55
Podría haber vuelto escaleras arriba para preguntar a la antipática Polemaena si Clodia había vuelto alguna vez a aporrear la puerta para intentar entregar un paquete a Vincencio. De ser así, seguro que Polemaena lo habría interceptado. Pero no lo intenté. Para empezar, aquella mujer podía hacer mucho daño, y yo era reacia a correr riesgos. Para continuar, ¿a quién le gusta el fracaso? La giganta nunca me lo diría, por una cuestión de principios.
Tenía una idea mejor. Vincencio era «el chico de Pandora», pero él vivía donde había crecido: con su madre.
Su nombre era Verónica; creo que me lo había dicho Escorpio. Obligué a Meröe a darme su dirección. También le hice jurar que guardaría el secreto, aunque eso difícilmente iba a funcionar. Con suerte llegaría allí antes de que ningún asociado de Pandora descubriera que iba a ir. Sin embargo, no era lo ideal.
Podría haber preguntado en el puesto de lechugas si Verónica era clienta y quizá habría averiguado así su dirección, pero ella no usaría afrodisíacos: las esposas de criminales que han tenido que irse de Roma son famosas por su castidad y lealtad, tanto por necesidad como por elección. No viven en una leyenda griega; si sus maridos conseguían volver a casa un día, no los matarían en la bañera con un hacha sanguinaria…, aunque hay muchas probabilidades de que cualquier criminal muera de cualquier otra manera sangrienta. Esas mujeres, que han llegado a tener el dinero en sus manos, envían una parte a los maridos exiliados, pero no permiten que otros hombres se acerquen al resto. Los demás miembros de la banda las vigilan. Un desliz podría desembocar en un crimen de honor. Han de tener cuidado con su aspecto externo, su comportamiento y lo que pasa con la parte de cualquier botín que corresponde al marido ausente.
Verónica vivía en la zona mala, dentro de lo que cabe considerar malo en el Quirinal. No creo que eso la preocupara. Debía de proceder de las calles pobres. Vivía detrás de una puerta oscura y fuertemente reforzada, varios pisos por encima de un callejón miserable. Hablé con un esclavo a través de una reja, luego la propia Verónica acudió a la puerta. No logré entrar, aunque lo que vislumbré desde el umbral estaba inmaculadamente limpio y bien arreglado. Verónica tenía medios; había creado un hogar decente en el que criar a su hijo.
De joven, quizá fuera una belleza. Deduje que se había casado en la adolescencia con un hombre al que conocía desde la infancia, luego su atractivo se había ido marchitando antes de cumplir los veinte. Ahora era la señora de la casa, una mujer diminuta, dura, de rostro vulgar y mirada inexpresiva. No le sobraba carne en la cara o la parte superior del cuerpo, pero tenía las piernas como troncos, que son la maldición de las mujeres de baja estatura y extracción trabajadora. Lo vi porque la túnica tenía aberturas a los lados, su único rasgo vulgar. No llevaba joyas (aunque sin duda poseía unas cuantas) y se recogía el pelo con sencillez.
A aquella casa no llegaban productos de belleza. Un rostro limpio y una vestimenta anodina serían una señal de que era fiel a Rabirio Vincencio, el padre de su hijo, un hombre al que no había visto en años y al que quizá no volviera a ver jamás.
En último término, dado que su marido había huido, ella se hallaba bajo la protección del viejo Rabirio, el jefe del clan. Seguramente sería una figura distante, excepto en reuniones formales. ¿Osaba alguna vez pedir consejo a algún amigo servicial cuando necesitaba contratar a un carpintero, o que le ofreciera un hombro en el que apoyarse cuando se sentía abatida por la desesperación? No era lo bastante temeraria como para preguntárselo.
Pedí que me dejara entrar para hablar en privado, pero me obligó a quedarme en el umbral. A su modo, eso era más honesto que ofrecerme almendras en una sala elegante, soltándome al mismo tiempo una mentira tras otra. Verónica no deseaba hablar conmigo. Me veía como una entrometida causante de problemas a quien no debía nada. Cuando la felicité, sinceramente, por el buen trabajo realizado criando a su hijo ella sola, me escuchó impasible. Lo sabía. No necesitaba que yo se lo dijera.
No obstante, me dejó hablar, porque quería saber cuál era el motivo de mi visita. Por lo general Pandora era el foco de todas las investigaciones, así que, ¿por qué quería yo hablar con Verónica? Fulminada por aquella mirada tan dura, sentí todo su poder. No era en modo alguno una subordinada. Verónica, esposa de Rabirio Vincencio, dirigía el cotarro. Sabía cosas. Las controlaba. Sospeché que gran parte del dinero para su marido pasaba por sus manos, quizá también la información. Pero se quedaba en un segundo plano; su papel pasaba desapercibido. Seguramente solo el hecho de que Vincencio estuviera destinado a suceder al abogado de la banda había dado a su madre un mayor protagonismo. Me pareció que ella sabría manejarlo.
—Vincencio Teo es un joven magnífico y tú eres responsable de cómo ha resultado, Verónica. Creo que hace mucho tiempo que no ve a su padre, ¿no?
—Tenía tres años. Pero honra a su padre. Ahora suéltalo ya. ¿Qué quieres?
Verónica esperaba que yo intentara alguna inteligente argucia, de modo que abordé el tema con sinceridad. Estaba allí para preguntar por Vincencio y la muchacha, Clodia Volumnia, que se había colado por él como una tonta. Yo sabía que Clodia había adquirido algo que pasaba por ser un filtro amoroso, contenido en un ungüentario de cristal. Una vez comprado, nadie lo había visto ni lo había encontrado tras la muerte de Clodia. Mi conclusión era que ya lo había enviado. Lo habría entregado allí, porque, aunque todo el mundo llamaba a Vincencio «el chico de Pandora», aquella era su casa.
—¡Lo es! —exclamó su madre ásperamente. Yo tenía razón al suponer que Pandora era otra abuela tratando de hacerse con el control. La madre tenía que tolerar su interés, pero no podía aceptarlo de buen grado, y yo percibía que sabía defender sus derechos. Vincencio era hijo único y debía cumplir las expectativas de una familia influyente, así que la lucha por él era intensa. Podría haber sentido lástima del chico, pero sabía que él llevaba ese peso con indiferencia.
—Esa pócima —dije— procedía de tu suegra, pero creo que Clodia Volumnia la obtuvo sin que ella lo supiera. Creo que Pandora tampoco sabía lo que ocurrió después con la pócima.
—No ocurrió nada. —Verónica se mostró firme, casi burlona.
—¿Cómo lo sabes? —Ella se cerró en banda, así que tuve que explicarme—: Es obvio. Vincencio pasa tanto tiempo fuera, que cualquier cosa que le enviaran aquí te la entregarían a ti. Estaba claro que no se lo has contado. Necesito saber qué hiciste con ella, Verónica.
La madre se mantuvo inflexible.
—No tengo nada que decir.
—Será mejor que lo hagas. Sí, le vendieron algo a la chica, pero tu suegra puede decir que era inofensivo, que no pretendía ser mágico; tú te hiciste cargo de ello, así que no se hizo nada peligroso. Basándose en eso, nadie va a acusar a nadie de ningún delito. Los padres de la chica creen que ella se bebió ese supuesto filtro amoroso; yo solo quiero decirles que no lo tenía ella cuando murió.
Verónica no reaccionó, aunque al menos no me insultó a gritos ni me cerró la puerta en las narices.
No quería ser ingrata, pero seguí presionándola.
—Sospecho que Pandora y tú no os lleváis muy bien, pero debéis de respetaros; las dos queréis a Vincencio. Yo quiero que me ayudes. No creo que Pandora ponga ninguna objeción, puesto que mostrará a la familia Rabiria bajo una luz favorable, como miembros decentes de la comunidad. Esta es mi petición. Por favor, ven mañana. Tengo intención de explicar la muerte de Clodia a su familia. Tú eres madre; ella tenía una madre…; muestra algo de compasión. Además, déjame decirte algo: fuera como fuese Clodia Volumnia, hiciera lo que hiciese en su corta y a veces estúpida vida, sus acciones finales se debieron a lo que sentía por Vincencio. Verónica, puede que ella no te gustara, de hecho sospecho que la habrías detestado, pero, por favor, ayúdame a demostrar lo que le ocurrió a una chica que quería sinceramente a tu hijo.
En ese momento, la madre de Vincencio sí me cerró la puerta. No había aceptado cooperar, pero tampoco se había negado.