17

La fiesta llegaba a su fin. Volumnio se había metido en el interior de la casa. Me fijé en que a su mujer y su suegra las invitaban a los aposentos de su madre; aunque la hospitalidad de Volumnia Paula fuera forzada, la ofreció con una apariencia de cordialidad. Los proveedores de la comida empezaron a limpiar las mesas. Los vecinos se lo tomaron como una señal para dejar limpias las últimas bandejas.

Los chicos fueron los primeros en irse. El trío se levantó para moverse, como si quisieran largarse para ir a buscar más vino a otra parte. Ni siquiera Cluvio pidió la silla de manos de su madre para irse de tabernas, no se separó de sus amigos. Tanto él como Granio tenían una expresión furtiva; los dos alzaron el brazo para despedirse de sus padres, luego salieron escabulléndose como comadrejas. Los padres emitieron sonidos de desaprobación, pero nadie salió en pos de ellos.

Las chicas se quedaron. A Redenta su madre y su tía le habían indicado por señas que debía irse con ellas. Esa tía sabía cómo apuntar con un dedo. Podría haber sido adiestradora de perros jabalineros. El resto se quedó con Redenta, por solidaridad y para compartir más chismorreos. Tras echar primero un vistazo en derredor para asegurarse de que no les pasaría nada, empezaron a sacar joyas de sus bolsas y a ponérselas a hurtadillas. Ocho brazaletes por brazo era la media, cinco collares la norma. Sabinila sacó abiertamente un espejo de mano y se aplicó kohl.

Me llegó el olor de un embriagador perfume recién utilizado. Había pasado mucho tiempo desde la época en que Vespasiano, el sensato Emperador, decía que prefería que un cortesano oliera a ajo antes que a pomada.

Me acerqué a ellas sigilosamente, como si fuera a recoger mi estola del asiento que había ocupado antes. Las chicas siguieron parloteando despreocupadamente.

—Umidia, ¿al final seguirás con ese maestro tan macizo que te enseña a manejar la espada?

—Pues sí. Sé que dije que lo iba a dejar, pero creo que voy a seguir con él. —Umidia era la más delgada y callada. Esto la convertía en la menos dotada para jugar a los gladiadores, pero con frecuencia hay mujeres que toman clases atléticas para molestar al estamento masculino, sobre todo si les aburre la poesía épica y el pensamiento político les parece demasiado árido. Al cabo de un rato, la aprendiza añadió—: ¡Tiene un gran dominio! —Enfrascadas en sí mismas, aquellas chicas mostraban un escaso sentido del humor, pero sabían lanzar insinuaciones como si fueran frutos secos.

—¿Te has…?

—No. No del todo. Es decir, no lo he decidido.

—¿Y lo harás?

—Pensaba que sí. Pero ahora me lo estoy pensando.

—¿Estás siguiendo los movimientos?

—¿Del manejo de la espada?

—Pues claro. ¿Disfrutas de verdad con eso?

—Creo que sí. No estoy del todo segura. Atacar y parar…, es solo que no estoy segura de que eso sea lo mío.

Por Juno. Fingían no prestarme atención, pero puede que me vieran suspirar.

Había pensado en un enfoque suave. A la mierda.

Me senté con aquellas bobas de cabeza de chorlito, dejé mi tablilla de notas sobre la mesa con un fuerte golpe, la abrí por una página encerada limpia y empuñé mi estilo.

—Soy Flavia Albia.

Sabían cómo ignorar a una persona.

Yo no iba a tolerarlo.

—Me alegro de encontraros aquí hoy. Ya debéis de haber oído lo que se me ha encomendado que haga. Será más fácil si me ayudáis ahora; de lo contrario, las entrevistas tendrán que llevarse a cabo en vuestras casas, con vuestros padres presentes. Podemos hacerlo así si lo preferís… Bien. Muy sensatas. Ahora decidme, por favor, ¿quiénes de vosotras y quiénes de vuestros amigos varones estaban en el termopolio de Fábulo la noche en que Clodia Volumnia murió?

Ninguna de ellas respondió.

Les dije bruscamente que era una pregunta muy sencilla. Simplemente quería una lista de los asistentes.

Sabinila escupió en la paleta en la que estaba mezclando la negra pasta del kohl.

—Nosotras cuatro, y los chicos que acaban de irse —dijo con displicencia, mirándose aún en el espejo de mano con los ojos muy abiertos.

Escribí los nombres con rápidos movimientos del estilo.

—Redenta, Sabinila, Anicia, Umidia. Luego, Cluvio, que organizó la reserva, Granio, Popilio. También Numerio, que ha sido demasiado tímido para venir hoy.

Ellas soltaron risitas al oír lo de «tímido». La ironía no era lo suyo.

Umidia había abierto la boca como si quisiera decir algo, pero volvió a cerrarla.

—Una cena formal —musité pensativamente, esperando a que ellas señalaran que faltaba una persona en la lista. Quizá no sabían sumar. Entonces les debía de resultar difícil llevar la cuenta de sus novios—. Luego se os pegó Clodia.

—La verdad es —dijo Umidia, poniéndose seria de repente, aunque me pareció que fingía— que estábamos acostumbradas a tratar con Clodia. La conocíamos desde hacía mucho. Se suponía que no debía estar allí, pero ella simplemente no lo aceptaba.

—¿No había sitio para ella?

Umidia se encogió de hombros.

—Cuando quería algo, no había nada que hacer. Pero al final le hicimos un hueco. —Anicia hizo un mohín y fijó su atención en el espejo que le habían pasado.

—Fuisteis muy amables. ¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Estaba mal o contenta?

—Contenta.

—¿No lloriqueaba por haber perdido a Numerio Cestino?

—Eso estaba ya zanjado.

—¿Para qué fue entonces?

—¿Quién sabe?

—¿Excitada por haberse escapado de casa?

—No quería que la excluyeran de una fiesta.

—¡Animada, entonces! O podríamos decir que le gustaba el riesgo… ¿Se escapaba a menudo?

—¿Tú qué crees? —dijo Sabinila con tono burlón.

—Sospecho que a menudo sus padres no tenían la menor idea de dónde estaba su querida y pequeña Clodia.

Redenta se inclinó desde el otro lado de la mesa hacia mí. Sus abundantes pechos se aplastaron contra el tablero y sus collares hicieron un ruido metálico.

—Bueno —dijo enérgicamente—, por suerte para ella, ¡Clodia nos tenía a nosotros para cuidarla!

—Una suerte, sin duda. Perdonadme —dije, para abordar el tema amablemente—, pero en un triclinio normal de tres por tres, quedaría un espacio libre en los divanes. Solo me habéis dado ocho nombres. Al parecer tenéis un amigo llamado Vincencio; ¿estaba él también?

—¡Al pobre le tocó quedarse fuera! Cuando se lo dijimos, menuda cara puso. —Anicia lo encontraba divertido, a pesar de que supuestamente se había emparejado con Vincencio.

—Entonces, ¿quién fue la novena persona? —No se produjo ni un parpadeo de culpabilidad ni de nerviosismo. Todas estaban acostumbradas a mentir, a sus padres sin lugar a dudas, posiblemente unas a otras.

—Oh, es cierto —musitó Sabinila con displicencia—. Vino otro chico.

—¿Quién? —pregunté, manteniendo la calma.

—Trebo —respondió Sabinila, tras un parpadeo. La rápida mirada que intercambiaron las otras bastó para convencerme de que «Trebo» era un nombre descaradamente inventado.

No me molesté en discutir por ello. Si tenía paciencia, alguna otra acabaría delatándose.

—Ayudadme a entender lo que ocurrió. Aunque estoy segura de que no os hizo gracia que se presentara allí una inoportuna jovencita, ¿dejasteis que Clodia se quedara?

—Era una niña muy dulce. Nos gustaba ser amables con ella —afirmó Redenta. Su tía y su madre estaban esperando a que yo acabara con el interrogatorio; tal vez creía que podían leerle los labios—. Así que, sí, dejamos que se quedara. —Cluvio me había dijo que la habían enviado de vuelta a casa.

—¿Aunque pudiera pensarse que había ido allí para provocar una escena a Numerio?

Hondos suspiros.

—No, estaban bien.

—¿Se quedó hasta el final de la cena? —Se encogieron de hombros con ese gesto que a menudo hacían pasar por respuesta—. ¿Y cómo llegó hasta allí? ¿Fue a pie ella sola? Y luego, ¿cómo llegó a su casa?

—No la vimos llegar. —Redenta, quizá la más fuerte de todas, las ponía así a salvo de posibles críticas, con un tono de superioridad moral.

—Dos de los chicos la acompañaron a casa. —Anicia, la de ingenio más vivo, comprendió que quedarían fatal si habían dejado que una quinceañera hubiera tenido que recorrer las oscuras calles a solas.

—¿Qué chicos?

—Granio y… —esta vez Redenta llegó a vacilar fugazmente—… Popilio.

Dejé que viera que había percibido su vacilación.

—¿Popilio? —Una vez más, me pareció que Umidia, la más callada que aprendía a manejar la espada, quería decir algo, pero de nuevo se abstuvo de hacer comentarios—. ¿Volvisteis todos a casa directamente después de cenar? ¿Cómo hicisteis el trayecto?

—De manera segura. —Sabinila disfrutó diciéndolo—. Nuestros atentos padres siempre insisten en que nos acompañen esclavos. Las chicas teníamos literas. Fuimos en parejas. La regla es que, quien tenga prestada la litera de su madre, acompaña primero a la otra chica a su casa. Algunos de los chicos llevaban escolta, creo.

—Por Juno, la calle delante de Fábulo debía de estar atestada de gente —comenté. Imaginaba que seguramente a los esclavos de los chicos no los habían enviado como protección, sino para impedir que se metieran en peleas con inocentes viandantes. Los jóvenes borrachos agresivos son una amenaza en las calles de noche—. ¿No se quejan los vecinos de la congestión del tráfico y del ruido?

Redenta y Anicia se sorprendieron por la pregunta. Umidia estaba demasiado ocupada usando el espejo y el kohl de Sabinila. Respondió Sabinila, practicando un aleteo de pestañas con sus ojos recién pintados.

—Supongo que sí, pero no nos corresponde a nosotras preocuparnos, ¿no?

—Imagino que los ediles tienen que negociar con la dirección de la casa de comidas para minimizar las molestias. —Estaba pensando en mi propio edil. El Quirinal estaba fuera de su jurisdicción, de lo contrario yo habría oído sus quejas sobre Fábulo. El coste de las multas por llevar un termopolio perturbador del orden haría que subiera la cuenta de los clientes, pero si la cuenta se enviaba a sus padres, ¿por qué iba a preocuparles a ellos, o por qué iban a enterarse siquiera?—. Supongo que no pensasteis en ello en su momento.

—No —admitió Anicia, dando a entender que tampoco yo debería preocuparme por eso.

—Así que los clientes salen a la calle, muy alegres y llenos de vino hasta arriba, sin darse cuenta de que hablan a gritos. Eso puede resultarme útil, de hecho. Solo tengo que ir por ahí preguntando… —pretendía que aquellas chicas se sintieran amenazadas, a pesar de su postureo—. Puede que haya algún vecino molesto que vigile lo que ocurre. Puede que no los veáis, pero estarán detrás de sus postigos, observando obsesivamente. La gente anda buscando ofensas sobre las que quejarse. Creo que, si me doy una vuelta por la zona, encontraré algún testigo de aquella noche…, seguramente habrá alguno con detalladas notas garabateadas en una tablilla. Los querellantes pueden ser muy meticulosos… Decidme, ¿en vuestro grupo había quien se hubiera emborrachado cuando os fuisteis?

Umidia, que ahora tenía el espejo de mano, lo depositó sobre la mesa frente a ella y me miró fijamente.

Empecé a arrepentirme de haber interrogado a las cuatro chicas juntas. Sincronizaban sus respuestas. Adoptaban una pose; hacían mohínes. Esperaban cada una de mis preguntas como si fueran un reto, luego daban su espectáculo, como bailarinas de pantomima que esperaban recibir aplausos con cada nueva pirueta.

—No más borrachos de lo normal. —Anicia recuperó la paleta con el kohl y la diminuta espátula. Añadió aún más a sus ya cargados párpados—. Intentamos no provocar un escándalo público. Somos personas consideradas.

Tenía mis dudas. ¿Los castigarían sus padres si se producían demasiadas quejas?

—Bueno, ¿ocurrió algo aquella noche que debáis contarme? —pregunté finalmente.

Solo recibí más miradas poco amistosas y más encogimiento de hombros con desinterés.

De repente les hice una nueva pregunta: ¿sabían algo de un filtro amoroso adquirido por Clodia? Ellas no mostraron sorpresa, pero todas lo negaron rápidamente.

Cerré mi tablilla de notas con delicadeza.

—¿Dónde compras el kohl? —pregunté a la dueña del espejo de mano, como si quisiera cambiar de tema.

—A Pandora —respondió Sabinila.