obscenos, tanto sexual como política o religiosamente. Hay que ser muy fuerte para mantenerse firme y cuerdo ante ello. —Va fer una pausa molt breu—. No estoy diciendo que debamos emborracharnos o hacer locuras para mantener el equilibrio. No. Pero de ahí a insultar a un buen hombre llamándole borracho…
—Sólo me han dicho que bebía.
Com si li hagués parlat del temps.
Ell, a la seva.
Amb el seu to de veu secular, gairebé hipnòtic.
—Los escritores, los cineastas, los nuevos cantantes…, sobre todo éstos que ahora se empeñan en volver a las andadas y cantar en catalán…, se creen que somos idiotas. Mire esto… —Va allargar la mà, va furgar entre un petit munt de folis i en va agafar un que aparentment contenia un poema—. Lea la letra de esta canción, léala. Sólo el comienzo, es suficiente.
Va llegir-la.
El cel blau es tornarà vermell a l’alba,
i en arribar la nit
les llàgrimes cauran damunt dels nostres caps,
com perles pures.
L’hi va retornar.
—¿Eh, qué me dice?
—A mí me parece poético —es va atrevir a dir l’Hilari.
—¿Lo ve? —va cantar triomfal—. ¡Incluso usted, que es inspector de policía, un hombre inteligente al servicio de la patria, no ve nada malo! ¡Así es como se mueven ahora, con astucia, que para algo son instrumentos del diablo! ¡Pero a nosotros, aquí —es va posar un dit a la templa—, se nos enciende en seguida la alarma! ¡Esos estúpidos creen que pueden engañarnos, y no, no pueden! —Va sacsejar el full violentament amb la mà—. ¿Cielo rojo? ¿Rojo? ¡En el cielo está Dios, y Dios no permite eso! ¡Esta letra habla de la vuelta del comunismo al alba, eso es lo que dice!
—¿Y las lágrimas?
—¡La lucha! ¡«Y al llegar la noche las lágrimas caerán sobre nuestras cabezas, como perlas puras»! ¡Se refiere a la lucha! ¡«Y al llegar la noche» equivale a decir que será el momento de tomar las armas, y las lágrimas de unos y otros serán el precio a pagar! ¡Un precio que ellos consideran justo!
L’Hilari va ser incapaç d’articular ni una sola paraula.
Aquest cop no va poder.
El pare Ramiro el va observar com un triomfador, amb els ulls ben oberts.
El seu èxtasi va durar un parell de segons.
Seguidament va desar la lletra d’aquella cançó al lloc d’on l’havia tret i va semblar que tornava al món terrenal del seu interrogatori, just al punt en què havia canviat de tema i s’havia embrancat en digressions allunyades de la qüestió principal.
—Gabriel Sepúlveda no bebía —va sospirar—. Lo que pasa es que por azar protagonizó aquel incidente inoportuno y fortuito, el escándalo de la cena del premio que tanto lamentó después, se lo juro.
—¿Qué escándalo? —va preguntar l’Hilari.