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Era la hora de comer, pero antes habíamos comprado algo para picar de un hombre con una bandeja en los Jardines de Salustio, así que no necesitábamos comer más. De todas formas yo me sentía mareada.

Poniendo buena cara al mal tiempo para no alarmar a Tiberio, nos dirigimos a buen paso a la calle del Albaricoque. Allí nos separamos, yo para empezar a buscar a Numerio Cestino, él para prestar sus livianos servicios en el puesto de lechugas.

Doroteo seguía en el patio, fingiendo ahora cuidar de unas macetas de flores. Lo saludé. Esto lo animó porque no tenía que inventar una falsa excusa para acercarse a mí y preguntarme qué había estado haciendo. Ignoré lo que me decía y le pregunté por la dirección de la familia Cestia. Doroteo se ofreció a llevarme. Le pedí que me diera indicaciones.

Vivían en uno de esos edificios viejos que ocultan discretamente lo grandes que son. Cuando lo sabes, inmediatamente identificas ese lugar con dinero. Tenían un feo llamador en la puerta, una musa o diosa con una pátina peculiar. El asa colgaba de sus orejas en lugar de los pendientes y el rostro tenía un aire atrabiliario. Podía entenderlo.

Un esclavo con marcas de viruela apareció para decir que los padres estaban en casa, pero Numerio había salido con sus amigos. Me sentía incapaz de enfrentarme con la atolondrada madre y su huraño marido, así que escribí una breve nota indicando al joven que viniera a la calle del Albaricoque para hablar conmigo, y luego me fui.

El esclavo estaba tan poco acostumbrado a que la gente le diera una propina, que sugirió una caupona donde podían estar comiendo los muchachos.


Mi confidente estaba en lo cierto. Había dos jóvenes apoyados en la barra. A uno lo reconocí como Cluvio, que creía ser el cabecilla del grupo. El otro era un desconocido, así que podía ser Numerio. Me acerqué a ellos tranquilamente. Me situé a un lado de Cluvio, que no se dio la vuelta. Se habían colocado de tal manera que causaran buena impresión, pero ignoraban al mozo de la barra y aparentemente no prestaban atención a nadie más. Frente a ellos tenían platos y copas de vino vacíos, pero debía de hacer bastante rato que habían terminado. Estaban absortos en una larga conversación; no me sorprendió que solo hablaran de sí mismos.

El mozo pareció alegrarse de tener un cliente que —según suponía él— no se limitara a usar su barra como lugar de encuentro. Qué iluso. Mientras yo observaba discretamente a sus otros clientes, me trajo vino de la casa con una jarra de agua y luego me sirvió una doble ración para picar, aunque yo seguía sin tener hambre.

Estaba claro que los jóvenes eran clientes habituales que gastaban mucho dinero allí. Por la cantidad de vasos vacíos, parecía que los demás del grupo habían estado bebiendo con ellos antes de que yo llegara. Estos dos llevaban un buen rato sin pedir nada, así que el mozo quería que dejaran libre la barra y echaba humo, pero como eran clientes habituales, no podía quejarse.

—Me ha parecido que debía decirte algo porque soy tu mejor amigo. Si estás enojado o crees que actué a tus espaldas, no era mi intención en absoluto. Hablaba con Granio en tu favor. Para serte sincero, estaba molesto con él. Me parecía que se estaba pasando de la raya, porque él sabe cuánto te gusta Umidia.

—Creo que ella se interesa por mí. Por supuesto quiero confiar en él. Dice que no significó nada —replicó el que era un desconocido para mí. Era bajo y fornido, y tenía un aire desdichado. Pero si se trataba de Numerio, ¿había cambiado el voluble muchacho a Anicia por Umidia?

—Exacto —convino Cluvio con seriedad—. Granio suponía que solo estaban coqueteando. Si ella se lo tomó demasiado en serio, podría ir a decirle que todo fue un error.

—La he visto esta mañana. Hemos hablado largo y tendido. Creo que todo vuelve a estar bien entre nosotros.

Cluvio le dio una palmada al otro en la espalda y le frotó el hombro para animarlo aún más.

—Me alegro de oír eso. De verdad. El gran hombre también se alegrará por ti. —Así que este no era Numerio Cestio, mi favorito. ¿Quién era, entonces? ¿Podía ser «Trebo», el que yo había supuesto que era una invención?

Fuera cual fuese su nombre, seguía estando alicaído, así que al cabo de un rato Cluvio cambió de tema, esta vez con respecto a su propia vida amorosa, que pronto empezó a parecer bastante sórdida.

—Creo que intentaré ligarme a Sabinila.

—Entonces te pelearás con Popilio.

—¿Eso crees?

—Sabinila y él están juntos, Cluvio.

—Bueno, eso ya lo sé, pero estoy convencido de que a ella le gusto. Estoy seguro de que solo sale con Popilio porque sus padres parecen estar muy en contra de su relación y no quieren decirle por qué.

—¿Por qué quieres que rompan? —preguntó el desconocido, que parecía tener una moral menos relajada.

—No quiero eso, solo quiero ver hasta dónde puedo llegar con Sabinila. Depende de ella, ¿no?

Apuré mi vaso. La mirada del mozo se cruzó con la mía; sabía lo que yo estaba pensando.

Me fui.


Volví a la calle del Albaricoque a grandes zancadas con expresión agria. Allí, Doroteo estaba a punto de aparecer con preguntas «inocentes» sobre dónde había estado yo para poder ir a informar a su amo. Volumnio Firmo debía de estar sobre ascuas esperando oír mis progresos; yo no quería verlo hasta que no tuviera algo definitivo para decirle. Sin embargo, me estaba esperando un nuevo personaje. Reconocí a un sirviente de Jucundo, así que me lancé a hablar con él sin prestar atención a Doroteo.

—¡Hola! Eres el recadero de mi buen amigo Jucundo, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?

—Paris.

—¡Oh! ¿Estás esperando a que tres hermosas diosas te ofrezcan aquello que más desees?

—No, estoy esperando a que mi tío se muera y me deje su puesto de buccinos.

—¿Está al borde de la muerte?

—No, el cabrón se acaba de casar con una de veinte años y está como nunca.

Paris hablaba con amargura, aunque al mismo tiempo se mostraba resignado con su sino. Jucundo debía de haberle contagiado su buen humor; es una enfermedad tenaz si te expones a ella diariamente.

Le pregunté qué quería. Tal como yo esperaba, dijo que Jucundo y yo podíamos ir esa misma noche a Fábulo si me apetecía.

—¿Ha reservado mesa?

—No, irá tal cual. Siempre lo hace. No te preocupes, conseguirá la mesa.

Lo envié de vuelta con un mensaje aceptando la invitación y la pregunta de si sería posible llevar a mi marido. Sabía que a Jucundo le haría ilusión conocer al hombre golpeado por un rayo. Expliqué que Tiberio trabajaba temporalmente en el puesto de lechugas con un horrible disfraz, otra historia que a Jucundo le encantaría. Paris se ofreció atentamente a ir hasta el puesto para preguntar por los detalles necesarios para ir a pedir un atuendo adecuado a Dromo. Le pedí que también recogiera unas cuantas cosas para mí. Era tan servicial como su amo y no pareció importarle.

Esquivé a Doroteo y subí a mi habitación. Apenas llevaba allí tiempo suficiente para quitarme las sandalias cuando regresó el recadero. Aporreó mi puerta con insistencia.

—¡Ve rápido! Tu marido dice que el egipcio y él han capturado al chico al que estabas buscando.

—¿Capturado?

Paris sonrió.

—Ha habido daños. No quiero estropearte la sorpresa, Flavia Albia. Ven a verlo por ti misma.

Me puse unos zapatos diferentes para aliviar los pies y luego corrí escaleras abajo y seguí hasta el puesto.

¡Horror! El Hombre de la Montaña había sufrido un daño irreparable. Un grupo de inadaptados sociales se habían pasado de juerguistas durante la comida. Tenían todas las trazas de ser los que habían estado con Cluvio y su compañero, así que seguramente se trataba de Numerio, Popilio y Granio, tal vez incluso Vincencio. Aquellos haraganes se habían puesto a deambular por las calles dispuestos a armar jaleo. Se les podía haber ocurrido cualquier broma mientras recorrían las calles con nombres frutales dando tumbos, pero el objetivo que habían captado sus ojos nublados fue Min.

El resultado era inevitable. Su enorme apéndice clamaba por la atrocidad cometida. Los chicos se habían retado unos a otros desde lejos, luego se habían abalanzado sobre él. El miembro viril del dios de piedra había sido quebrado.

¡Ay, pobre Min! Ya no era un símbolo de virilidad.