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No conseguía encontrar a mi marido.
Por supuesto, este aprieto no es desconocido para una esposa. A los hombres se les da bien escabullirse, aunque solo se hayan distraído escribiendo una queja sobre el ruido callejero y se hayan olvidado de decirte que han salido a por tinta; sin embargo, desde el incidente con el rayo, debía tener especial cuidado con el mío. Tan celosa vigilancia lo volvía rebelde, aunque de todas formas el dolor que seguía padeciendo también lo volvía irascible. Yo ya me había acostumbrado a sus arrebatos. En mi opinión, yo lo estaba llevando de manera encomiable.
El rayo nos había sumergido en una crisis sin previo aviso. Podría haber sido un modo difícil de empezar un matrimonio, pero tenía su utilidad. Tiberio y yo no podíamos revolotear el uno alrededor del otro como tortolitos, mientras nos íbamos conociendo. Teníamos que resolver esto juntos y hacerlo ya. Después de estar a punto de perderlo durante la boda, yo misma me ponía nerviosa si no comprobaba su estado con frecuencia. En cierto momento, temí haberme casado con un inválido permanente, pero ahora ya sabíamos que la situación no era tan mala. Pero de golpe se sentía asaltado por el dolor o la confusión; necesitaba consuelo; tendía a quedarse en casa. Si alguna vez iba a los baños con Dromo, su esclavo personal, regresaba a casa rápidamente; cuando salía a cualquier otro sitio, yo le acompañaba. En su caso, que desapareciera sin dar explicaciones resultaba alarmante.
—¿Dónde está tu amo? —pregunté. Dromo era un joven inepto que se consideraba siempre injustamente tratado, lo que era una ridiculez. Tiberio siempre lo había consentido; yo lo aceptaba por el momento, aunque el chico me sacaba de mis casillas.
Dromo escurrió el bulto. Por lo general confiaba en que Tiberio le protegería si yo decidía gritarle o golpearle, cosa que no había hecho nunca, ni tan solo había amenazado seriamente con hacerlo.
—Ha salido, creo. Bueno, a mí no me ha dicho nada. Solo soy su esclavo, ¿por qué iba a molestarse en decirme nada o en llevarme con él?
—No seas tonto. Precisamente te tiene a ti para que lo sigas a todas partes como guardaespaldas, o para que realices sus encargos y lleves sus mensajes. Te saca y luego te atiborra a pasteles como el buen amo que es. Estoy preocupada por él, Dromo, y tú también deberías estarlo. Ayúdame a encontrarlo.
Siendo informante, seguí el procedimiento. Cuando una persona desaparece, se empieza a buscar por su habitación. A veces no se necesita más, porque el vástago o el cónyuge a la fuga ha dejado un mensaje quejándose del horrible trato que recibe; los que quieren que vayan a buscarlos o los que no quieren pero son realmente estúpidos mencionan adónde van. Tú los encuentras. Reclamas tus honorarios. El cliente sostiene que podría haber encontrado la nota por sí mismo y por lo tanto no te va a pagar. Lo normal. Detesto esos trabajos.
Tiberio no nos había dejado un mensaje. Registré nuestro dormitorio a fondo. El esclavo me observó en silencio.
La túnica que llevaba Tiberio estaba ahora sobre la cama. Era un edil, un magistrado superior, de modo que comprobé si se había puesto su atuendo formal con las franjas púrpura, pero lo encontré pulcramente doblado en un arcón. Los deberes oficiales eran el único motivo por el que Tiberio podría haber salido de casa en mitad del día, porque los obreros que trabajaban para él recibían sus órdenes por la mañana o cuando volvían al anochecer. La obra que realizaban ahora era la rutinaria reforma de un taller; Tiberio no se había molestado en supervisarla, dejándolo todo en manos de su capataz.
—No ha ido a la oficina de los ediles, entonces, ¿para qué se ha vestido? O bien anda por ahí en cueros o se ha puesto alguna otra cosa. Dromo, necesito saberlo para poder indagar.
—¿Por qué?
—Tengo que describírselo a la gente que podría haberlo visto. Quiero que averigües cuál de sus túnicas falta.
—No lo sé —se quejó el apático esclavo con tono abatido. Supuestamente, cuidar de la ropa de su amo era una de sus tareas, pero nadie lo diría—. Cualquiera de sus cosas podría estar en la lavandería. —Le señalé que sería él quien habría recogido las cosas que debían llevarse a lavar, así que debería recordar qué se había enviado a la lavandería la última vez. Pillado al fin, Dromo asomó la cabeza a regañadientes en el arcón abierto de la ropa y volvió a incorporarse, mascullando—: Se ha puesto esa vieja túnica marrón.
Así que al parecer Tiberio sí estaba trabajando, porque la túnica marrón era el disfraz que adoptaba cuando salía de incógnito. Como magistrado, tenía su propia y pintoresca manera de detectar a los delincuentes; cuando yo lo conocí, patrullaba por las calles con la pinta de un haragán al que no querrías acercarte demasiado, mientras iba detectando a personas que bloqueaban la acera, vendían mercancías falsas en puestos callejeros o eran dueños de peligrosos animales salvajes.
Me alegré de que volviera a tomarse interés. Entonces encontré el anillo de boda.
Incluso Dromo demostró un agorero sentido de la oportunidad.
—¡Mierda! Me había dicho que eso no se lo quitaría nunca.
Gracias, Dromo.
Entonces, encontré también el anillo de sello de mi marido en otra bandeja para los dijes.
Me senté en la cama, tratando de mantener la calma. ¿Casada hacía menos de diez semanas y mi marido me había abandonado? Eso no sería nada fácil de explicar a nuestros amigos y parientes. Ninguno de ellos se sorprendería; me consideraban una excéntrica que pronto lo ahuyentaría. Pero yo sí que estaba sorprendida y mucho.
—¡No llores! —ahora Dromo estaba aterrado—. Si vas a llorar, me voy.
—¡Entonces eres el típico chico! —Me enjugué los ojos—. No estoy llorando. Tiberio Manlio volverá pronto.
—¿Adónde ha ido?
—¿Cómo voy a saberlo? Ya es mayorcito. No necesita que lo acompañe un pedagogo para que le lleve sus deberes escolares… Oh, deja ya de poner ojos de lechuza, Dromo. Quiero decir que puede ir adonde le plazca.
—¿Ha ido a emborracharse a una taberna?
—¿Por qué?
—Odia a Laia Graciana.
—Bueno, lo dudo, ni siquiera por ella; beber en solitario no es del estilo de tu amo…
¿O me equivocaba? Si la visita de su exmujer lo había alterado en exceso, quizá quisiera recuperarse a solas… ¿Esto era culpa de Laia? Si Laia Graciana había dicho o hecho alguna cosa para agravar su ansiedad, se lo haría pagar.
Interrogué a Dromo sobre el tiempo que había permanecido en la casa tras irme yo de la antesala. No mucho. Al mismo tiempo que el esclavo me había visto escondiéndome en la alacena, su amo le había llamado a gritos. Dromo había acudido a regañadientes; a él tampoco le gustaba Laia. (El muchacho tenía sus cosas buenas). Pero me confirmó que su amo le había ordenado que la acompañara hasta la puerta. Tiberio, ni la había acompañado él mismo cortésmente, ni la había despedido con un beso en la mejilla. Todo el peso de la cortesía había recaído sobre Dromo.
—He tenido que ir con ella hasta su silla de manos. Debería haberme dado una moneda de cobre por mi ayuda, ¡pero nada!
—¿La has ayudado?
—No, estaba de mal humor.
Casi le di yo la moneda.
—¿Le ha dicho algo más tu amo?
—Solo le ha gruñido: «Ya nos has explicado la situación; tendremos que pensárnoslo». Entonces ella ha echado la cabeza hacia atrás y se ha dirigido a la puerta delante de mí.
No estaba segura de si Dromo había vivido con ellos años atrás, cuando estaban casados; de ser así, Dromo sería entonces un niño. Pero tenía la impresión de que Tiberio había adquirido a Dromo de pequeño para que le hiciera de recadero, después de que Laia lo echara. Cuando Tiberio se fue a vivir a casa de su tía, seguramente los criados de los que eran dueños en común se habían quedado con ella; Laia había logrado un despiadado acuerdo de divorcio.
Al menos, si no habían conversado más, no necesitaba visitar a Laia para preguntar qué había dicho para hacer desaparecer a Tiberio.
No tendría que admitir ante ella que no sabía dónde estaba.
Cuando esa noche no volvió, me entró el pánico de veras. Al día siguiente, salí rápidamente a recorrer los lugares que frecuentaba. Era tan temprano que Roma parecía un melocotón pocho, muy prometedor, pero demasiado maduro para soportarlo. Las sórdidas reliquias de las aventuras de la víspera cubrían todas las calles. Había vómito en las fuentes y cosas peores en las alcantarillas.
Pisando trozos de guirnaldas rotas y rodeando los cuerpos de algún que otro juerguista desmayado, afanosamente visité la oficina de los ediles, la casa del tío de Tiberio, las tiendas y puestos callejeros que a él le gustaban, el barbero del que era cliente, un almacén del que era propietario y que intentaba alquilar… Nadie lo había visto. Bajé hasta el Dique de mármol, donde vivía mi familia; todos me dijeron las palabras de consuelo más pertinentes… Luego los vi intercambiando señales de preocupación a mis espaldas.
Mi última esperanza era el gimnasio de Glauco. Este establecimiento del Vicus Tuscus, en el Foro, era donde mi padre acudía a hacer ejercicio cuando se enfrentaba con alguna crisis; yo había convencido a Tiberio para que fuera a recibir masajes curativos. Ahora el negocio lo llevaba Glauco el Joven, hijo del primer propietario y atleta retirado de cierto prestigio. Tomándose un vivo interés por el accidente de mi marido, había estado investigando los efectos físicos y mentales de sobrevivir a un rayo. Había llegado a averiguar más cosas incluso que algunos médicos a los que habíamos consultado.
Lo encontré apoyándose en un muchacho al que entrenaba para la lucha. El pupilo tenía un aire desesperado; Glauco, que conservaba su soberbio físico, apenas tenía que esforzarse.
Cuando le conté lo que ocurría, se mostró abatido.
—Esto es una pesadilla, Glauco. Se te ha puesto la cara verde…, ¿qué pasa?
Nos conocíamos desde hacía años. Seguramente él lo había olvidado, pero en una ocasión me había propuesto matrimonio. No, me equivoco; el pobre Glauco, que era extremadamente serio, seguramente no lo había olvidado en absoluto, sino que, a medida que yo me iba haciendo mayor y adquiría fama de intratable, habría estado preocupado desde entonces por si cambiaba de opinión y decidía aceptarlo…
Con semblante intranquilo, Glauco me dijo que había encontrado varias anécdotas sobre supervivientes de un rayo que habían abandonado su hogar inopinadamente. Incluso ellos parecían confusos sobre el porqué. A veces los encontraban, quizá bastante tiempo después y a muchas leguas de distancia, viviendo una vida nueva con una identidad distinta.
—Si sus parientes logran hallarlos, Albia, parece ser que se dejan convencer para regresar. De hecho vuelven de buen grado.
—Vaya, eso son buenas noticias…, ¡pero primero tengo que encontrarlo! Cuando desaparecen, ¿hay alguna lógica que los lleve al sitio en el que acaban?
—No, parece ser pura casualidad.
Genial.
Volví a casa caminando despacio. Subí al dormitorio, pasé un trozo de cordel por la alianza de mi marido y su anillo de sello con el dibujo de un caballo con cola de pez, y me lo colgué del cuello bajo la ropa. Empezaba a aceptar que podía pasar bastante tiempo antes de que los anillos volvieran a sus dedos.
Me senté en la cama, pensando en la ironía de que me contrataran para encontrar a personas desaparecidas, cuando no tenía la menor idea de cómo empezar a buscar a mi propio marido.