56

Tiberio había alquilado un espacio en el antiguo templo de Salus. Es la diosa de la salud, la diosa que se ocupa del bienestar del pueblo de Roma. Sabía que era un sitio que se adaptaba perfectamente al espíritu público de mi marido. El aspecto del bienestar debería de confortar también a la desventurada familia Volumnia, pero no tenía muchas esperanzas de que ellos lo vieran así. Además de su benevolencia con la nación en su conjunto, una ingente tarea, Salus también protege a cada individuo. Yo misma iba a necesitarla hoy.

El templo principal, que es de un antiquísimo origen, se alza sobre una puerta de la ciudad que toma su nombre, la Porta Salutaris, en la vieja muralla serviana. Ahí es donde el Vicus Altae Semitae, la calle de los caminos altos, del Quirinal empieza a ascender. El viento sopla sobre el santuario, enclavado en los riscos del Quirinal. Se encuentra en lo alto de una empinada pendiente y se necesita aguante para llegar a él por el lado de la ciudad, aunque desde lo alto, si ya estás allí, es mucho más fácil.

Cuando llegamos Tiberio y yo, entré en la cela para depositar una respetuosa ofrenda de agradecimiento a la diosa por acogernos.

Salus, o Higía en griego, es la hija de Asclepio, el fundador de la medicina. Igual que su padre, tiene como atributo una serpiente, un animal largo y grande con la cabeza alzada. Salus, una joven de huesos grandes con un sofisticado peinado, sostenía una pátera, un plato poco hondo con comida que ofrecía a la enroscada serpiente. En otro lugar, había visto una estatua en la que Salus tenía la serpiente alrededor del robusto brazo, le sujetaba la cabeza y hundía el hocico en el plato, como una madre exasperada intentando destetar a un irritante niño. Esta diosa usaba una técnica más persuasiva, aunque me recordó a Talía, la madre natural de mi hermano pequeño, una escultural intérprete circense cuyos reptiles domesticados solían hacer lo que les decía…, igual que sus atemorizados compañeros masculinos. Estaríamos en buenas manos con Salus.

Habían colocado un círculo de sillas para nosotros en el santuario exterior. Llegué a tiempo para reorganizar las sillas en forma de herradura, de modo que yo pudiera situarme de pie delante, junto al altar, y dominar la escena. Ese es el secreto de un evento de cualquier clase bien dirigido. Primero comprobar el sitio. Acepta un lugar al aire libre solo si no te van a dejar sordo los gritos de la calle ni te van a bombardear las palomas. Coloca al público a la sombra, si no quieres que se queden dormidos. Sitúate en una posición dominante.

—¡Busca una vía de escape! —exclamó Tiberio para incordiar. En ese punto, no se lo estaba tomando en serio.

—Has de ser capaz de indicar a la gente con la vejiga floja dónde está el retrete más cercano —añadí (después de preguntar a los servidores del templo dónde estaba).

—¡Has hecho esto otras veces!

—Unas cuantas.

Puede que creas que sería más fácil reunir a testigos y sospechosos en la quietud de una biblioteca, el tipo de lugar que prefiere mi padre para tales ocasiones. Él es de la vieja escuela; a mí me gusta ser más atrevida. Había podido observar de antemano a la gente que iba a acudir. Tenía poca fe en su capacidad de atención, sobre todo si había vendedores de salchichas calientes rondando con bandejas por las columnatas. Las bibliotecas tenían otras tentaciones. No quería que nadie se escabullera para irse a leer un libro.


La noche anterior había hecho los preparativos, invitando a todos los de mi lista de asistentes. Me sentía como una vidente organizando una sesión espiritista, descubriendo cuanto podía por adelantado, usando a ayudantes cuando los necesitaba. Por ejemplo, había vuelto a leer, no solo mis propias notas sobre el caso, sino también el informe que habíamos obtenido de Escorpio. Eso me dio una nueva idea. Escorpio tenía que traer a ciertos testigos, por la fuerza de ser necesario. Aunque no se nos permitía celebrar la reunión en el interior del templo, habíamos acordado que un pequeño número de testigos clave podrían ser introducidos secretamente en la cela, bajo el control de Escorpio. Yo había seleccionado a tres. Tiberio aguardaba cerca de mí para poder hacer una señal a Escorpio cuando tuviera que introducir a cada testigo.

El resto de los asistentes fueron llegando como el público de un concierto, a su ritmo, vestidos como si fueran a una recepción en la corte. Tenían suerte de que fuera yo quien la presidía en lugar de Domiciano. Se saludaron unos a otros con besos que no significaban nada, chismorrearon, me lanzaron miradas de reojo, mascullaron entre dientes, luego algunos se acercaron a los padres de Clodia igual que durante la fiesta de los Nueve Días, con más abrazos y condolencias. En parte era una deliberada demostración pública. Tomaron sus asientos tal como se les indicó.

Paris, el recadero de Jucundo, me ayudaba. Lo había ido a visitar el día anterior para preguntarle qué tal iba todo y cuándo se iba a celebrar el funeral; lo encontré completamente perdido sin su amo, desesperado por hacer algo, así que le pedí que viniera a ayudarme. Él se había ocupado de llevar las invitaciones por mí, y ahora actuaba como acomodador. Todo iba bien. Mientras observábamos, comenté con Tiberio en voz baja si debíamos ofrecer a Paris trabajar para nosotros en casa.

Una cosa curiosa me había dicho Paris el día anterior: unos hombres se habían presentado en la vivienda de Jucundo; su aparición había provocado un terror momentáneo, pero resultó que pertenecían al gremio olivarero. Uno de los compradores fallidos seguía presionándolos. Solo querían devolver el dinero que había pagado Jucundo por Fábulo y hacer que Paris rompiera el contrato.

—¿Aceptaste?

—Ninguno de nosotros quería dirigir un termopolio. En cualquier caso sería demasiado para nosotros, ahora que él no está. Era su sueño, no el nuestro. Así que acepté el dinero. Los aceiteros dijeron que el viejo Rabirio se quedará con él al final. Al parecer presume de que se lo ha arrebatado a sus rivales… ¿He hecho bien, Flavia Albia?

—No has perdido dinero y te has quitado el termopolio de encima. Creo que sí.


Casi todas las personas a las que necesitaba habían llegado ya. Cerca de mí, junto al altar, reservé unos asientos para los testigos especiales. Colocamos a la familia Volumnia frente a mí, en el centro de la herradura, con los padres de Clodia uno al lado del otro y las abuelas juntas también. Todas las mujeres vestían aún el blanco formal de luto. Siguiendo mis instrucciones, habían traído a sus dos esclavos, Crisa y Doroteo.

Sentia Lucrecia se acercó a mí; depositó un trozo de piedra sobre el altar, en un nuevo intento por conjurar a Clodia como había hecho en la sesión espiritista, canalizando el espíritu de su hija a través de aquel pedazo arrancado a la tumba familiar. Volumnio Firmo se acercó también con gesto airado para echar un vistazo. Le dije que podía darle el nombre de un buen restaurador.

A lo largo de un extremo de la herradura se sentó el grupo de jóvenes amigos, y sus padres se sentaron en el extremo opuesto. Faltaban Redenta y su padre, que se habían ido ya al campo, además de Sabinila, cuya madrastra me susurró que la chica aún estaba indispuesta. Eso no sonaba bien. La madrastra llegó con un hombre apuesto de mediana edad que me miró con extraordinario interés hasta que Tiberio se acercó y lo intimidó con su mirada. Era el supuesto padre de Sabinila…, aunque parecía que el padre de Popilio podía tener algo que decir.

Casi todos los demás estaban allí, adornados con joyas centelleantes y apestando a perfumes que competían entre sí. Se suponía que Vincencio vendría también, pero al parecer pensaba realizar una entrada tardía. Su madre era uno de mis testigos ocultos. Me había asegurado que él había salido de casa al mismo tiempo que ella, pero venía a pie.

Dejé mis tablillas de notas sobre el altar, listas para usarlas como referencia, mientras se servían unos pequeños vasos de una sencilla bebida endulzada.

—Esto es lo más cerca que vamos a estar de un ritual —dije de manera informal. Todo el mundo calló mientras bebían y de inmediato empecé a hablar.

—Soy Flavia Albia, investigadora privada, y mi trabajo es analizar la muerte de Clodia para Volumnio Firmo y la familia. —Por muy enfrentados que estuvieran, bajo mi supervisión iban a unirse en su dolor, tanto si les gustaba como si no. Por el momento, aunque sentados juntos, se ignoraban unos a otros deliberadamente.

Tomé un sorbo de mi vaso y deseé no haberlo hecho, porque la miel me pegó los labios.

—Esto se parece extrañamente a una sesión espiritista, así que puede que resulte familiar para algunos de vosotros. Pero hoy no habrá instrumentos místicos ni trucos de magia. Las herramientas de mi oficio son la investigación metódica, el razonamiento, la memoria y la perseverancia. Sin embargo, a riesgo de sonar como una vidente después de todo, las pruebas que reúno pueden ser vagas o engañosas, de modo que tal vez precise de vuestra ayuda para comprender lo que es importante.

Hablaba despacio, con pausas entre las frases. Sonaba como si estuviera elaborando mi discurso mientras lo pronunciaba, pero lo tenía pensado casi todo de antemano. Miraba a mi alrededor, observando las reacciones. Aunque todos guardaban silencio, un simple cambio en el modo de sentarse, una sonrisa nerviosa o una inclinación de cabeza me darían pistas.

—Para mí, ha sido una investigación difícil, en la que incluso se ha producido el asesinato de un amigo de la familia. Estamos en el Quirinal, con sus famosas brisas y su aire de buena calidad, sus antiguos vínculos con la salud y el bienestar. Yo he descubierto un aspecto muy distinto. Para centrar nuestros pensamientos en el motivo por el que estamos aquí, empezaré recordando a Clodia Volumnia. Para hacerlo, primero leeré en voz alta, con permiso de su padre, la inscripción de su lápida:

Si alguien desea añadir su pesar al nuestro, que aquí se detenga y que aquí llore. Sus desventurados padres han enterrado a su única hija, a la que amaron mientras lo permitieron las Parcas. Ahora les ha sido arrebatada. Sus huesos aún tan jóvenes son un pequeño montón de cenizas. Que la tierra descanse ligera sobre ella.

Vi a algunas secándose los ojos, y no todas fingían. Cabía esperar que el tinte para pestañas que vendía Pandora a aquellas mujeres estuviera hecho a prueba de lágrimas.

Agarré una de mis tablillas de notas.

—Y ahora quiero compartir con vosotros la descripción que me dio Volumnio Firmo de su hija en nuestra primera entrevista: «Una joven alegre, tenía muchos amigos, era brillante y afectuosa con todo el mundo, estaba destinada a llevar una maravillosa vida como adulta». Mientras investigaba el misterio de su repentino fallecimiento, encontré una imagen de ella algo más compleja; las muchachas de quince años son criaturas complicadas, con sentimientos muy confusos, incluso para ellas mismas. Lo que coincidía siempre era su vitalidad, su manera de disfrutar la vida, incluso cuando la vida no era como ella quería. —Hice una pausa y observé a mi público con severidad—. Eso es importante porque una pregunta que debía hacerme era si Clodia había acabado ella misma con su vida. No, no lo creo.

Dejé la tablilla, que era solo para dar un efecto teatral, haciendo una pausa.

—¿Por qué no lo creo? En el momento en el que Clodia murió, estaba enamorada, y no era su primera vez. El amor joven, el amor no correspondido, crea una gran angustia. Sin embargo, ella no desesperaba en absoluto. Muy al contrario. Buscaba activamente a su héroe. Puede que pensemos que el joven en cuestión, Vincencio Teo, no era adecuado para ella por varias razones, desde luego era demasiado maduro para una chica tan joven. Conocido en esta zona como el chico de Pandora, tiene talento, es guapo, de carácter alegre, encantador; Clodia estaba muy empecinada. Se había hablado de un filtro amoroso, y puedo decir que sí existió un filtro amoroso.

Esto causó cierto revuelo. Justo delante de mí, Volumnio Firmo se giró hacia su esposa y su suegra, mientras Crisa adoptaba un aire furtivo. Antes de que los padres pudieran empezar a discutir, seguí adelante.

—La mayoría de la gente intenta ignorar la idea de la hechicería. Es ilegal. Eso nos basta, sobre todo cuando se combina con los ridículos rituales que nos dicen que acompañan a las prácticas ocultas. Pero las personas que se enfrentan con problemas aparentemente insalvables intentan cualquier cosa. Personas enamoradas que pretenden atrapar al objeto de su afecto o destruir a un rival, mujeres incapaces de concebir un hijo, o las que lo han concebido y son reacias a tenerlo, hombres con problemas de impotencia, todos imploran ayuda a las hechiceras. Y, por supuesto, las jovencitas, que carecen de experiencia en el mundo, son muy vulnerables.

Una vez más, se alzaron murmullos entre los asistentes. Me dirigí a la niñera alzando la voz.

—Crisa, di la verdad ahora, por favor. Ya no es momento de mentir. —Relaté brevemente lo que me había contado Meröe sobre Clodia cuando iba a hacerse la manicura y Crisa tenía que esperarla fuera de la vista y sin poder oírla. Dije que sabía que Clodia había adquirido un ungüentario que contenía una sustancia con la que creía que atraería a Vincencio hacia ella—. ¿Tú lo sabías?

Crisa no contestó, se limitó a asentir con tristeza.

—¿Lo encontraste?

—Ni siquiera llegué a verlo. Cuando llegamos a casa, debía de llevarlo bien sujeto, envuelto en su estola. Nada podía detenerla cuando decidía guardar un secreto.

—Esas pócimas son algo terrible, Crisa —dije, endureciendo mi tono—. «Ayúdame en esta difícil situación. Haz que él se pase la noche despierto, pensando en mí, haz que no pueda dormir y que solo pueda pensar en mí, atrápalo, tráelo, arrástralo por los cabellos y las manos y los pies y las entrañas hasta mí…». —No preguntes cómo sabía esas cosas, en otro tiempo yo también había sido una jovencita con una pasión no correspondida. Podría haberle dicho a Clodia que no malgastara sus sueños en una pasión inútil—. Seguramente, cuando Clodia murió, ni siquiera buscaste ese brebaje repugnante… porque ya sabías, ¿no es verdad, Crisa?, que se lo habías llevado a Vincencio siguiendo instrucciones de Clodia.

—¡No! ¡No! No lo hice, ella no me lo pidió. No lo habría hecho, se lo habría dicho a su madre.

Crisa se había puesto en pie de un salto, tan alterada por mi acusación que casi no articulaba bien las frases. Con su rellena figura, un cariño genuino por la joven que tenía a su cuidado y una clara lealtad a la familia, la sirvienta no fingía. Apeló a Sentia Lucrecia para que apoyara su declaración de sinceridad. Apeló a mí para que retirara mi injusta afirmación. Todos los ojos estaban fijos en ella, todos… menos los míos. Yo observaba a otra persona.

—Gracias. Siéntate, Crisa.

—¡Tienes que creerme!

—Te creo, de verdad. Crisa, por favor, siéntate.

Cubriéndose la cara con las manos, Crisa volvió a sentarse despacio. Estaba temblando. Al menos vi que la madre de su amo le daba unas palmaditas, aunque como gesto de consolación resultaba un poco vago: Volumnia Paula me miraba a mí sobre todo.

—Gracias. Siento hacerte pasar por esto, pero quiero asegurarme bien de las cosas. Ahora necesito hablar con otra persona. ¡Doroteo! —solté de golpe al otro esclavo—. Levántate.

El desgarbado hombre, con el brazo aún en cabestrillo, se levantó con esfuerzo. Volumnio Firmo, que había aceptado el interrogatorio de Crisa, pareció ahora más indignado.

—Doroteo, estoy segura de que no hay motivo para parecer tan asustado. —Esto hizo que se preocupara—. Tú también trabajas para la familia. Has estado unido a sus hijos desde hace mucho tiempo. Fuiste el esclavo personal de Volumnio Aucto desde que él tenía siete años de edad hasta que se fue al ejército, a África, ¿no es cierto? —Él asintió débilmente—. Bien, ¿qué hiciste luego, Doroteo, cuando ya no tenías que cuidar de él? ¿Te limitabas a hacer pequeños trabajos domésticos, como barrer el patio? Me ha quedado muy claro que eres los ojos y los oídos de tu amo, Volumnio Firmo, que es el papel de un esclavo leal y no tengo nada que objetar. Pero, Doroteo, creo que haces algo más que eso.

Él agachó la cabeza, como si supiera lo que se avecinaba. Firmo se había vuelto a acomodar bien en su asiento y miraba al esclavo fijamente. Sentia Lucrecia, que debía temer lo que pudiera decir yo sobre Aucto, se puso tensa en su asiento y fingió no comprender; su escuálida madre me fulminó con la mirada por principio.

—Doroteo, creo, y lo digo por lo que he observado, que eres un esclavo diligente y en el que se puede confiar para una tarea discreta. Pensemos ahora en esto: yo sugiero que la pequeña Clodia, tan hábil en salirse siempre con la suya, te pedía en ocasiones que hicieras recados secretos para ella. Así que digo que fuiste tú a quien Clodia envió con el frasco de cristal que quería que se entregara a su amado Vincencio. Tú lo llevaste por ella, tú lo entregaste en la casa donde vive Vincencio con su madre Verónica, ¿no es cierto?

—¡Di la verdad! —ordenó su amo, Firmo.

—De acuerdo —admitió Doroteo. Parecía displicente: ¿a qué venía tanto revuelo?

—Gracias. —No iba a dejárselo pasar así como así. Se podrían haber evitado muchos problemas si lo hubiera confesado antes. Doroteo volvió a dejarse caer en su asiento—. Y supongo —dije, bajando la voz, pero con toda claridad— que no soy la única persona que lo descubrió, ¿verdad? Al menos una de las abuelas de Clodia, posiblemente las dos, te acusaron de haberte involucrado en los actos imprudentes de su querida nieta. ¿No fue así, Doroteo, como te rompiste el brazo?

Doroteo masculló que no podía decirlo. Decidí no obligarle. Tampoco castigué a las abuelas forzándolas a admitir su vergüenza. Creía que una de ellas debía de haberle intentado sacar la verdad a golpes y lo había tirado al suelo. La otra había intervenido quizá para defenderlo; pero igualmente podía haberla ayudado a interrogarlo.

—Bueno, es un asunto familiar —dije, lanzando una dura mirada a Firmo—. En mi opinión, sería mucho mejor para vosotros que no lo convirtierais en objeto de un juicio público.

Volví a reclamar la atención de mi público.

—Escuchadme todos, por favor. Quiero demostraros que Clodia no se bebió el filtro amoroso, así que no murió por eso. Es una pregunta con una respuesta sencilla. No echemos el peso de la verdad sobre un esclavo. Así pues, llamo ahora a un testigo independiente.

Hice una señal a Tiberio, que hizo una inclinación de cabeza a Escorpio. Él trajo a Verónica, bajando con ella los escalones del templo hasta donde yo estaba. Iba bien arreglada, aunque, comparada con la mayoría de las mujeres asistentes, vestía de manera sencilla, con ropas negras muy largas y sin joyas, aparte de unos pequeños pendientes en forma de barco y una alianza de boda bastante gruesa. Tenía las maneras de una mujer amargada que había llevado una vida difícil.

La presenté. Ella no parecía conocer a ninguno de los padres de los amigos de Vincencio. Ellos no la habían visto jamás. La actitud de Verónica con ellos era desafiante.

Le pedí que confirmara que un esclavo había llevado el frasco de Clodia a su casa para ser entregado a Vincencio. Señalé a Doroteo, a quien ella identificó. Verónica admitió que había aceptado el paquete, pero que se lo había guardado y no había permitido que su hijo se enterara de que alguien quería influir en él de ese modo… Su manera de hablar reveló muchas cosas. A Vincencio lo llamaban el chico de Pandora, pero dos mujeres cuidaban de él; su madre protegía celosamente su bienestar.

Verónica dio entonces un golpe maestro. Con gesto teatral, sacó algo de entre los pliegues de su oscura estola; colocó un pequeño ungüentario sobre el altar.

—Lo tengo aquí. ¡No lo tiré! —Una vez repuesta de mi sorpresa, adiviné el porqué. En el mundo de los criminales, algo así podía utilizarse algún día como ventaja.

Era un recipiente de perfume pequeño, de cristal iridiscente, en forma de pájaro, quizá una agachadiza apuntando hacia arriba su largo y afilado pico, que equilibraba una cola igualmente puntiaguda. Son objetos muy comunes, estilizados, preciosos. Parecen frágiles, pero son bastante resistentes.

—Ambos extremos están aún sellados. —Verónica los señaló para demostrarlo. No se sentía cohibida hablando en público, aunque seguramente lo habría hecho en raras ocasiones. La razón estaba de su parte esta vez, lo que le daba seguridad. Estaba defendiendo a su hijo, el muchacho brillante al que había criado ella sola (el relajado seductor que aún no se había molestado en aparecer)—. Así fue como se vendió. Para usar el contenido se ha de partir el cristal. No se ha hecho. Así pues, Flavia Albia, si esto es realmente un filtro amoroso, nadie ha bebido nunca de él.