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Dimos la jornada por concluida. Tiberio y yo gozamos de un tiempo de intimidad.
Más tarde, por la noche, salimos a dar un paseo y aprovechamos para comprobar los progresos con la estatua. A Min lo habían dejado envuelto en abultados vendajes, que curiosamente reflejaban lo que le habría ocurrido a un paciente humano que hubiera sufrido ese tipo de operación…, de ser posible. Decidimos que las vendas eran para evitar que se deslizara. El restaurador de estatuas sujetaba el paquete en su sitio con abrazaderas y envolviéndolo en telas, mientras se fijaba una fuerte cola mezclada con polvo de mármol. Nadie quería que a un dios de la fertilidad le quedara torcida.
Di las gracias al paciente por su ayuda con tono serio, luego Tiberio cubrió toda la estatua con telas para protegerla de los fisgones. Ambos teníamos un tierno afecto por aquel dios. Min, no solo nos había ayudado a hacer un descubrimiento significativo; más importante aún era que su presencia había ayudado a Tiberio. Trabajando disfrazado en el puesto de lechugas, aunque fuera una ridiculez, había apartado de sus pensamientos los problemas sufridos a causa del rayo. Min me había devuelto a mi hombre.
Al día siguiente, mi prioridad sería buscar a Publio Volumnio Aucto. Decidí los pasos que iba a dar la noche anterior. En el momento en que Aucto había desaparecido, su amigo Numerio Cestino se encontraba encerrado con sacos de lechugas. Numerio no tendría gran cosa que añadir a la historia de sus padres, y yo no creía que los otros muchachos fueran a delatar a su amigo. En el caso de las chicas, en cambio, recordé que se suponía que a Aucto le gustaba Umidia. Averigüé dónde vivía y me fui a verla.
Por desgracia, la supervisión de los padres se había hecho más estrecha. Solo me permitieron entrevistar a la joven menuda y pálida en presencia de su madre, lo que resultó inhibidor. Solo conseguí persuadir a Umidia para que admitiera que sabía que Aucto había regresado a Roma; sabía también que se había alojado un tiempo en casa de los Cestia, pero que ya no estaba allí. Bajo presión, confirmó que había estado en la cena de Fábulo.
Su madre le lanzó una mirada penetrante al oírlo. Umidia la ignoró. Al contrario que las otras chicas, era callada, reservada, y parecía complaciente. Bueno, al menos así era como se comportaba en casa. Al parecer su madre se creía el numerito. Seguramente aceptarlo les había ahorrado muchas riñas.
Pregunté a Umidia por su relación con Aucto. La historia que le sonsaqué fue que, antes de que él se fuera a África, Publio Volumnio y ella se gustaban mucho, aunque nunca habían hecho nada al respecto. Su madre no parecía poner objeciones a la idea general —«Su padre, bonus vir, está bien considerado y conozco a su pobre madre»—; sin embargo, tuve la sensación de que Umidia le restaba importancia a la relación a propósito.
Me pareció mejor no preguntarle delante de su madre acerca de la conversación que le había oído mantener con Sabinila y Redenta, aquella en la que comentaba el atractivo —y quizá algo más— del maestro que la enseñaba a usar la espada. No obstante, cuando estaba a punto de marcharme con las manos vacías, dejé caer de pasada que, siendo informante, también a mí me gustaría adquirir habilidades para defenderme; convencí a la madre de que me dijera quién era. Habló bien de él y de sus clases. A Umidia se la veía apagada; no dijo nada.
El maestro de la espada se llamaba Marcial. ¡Cómo no!
Era un hombre negro corpulento con una inmaculada túnica blanca; tenía una buena higiene personal y músculos bien definidos, pero era físicamente ágil y sus modales eran tan modestos que casi parecía tímido. En un principio utilicé la excusa de la defensa personal para justificar mi visita, admitiendo que era informante y pidiendo detalles de sus honorarios. Fingí nerviosismo, afirmando que a mis padres no les gustaba que sus hijas utilizaran espadas.
—Mi padre dice que tener un conocimiento escaso es peor que no tener ninguno, que los aficionados solo son un peligro para sí mismos.
Marcial asintió sabiamente. Me lanzó una mirada inquisitiva. Acabé confesando la verdad. Mencioné a Umidia y expliqué abiertamente que formaba parte de una investigación. Marcial dijo que llevaba un tiempo sin verla.
—Ha vuelto el novio.
—¿A él no le gusta que use la espada? —Lo que quería decir era «¿No le gusta que venga a verte?». Marcial lo comprendió, aunque no hizo ningún comentario. Sonreí y pregunté—: ¿Conociste a su novio?
—Parecía buena persona.
—Me han dicho que es atlético.
—En baja forma.
—¿Comparado contigo? ¿Lo has visto recientemente?
—Umidia hablaba a menudo de él.
—Puede que incluso te dijera más cosas a ti de lo que le contaba a él. —Pensé que Marcial podía acabar sincerándose, así que seguí presionándolo—: Tuve la impresión de que ella aún no estaba segura de cómo se sentía con respecto a esa relación.
Él se encogió de hombros. Me gustó que respetara las confidencias que le hacía durante sus clases.
—La última vez que ella vino, él la recogió después de la clase. Cuando vino al gimnasio a buscarla, se presentó él mismo muy educadamente. Me pareció muy correcto. Muy decente por su parte. Hacían una bonita pareja.
—¿Él estaba solo aquel día?
—No, creo que iba acompañado de un esclavo. —Algunas personas quizá no lo habrían mencionado; para algunas, el acompañante habría sido invisible. Pero supuse que el propio Marcial sería hijo de esclavos.
—¿Y no has visto a Umidia desde entonces?
—No. Eso fue hace unas dos semanas. Aún le quedan unas cuantas horas que sus padres pagaron por adelantado. Lo lamentaré si lo deja; tenía un buen estilo, sabía concentrarse y estaba desarrollando una buena técnica.
—No creo que su madre sepa que Umidia ha dejado de venir.
Marcial dijo que seguramente eso significaba que Umidia utilizaba las «clases de manejo de la espada» como tapadera para verse con su novio sin que sus padres lo supieran. Lo dijo sin amargura.
Parecía un buen hombre. Si hubiera estado más cerca del Aventino, quizá yo misma habría tomado clases con él.
Pequeñas pistas. Un retazo de información te conduce al siguiente, en un buen día. Volví a la calle del Albaricoque, reflexionando.
En el edificio de Volumnio todo estaba en silencio. Los inquilinos que trabajaban estaban fuera. Los demás debían de estar detrás, tocándose las narices.
Por una vez Doroteo no merodeaba por allí, preparado para preguntarme por mis progresos. Tal vez él no estuviera atento a mi llegada, pero yo lo buscaba a él. Me metí en mi habitación para cambiarme las sandalias, que me rozaban. Casualmente divisé al desgarbado esclavo con su brazo en cabestrillo cuando salía del apartamento de su amo llevando una bolsa. No tenía un aire furtivo. De hecho, actuaba con tal despreocupación que decidí que era todo comedia: seguro que tramaba algo.
Por suerte, yo había adquirido hábitos romanos, así que había colgado mi cubrecama sobre la barandilla de la galería para que se aireara. Me agaché detrás de él. En cuanto pude moverme sin ser vista, bajé por la escalera a hurtadillas. Doroteo había llegado casi al final de la calle del Albaricoque, pero le seguí la pista y fui tras él.
Compró algo de fruta por el camino, que echó en la bolsa que llevaba. Era un saco de tela de buen tamaño, pero parecía bastante ligero. Un hombre con un brazo roto podía colgárselo del hombro bueno sin esfuerzo. Era abultado, como si estuviera lleno de algo blando como ropa.
Doroteo no parecía tener prisa, se comportaba como el típico esclavo doméstico. Pasaba el día con otros esclavos a los que conocía. Echó un vistazo a las tiendas. Observó una discusión a gritos entre dos hombres con carretillas. Finalmente, cuando yo ya temía que se diera la vuelta y me descubriera, siguió caminando y acabó en el exclusivo y formal apartamento donde vivía Marcia Sentila.
No me sorprendió del todo. Aunque su amo y su ama estuvieran en proceso de divorcio, seguirían teniendo asuntos familiares que tratar. Un aspecto en particular, pensé. Posiblemente Volumnio Firmo no era consciente de ello en su apartamento de la calle del Albaricoque.
El portero de la entrada de la calle había dejado pasar a Doroteo, pero yo tuve que quedarme atrás para que no me viera el esclavo. Cuando llegué finalmente al patio interior, a él ya lo habían hecho pasar al apartamento. Me quedé fuera. Supuse que no tardaría mucho. Estaba en lo cierto.
Cuando salió, esperé a que la puerta se cerrara tras él y luego me abalancé sobre el esclavo y lo empujé contra ella. Hablando en voz baja para no alertar a los de dentro, determiné cuál era la situación.
Crisa me había mencionado que, de niño, a Volumnio hijo le habían asignado un esclavo para que cuidara de él. Doroteo era el esclavo en cuestión. Habían estado unidos desde entonces, aunque Doroteo se había quedado en el servicio de la casa en lugar de irse a África con Publio. Al volver el chico del ejército a escondidas, hizo saber a su esclavo que estaba en Roma; habían estado en contacto regularmente desde entonces. El hijo también estaba muy unido a la madre, así que, al abandonar a la familia Cestia, Doroteo le llevó un mensaje a Sentia Lucrecia, que de inmediato dijo que Publio debía ir al apartamento de su abuela. El padre no lo sabía.
Doroteo no podía, o no quería, decirme por qué había desertado su joven amo, ni siquiera si era eso lo que en realidad había ocurrido. Tampoco podía explicar cómo pensaba Publio resolver su problema.
Prohibí al esclavo revelar lo que yo sabía, so pena de que yo informara al ejército del paradero del desaparecido Aucto. Le expliqué lo que Tiberio me había dicho sobre los castigos por deserción. Luego llevé a Doroteo de vuelta a la calle del Albaricoque. Le dije que al día siguiente reuniría a todas las partes concernidas e informaría a la familia de mis descubrimientos. Solté lo de «mañana» sin pensar, más que nada para ponerme un plazo a mí misma.
Exageré mi ira con respecto a Aucto. En realidad no tenía interés por un joven de carácter débil que no había logrado abrirse paso en la vida militar. Pero estaba claro que había asustado a Doroteo.
—Supongo —dije, encolerizada— que cuando me hacías todas esas preguntas sobre mi investigación, la razón auténtica no era que Volumnio Firmo me atosigara para obtener progresos rápidos, sino que tú querías saber si yo me enteraba de cualquier cosa sobre tu joven amo, ¿no? ¿Me espiabas por cuenta suya?
El esclavo agachó la cabeza y dijo con tono quejicoso que Firmo sí le presionaba para que descubriera cómo me iba. Pero luego musitó algo completamente nuevo, como si quisiera sobornarme.
—No le digas nada a mi amo. Mira, puedo contarte algo que no sabes.
—Pues suéltalo rápido.
Me dijo que, antes de morir, Clodia Volumnia le había dicho a Crisa y a él mismo que, si ni su madre ni su abuela la ayudaban, ella en persona conseguiría un filtro amoroso para que Vincencio se atara a ella.
Fruncí los labios mientras reflexionaba.
—¿Y cómo iba a hacer eso?
Doroteo afirmó no saberlo.
—¿Tenía dinero propio?
—Una pequeña bolsa con algunas monedas para poder comprar chucherías.
Lo deduje por mí misma.
—¿Fue Clodia alguna vez a ver a Pandora ella sola?
Desde luego que no, dijo Doroteo.
—¡Por Venus! ¿Es que la gente de tu familia no va a dejar nunca de mentir? Suéltalo, hombre. Es hora de sacar la verdad a la luz, para que yo pueda aliviar en algo la angustia.
Entonces Doroteo admitió que a Clodia le permitían a veces desplazarse en la silla de manos de su madre, cuando Sentia Lucrecia no la estaba usando, para ir a hacerse la manicura o la pedicura con Meröe y Kalmis. Crisa tenía que ir siempre con ella. Clodia, que había entablado amistad con una de ellas, solía obligar a Crisa a quedarse en la silla.
Seguro que no había nada malo en eso, ¿no?, preguntó Doroteo, haciéndose el inocente.