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La cocina era el típico cubil lleno de humo. Incluso el aire parecía aceitoso.
Había una larga mesa de trabajo que, por lo que vi, limpiaban constantemente, un horno que alimentaban a través de un muro exterior, y más morteros con arenilla en el fondo y bandejas para hornear de las que había visto juntas en toda mi vida. Su cuba de garo (me dejaron asomarme al interior) era pura, clara y casi inodora, no la porquería fangosa que se encuentra en locales baratos. Las carnes y pescados se mantenían frescos sobre frío mármol. Un muchacho se dedicaba a agitar un espantamoscas.
Fornax iba envuelto en un delantal, pero parecía dar órdenes a sus ayudantes más que cocinar él. Era de modales tranquilos, incluso cuando reprendía un error. Me fijé en que ellos respondían con respeto.
Alabé nuestra comida. Él me dio las gracias. Fue modesto, yo fui efusiva, pero dando detalles concretos para que él supiera que era sincera.
—Me ha encantado el modo en que has salteado el pepino con el orégano. ¿Y ese pescado tan delicado hacia la mitad de la cena, no sería rodaballo por casualidad? Es uno de los favoritos de mis padres, siempre que consiguen encontrarlo, es algo nostálgico de la época de su noviazgo. La receta de mi madre lleva salsa de comino; creo que la sacó de una colección de Apicio.
Fornax era más bien partidario de Arquéstrato[9]: pescados cocinados de manera muy sencilla, dejando que predominara el sabor natural.
—Se te da muy bien el pescado, nos hemos dado cuenta…
Charlé un poco más con él sobre su filosofía gastronómica y el modo en que dirigía su cocina. Mencioné que el afamado cocinero de moda Genio se había encargado hacía poco de mi banquete de bodas. Fornax y yo nos echamos unas risas a cuenta de que Genio ya no cocinaba nunca, pero era un experto en dar instrucciones a sus ayudantes. (No mencioné que Genio empezó su carrera con mis padres, que se deshicieron de él porque era un incompetente sin remedio).
Fornax dijo que se corrían riesgos cuando se estaba en la cumbre. La presión era grande, el ritmo, incesante y el agradecimiento, mínimo. El hombre que lo dirigía todo tenía que supervisar constantemente a sus ayudantes, sin libertad de acción para hacer uso de sus propias habilidades.
Fornax procedía de una familia de cocineros; su hermano trabajaba en el domicilio de una familia respetable.
—Le envidio. Aparte de tener que preparar pollo a la bardana demasiadas veces para el amo de la casa, ya sabes, el que lleva la salsa blanca, se enfrenta con algún que otro desafío con visitantes o enfermos para mantenerse alerta. Pero lleva una vida tranquila. Sabe que la gente disfruta con lo que les cocina. A veces desearía poder hacer lo mismo. Preparar comidas familiares, cocer mis propios jamones, probar dulces… Y no tener que responder al condenado nombre de Fornax, porque es una diosa.
Le dije que sabía de una casa en el Aventino donde lo recibirían de buen grado con el nombre que más le gustara. El dueño era un amante de la tarta de queso. Seguramente fue solo por cortesía, pero Fornax dio la impresión de que se lo pensaría.
—Nos encantaría que vinieras… —Miré al cocinero fijamente—. ¿Puedo serte sincera? Hemos disfrutado de una cena espléndida. Todos recordaremos esta noche para siempre. Pero debo confesar que teníamos una razón especial para venir aquí. No temas: tan solo esperaba que alguien de aquí pudiera recordar a otro grupo que vino a cenar muy recientemente, y luego uno de ellos por desgracia murió.
—¿Por qué quieres saberlo?
—La familia de la persona fallecida me ha pedido que lo investigue.
Yo había hecho lo que era preciso: ganarme las simpatías de Fornax. Con movimientos pausados y una expresión circunspecta, se desató el delantal, lo usó para secarse el sudor de la frente, se sirvió una bebida moderada y luego les dijo a sus ayudantes que iba a hacer su descanso. Con el vaso en la mano, me condujo al exterior por una estrecha puerta que daba a la parte posterior del edificio.
Fuera estábamos rodeados de negros muros por todas partes. Se podían alzar los brazos y tocar fácilmente ambos lados del callejón, aunque sus siniestros olores y sombras aconsejaban no intentarlo. Cualquier sonido haría que una persona diera un bote, presa del terror. Había ratas acechando; yo percibía su presencia, vigilándonos. Era la clase de basurero romano en el que se podía encontrar el cadáver de alguien a quien hubieran asesinado.
Indiferente a aquel escalofriante lugar, Fornax respiró el aire de la noche, dejando que el humo de la cocina abandonara sus pulmones. Yo intenté que mis sandalias de tiras no se hubieran posado en alguna cosa de la que tuviera que lamentarme después.
—¿Se trata de la chica que se fue a su casa y murió? ¡No fue por mi comida!
—Nadie lo ha sugerido en ningún momento, Fornax. De todas formas, su madre me dijo que había cenado en casa antes de venir aquí, así que seguramente solo picoteó un poco. No era lo bastante refinada para darse cuenta de lo que se perdía. —Nadie del grupo de amigos había experimentado malestar después de haber cenado en Fábulo. De lo contrario, estaba segura de que alguien lo habría mencionado, aunque podía volver a comprobarlo—. ¿Te fijaste en aquel grupo en particular?
—Me fijo en todo el mundo. —Eso no me sorprendió. Un buen cocinero observa quién cena en el establecimiento cada noche, quién pide qué, cuánto tiempo tardan en comérselo, cuánta cantidad se devuelve a la cocina.
—¿Podrías hablarme de ellos?
Fornax se lo pensó. Dio un comedido sorbo a su vino y luego me contó lo que él sabía.
El grupo había hecho la reserva por adelantado. A nombre de Cluvio, como yo ya sabía; había dado el nombre de su padre como garantía. Era la política de Fábulo tratándose de clientes jóvenes; habían salido escaldados de experiencias pasadas.
La reserva era para nueve; nueve se presentaron. El grupo más grande llegó tarde. En Fábulo estaban acostumbrados, sobre todo con ese tipo de clientes.
Casi todos habían bebido ya antes de llegar. Armaban escándalo. Se comportaban de una manera vulgar. Aunque no llegaron a ser groseros, fueron descorteses con los que les servían, que lo hicieron a disgusto.
Pasaron mucho rato con el menú, ocupados en conversaciones personales a pesar de las indirectas del personal, luego pidieron los platos más caros, con un vino muy caro también. Mientras decidían qué iban a pedir, los nueve cubiertos originales subieron a diez cuando llegó otra persona. La hermana de alguien, dijeron.
Pregunté si tuvieron que apretujarse. Al parecer no supuso gran diferencia. En un triclinio se podía acomodar a doce o trece personas si no había más remedio.
—¿Pero no se había restringido la reserva de ese grupo estrictamente a nueve personas?
—Eran jóvenes juerguistas de clase alta. En esos casos, Falaeco pone un límite al número de personas.
—¿Pero a Clodia le permitieron unirse a ellos?
—Parecía tan joven que Falaeco cedió.
En cualquier caso, había sitio para ella porque los miembros del grupo se levantaban a menudo y se paseaban por allí. No se concentraban en la cena, a pesar de la excelencia de los platos. Hicieron un uso frecuente de los servicios, donde las chicas se juntaban para acicalarse y los chicos iban constantemente a mear porque habían bebido demasiado. Algunos iban de aquí para allá, como si quisieran asegurarse de que otros comensales se fijaban en ellos. Además, dijo Fornax bajando la voz, Fábulo tenía un rincón privado para que se besuquearan los amantes; aquel tocador protegido por una cortina lo ocuparon en diversas ocasiones parejas del grupo.
—¿Parejas de chico y chica?
—Eso creo.
Hasta donde él sabía, la joven que había llegado sola no había tenido en ningún momento un altercado con algún miembro del grupo. Parecía muy callada. Los otros no la excluían, le hablaban, pero ella apenas respondía.
—¿Así que no hubo ninguna escena? ¿Ni alboroto?
—Nada. Les habríamos pedido que se fueran.
—¿Los habríais echado?
—Sin aspavientos. Tenemos que pensar en los demás clientes. Si en algún momento hubieran armado demasiado escándalo, Falaeco habría hablado con el cabecilla del grupo, Cluvio. No sé si tuvo que hacerlo; es algo demasiado rutinario para que se mencione en la cocina.
Lo único que Fornax podía añadir con respecto a Clodia era esto: bebió demasiado. Hacia el final, Falaeco, el más delicado y atento de los encargados, avisó a los mozos que añadieran el doble de agua cuando le sirvieran el vino a Clodia. En aquel momento, algunos de los chicos del grupo habían decidido tomarse como un juego animar a la joven a seguir bebiendo sin parar.
¿Por qué no me sorprendía?
—¿Se mareó, Fornax? ¿Llegó a vomitar?
—No.
—¿Seguro?
—Generalmente nos enteramos. A la gente que se pone mala tenemos que apartarla para que no acabe metiéndose en mi cocina.
—¿Intentó alguien impedir la broma de los chicos?
—Al final sí. Las chicas eran más sensatas. Uno de los chicos, quizá su hermano, dijo algo al resto, y entonces pararon.
—No, su hermano está en una legión en África.
—Entonces no sé quién era. El grupo se separó después de eso. A mí me llamaron y el que se llama Cluvio me dio las gracias en nombre de todos ellos.
—¡Apuesto a que eso te sorprendió!
—Oh, solo estaba presumiendo.
—Falaeco ha dicho que Cluvio dejó una gran propina. ¿Eso quiere decir que les gustó la cena?
—Eso parecía. La mayoría engullía como cerdos en el comedero. ¡Es en ocasiones así cuando me pongo a soñar con dejarlo todo y trabajar para una familia!
—Ya te lo he dicho…, ¡ven con nosotros! ¿A la chica más joven que había bebido demasiado, la llevaron a casa?
—Falaeco estuvo al tanto. Todo parecía correcto. Un par de sus amigos se ocuparon de ella.
—¿Y ella se fue con ellos de buen grado?
—Oh, sí.
Le dije que para mí estaba claro que el comportamiento de todo el personal de Fábulo había sido irreprochable aquella noche.