21

Pandora igualó mi farol; empezó a mirar a un lado y a otro buscando el objeto solicitado. Logré contener el pánico…, bueno, al menos que no se notara.

Estaba metida en un brete. Este tipo de situación era muy conocida en mi familia. No es necesario que exista una relación consanguínea para heredar un comportamiento insensato. A Falco se le ocurrían a cada momento ideas descabelladas que estaban a punto de acabar en desastre; y ahora me tocaba a mí.

Parecía improbable que Pandora guardara esqueletos en su lujosa estancia, aunque había varios armaritos pintados con pedestal, como pequeñas tumbas que normalmente se usarían para jarrones que nunca hubieran gustado.

—Ahora mismo no tengo aquí ninguna calavera. —¡Qué alivio! Quizá Pandora temía que guardar huesos humanos fuera poco prudente en una ciudad donde unos soldados podían aporrear tu puerta en cualquier momento, dispuestos a registrarlo todo en busca de veneno por un chivatazo—. ¿Para qué la necesitas, cariño?

—¡Oh, nigromancia clásica! —respondí con tono despreocupado, recobrando la compostura—. Pensaba en impresionarte introduciendo a un espíritu en ella. Mis habilidades no son perfectas, pero puedo conjurar a un alma del Inframundo para que responda a preguntas. Pero te lo advierto, me arrancaron de mis mayores cuando era demasiado joven aún, y nunca aprendí el encantamiento correcto para expulsar al espíritu. Es horrible cuando se te mete un mal espíritu en el recipiente y tienes que aguantar a un horrendo parásito que no quiere volver al Hades.

—No sé nada de eso. —Pandora fingía que ella jamás había practicado la nigromancia, aunque estaba claro que reconocía las prácticas ocultistas de las que le estaba hablando—. La próxima vez que vaya a un cementerio, tendré que buscar una vieja calavera para ti, ¿no? —Lo dijo en tono de broma, pero yo tuve la clara sensación de que se paseaba por los cementerios como por su casa. Para recoger hierbas raras, diría ella. Muchos hierbajos extienden sus blancas raíces junto a las tumbas para absorber las sustancias de la descomposición humana.

—Bueno —dije yo, sonriendo también—, la próxima vez no olvidaré traer mi propia calavera. Es un encanto. Lo llamo Guaperas.

La mirada que me lanzó Pandora daba a entender que no habría próxima vez.

Aunque me tentaba seguir hablando de Guaperas, el atractivo espíritu que había inventado, fingí ponerme más seria.

—Basta de bromas. Soy consejera y sanadora. No puedo afirmar que tenga los conocimientos que la gente dice que tú tienes, Pandora. Lo más parecido a la magia que practico es la adivinación con cucharas.

—¿Qué es eso? —gruñó ella, aparentemente celosa de mis dotes de percepción.

—¿No lo conoces? Es un rito muy antiguo que se lleva a cabo con dos cucharas especiales. Una tiene un agujero a través del cual el oficiante debe verter unas gotas de aceite sagrado sobre la otra, que se sujeta debajo. Algunos prefieren usar sangre. Se lee el futuro en las formas que crea el aceite. No llevo las cucharas encima. Las tengo bien guardadas bajo llave, en un cofre.

No os riais. De hecho, tenía en mi poder un juego de cucharas de adivinación.

Apuesto a que ahora habéis dado un respingo. A ver, soy britana. Estoy llena de sorpresas.

En realidad las cucharas habían aparecido en una subasta hacia unos años; nadie quiso comprarlas porque, si bien eran elegantes utensilios de cobre con forma de hoja, parecían tener gusanos incrustados. Así es la Naturaleza. Cada hoja tiene su oruga. Por desgracia, los bichos se colocaban en la cuchara justo donde podían aplastarse de manera horrible con el pulgar. Lo que impidió que nadie pujara por ellas.

Una vez que se juzgó que las cucharas no podían ponerse a la venta (ni para comer sopa si se las quedaba algún mozo de cuerda), me las pasaron a mí, como todas las mercancías invendibles con cierto aire norteño. En nuestra casa de subastas, a todo el mundo le parece divertido enviarme esa clase de cosas. Arrojé los extraños cubiertos dentro de un cofre donde guardo trozos de torques, una vieja pulsera de azabache y varias monedas con caballos grabados.

No le ofrecí que fueran a buscar las cucharas de adivinación para traerlas a casa de Pandora. Sin duda ella ya sabía que los utensilios extraños se utilizan solo para hacer más convincente la impostura. En eso no necesitaba ayuda. Por Hades, sabía lo que era Pandora sin necesidad de interpretar nada.

Sin embargo, dado que parecía apropiado practicar algo de adivinación, me erguí de repente, con la espalda recta y ambos pies apoyados en el suelo. Coloqué las manos sobre los muslos con las palmas hacia abajo. Respiré suavemente. Glauco, que intentó ayudarme a superar las consecuencias físicas de las privaciones infantiles, habría alabado mi porte y mis músculos relajados. (Luego habría dicho: come menos carne, bebe solo agua, ve a hacer pesas al gimnasio más a menudo, camina, duerme, deja de preocuparte, haz los estiramientos…).

No actué como si estuviera conjurando a la luna, hablé con tono prosaico.

—Siento el impulso profético. Debo hablar. Te acecha un peligro. —Aunque recalqué esta última parte con tono apremiante, Pandora no reaccionó. Ella misma debía de haber sido una maestra de la pose sobrenatural, de modo que era inmune—. Eres Rubria Teodosia. Se te acusa de un mal uso de las artes oscuras. ¿Son solo habladurías, o has causado realmente algún daño?

Ella me volvió a lanzar la mirada de «sé a lo que estás jugando», que yo conocía bien de muchos otros casos.

—¡Es falso! —siseó.

Seguí insistiendo. A veces funciona.

—Pero seguro que tendrás a gente suplicándote que les ayudes de modos que no están permitidos, como nos pasa a todas las que tenemos esa sabiduría.

—Lo piden. Yo les digo que no. ¿Tú no? —preguntó Pandora agresivamente.

—Oh, sí. Pero a veces… —estaba pensando en Laia Graciana—. A veces, para serte sincera, maldigo su insistencia, pero acabo haciendo lo que me piden.

Antes de que ella pudiera protestar, nos interrumpieron. Se abrió la puerta de la estancia. Entró una mujer. Tardé unos instantes en aceptar que era del género femenino. Medía metro ochenta más o menos y era inquietantemente fea.

—Ha llegado tu chico. Está en la otra habitación. —El servicio aquí no parecía mostrar mucha deferencia, aunque supuse que su ama los tenía dominados por el miedo.

—De acuerdo.

—Aún está disgustado —insistió la sirvienta con tono acusador.

—Ya voy. He hecho un buen caldo para consolarlo. Sírvele un cuenco mientras termino aquí.

Mientras yo me preguntaba qué llevaría un caldo hecho por Pandora (¿un puñado de plumas de lechuza?, ¿un ratón de campo troceado?), la otra mujer soltó un bufido y se fue.

—Mi sirvienta —me informó Pandora. Yo no querría que aquella mujer me cortara los juanetes—. Se llama Polemaena. Se le dan muy bien las tenacillas calientes de rizar el pelo. —Eso era claramente una amenaza—. Le encanta su trabajo.

Yo las tenacillas calientes las trato con cautela. Te puedes quemar de mala manera si te despistas. Nunca dejes que te rice el pelo una mujer con el período.

Quedaba a mi imaginación dónde podía introducir Polemaena sus instrumentos si se le daba la orden de torturar a alguien. En todo caso, capté la indirecta.

—Ya veo que estás muy ocupada…

—Tengo que ir a ver a mi nieto. Es un buen chico, no se olvida nunca de su abuela. Ya puedes irte, Elan, o como quiera que te llames. —Pandora no se había tragado lo de mi seudónimo. Esperaba que no hubiera deducido también por qué me interesaba ella en realidad, o, si yo la relacionaba con la muerte de Clodia, cómo podía eso acabar con sus actividades.

Aquella no era una casa en la que quisiera demorarme. Empezaba a ponerme nerviosa, y no quiero decir por si me ofrecieran un cucharón de la sopera con un ratón asomando dentro. Una invitación a tomar caldo era la menor de mis preocupaciones. Nadie sabía que estaba allí, situación que un informante debería evitar. Si estuviera adiestrando a un aprendiz, le habría dicho que no fuera jamás a un lugar potencialmente peligroso sin decírselo a nadie.

—Bueno, lamento que no hayamos podido conversar más, Pandora, pero gracias por hablar conmigo.

Al contrario que en la despedida de su visitante anterior, la tal Balbina Milvia, fuera quien fuera, Pandora y yo no nos besamos en la mejilla.