13

Salí de la habitación rápidamente, antes de que alguien se diera cuenta de lo que estábamos haciendo el portero y yo. Volví al cuarto que me habían asignado. Pasé un rato repasando mis notas, antes de hacer una cena temprana. La lechuga del puesto del dios de la fertilidad Min rezumaba savia de un modo que me pareció muy poco erótico. ¿Dónde demonios estaba Tiberio?

Tomé un tentempié frío con la reconstituyente lechuga. El código del informante dice que has de cuidarte. Para la mayoría de los hombres eso significa comprar pollo a la bardana untado abundantemente con garo[5]; para mí significaba una salchicha decente de Lucania con ensalada. En casa, habría rematado mi plato casero con piñones tostados.

Los tuesto yo misma en un cazo pequeño. Es la única forma de asegurarse de que se tuestan uniformemente sin quemarse. Por algunas cosas vale la pena tomarse esa molestia.

Esto tiene su relevancia. Una actitud paciente me convierte en una buena informante.

Había llegado la noche, pero en octubre el crepúsculo se alarga, de modo que decidí salir. Había conocido ya a todos los Volumnia; estaba lista para ir en busca de más información que me proporcionara contexto. Localizaría a alguno de los clientes cuyos nombres me había proporcionado mi padre. Cualquier pista que viniera de él sería útil; además, la próxima vez que viera a Falco, me atosigaría a preguntas sobre lo que se habían sacado de la manga sus contactos. Sería mejor que fuera a verlos.

El primero, una especie de abogado, vivía cerca del templo de Júpiter el Victorioso. No estaba en casa. No me sorprendió. Los que podían permitirse comprar antigüedades, sobre todo de una empresa con los elevados precios de la de Didio, serían personas cultas con conciertos y obras de teatro a las que asistir, y recibirían numerosas invitaciones sociales. Los ricos raras veces tienen tiempo para disfrutar de la ociosidad.

El siguiente se llamaba Jucundo. Había dirigido un negocio de transportes, pero ahora estaba ya retirado y vivía de las ganancias. Su apartamento se hallaba en una calle que recibía su nombre de la Pila Tiburtina, una columna que conmemoraba una antigua victoria. Debía de interesarle la historia porque cerca también había un antiguo templo de Flora.

Mi padre me había dado unas indicaciones impecables. Laia podría haber aprendido de él. Como informante, Falco pasaba muchas horas deprimentes buscando lugares. Como resultado, tenía la teoría de que, cuando estás agotado y perdido, simplemente tienes que entrar en una taberna. A veces tendrás la fortuna de que el tabernero conozca el lugar al que quieres ir; en caso contrario, déjalo correr y emborráchate.

Una hija de Didio Falco no podía ir por las tabernas empinando el codo, o eso decía él…, a menos que estuviera allí para compartir el vino. Para evitarlo, se había asegurado de darme detalles suficientes para llegar directamente a la elegante morada de Jucundo, sin desviarme una sola vez.

Jucundo había eludido los placeres de la sociedad para pasar la velada solo. No obstante, me dio la bienvenida.

—¡A cualquiera que envíe Falco! Solo me sorprende que no haya venido él en persona con una agradable jarra de vino, como de costumbre. Tu padre y yo hemos pasado más de una estupenda velada, al final de la cual descubría que le debía un montón de dinero por alguna maravilla que yo ni siquiera sabía que quería hasta entonces.

—Es verdad que vende objetos bonitos —repliqué con modestia.

Para ser sinceros, nuestro negocio familiar también mueve basura a carretadas. Pero los numerosos estantes de jarrones griegos con figuras negras que cubrían las habitaciones de aquel bonito apartamento masculino hablaban por sí solos. Para Jucundo, coleccionar era un impulso irrefrenable. Falco, y el truhán de mi abuelo, Gémino, antes que él, satisfacían sus necesidades como si prescribieran un estimulante médico. Ellos tenían la amabilidad de aparecer; él era feliz. Admiré su tesoro, en el que, preciso es decirlo, no detecté ninguna ridícula falsificación.

Jucundo era un hombre corpulento de sesenta años como mínimo, con el rostro rubicundo y andares oscilantes. Disfrutaba de la vida en todos sus aspectos. Eso acabaría por matarlo pero, como dijo él con una carcajada, todos tenemos que morir. Un día —pronto, según mis cálculos— su enorme colección volvería a la casa de subastas para una buena liquidación de su patrimonio. Él mismo lo admitía, impávido ante lo que otros podrían considerar como una tragedia. Había conocido toda clase de placeres. Le parecía perfecto que cuando acabara su tiempo, otras personas tuvieran oportunidad de amar todas aquellas cosas igual que él.

Un hombre entrañable. Me gustaba. Gracias, Falco. En nuestra profesión, conocer a una persona agradable es bastante raro.

Vivía solo. No tenía familia. Pero no llevaba una vida solitaria. Mi padre me había enviado a él porque Jucundo conocía a muchas personas.

Le resumí mi caso. Intrigado, me invitó a sentarme con él y me pidió que le diera más detalles. Estábamos rodeados por hileras de ánforas panatenaicas, esas grandes vasijas que se ofrecían como premio a los vencedores de los Juegos griegos. Glauco, el del gimnasio, había ganado una; estaba dispuesto a morir antes que renunciar a su posesión. Sentados bajo aquellos deseados trofeos para atletas con los más elevados ideales, le conté la triste historia de aflicción familiar.

Jucundo lloró. Era muy sentimental. Se abandonaba a las emociones; la trágica historia le alegró el día.

—¡Oh, me encanta una buena llantina! —Reímos los dos.

Mi padre había musitado alguna vaga advertencia de que no esperara tener con Jucundo la típica entrevista. No le había dado importancia. ¿Qué entrevista es «típica»? Cualquier conversación que parezca demasiado anclada en la normalidad significa que algún cerdo miente más que habla.

Jucundo no era así. Aparte de ser divertido, me ayudó de verdad. Al principio pensaba que no conocía a los Volumnia, pero tras pensarlo mejor, decidió que había visto a los amigos de la hija. Formaban un grupo que se presentaba en las obras de teatro a las que asistía Jucundo; a él le gustaba el teatro, igual que le gustaba todo lo demás. Aquella horda de jóvenes ruidosos que no prestaban atención al teatro provocó sus quejas.

—Solo van para que los vean. Ni siquiera saben qué obra están arruinando con su cháchara.

—Ya me lo imagino. Ricos y caprichosos. Con gustos caros, sin juicio. Volumnio Firmo dice que son superficiales. Intentó excusarlos diciendo que son jóvenes, pero acabarán madurando.

—Muy comedido por su parte. ¡Ah! —exclamó Jucundo de repente—. Sí que sé quién es…, ¡el bonus vir!

Di un respingo.

—Otra persona también lo llamó así.

—¿Sabes lo que significa, Flavia Albia?

—No. Un «buen hombre», pero parece más un título. Cuéntamelo tú, por favor, Jucundo.

Jucundo dio una palmada, encantado de lanzarse a dar su lección. La túnica le cubría el amplio vientre con tirantez y llevaba anillos enjoyados en los dedos. Me recordaba a mi ambiguo tío, el que llevaba un exótico estilo de vida con su pareja masculina en Alejandría. Mi padre no me había dicho nada; él aceptaba a los clientes tal como eran, siempre que tuvieran buen dinero. Eso sí, a nuestro tío Fulvio solo le preguntamos por una historia, la de que se había amputado su propio miembro viril en un ritual oriental… Fulvio tenía una personalidad oscura. Jucundo era mucho más alegre.

—Un bonus vir es un árbitro, Flavia Albia. Es un particular al que pueden recurrir personas con una disputa. Es una alternativa a embarcarse en pleitos costosos. Para empezar, les ahorra que se haga pública la disputa. Un experto en mediación lleva a cabo sus audiencias en privado. Puede ser un experto en algún campo especial, un tasador, por ejemplo; no te sorprenderá saber que hay muchas disputas por tierras y fincas. Pero ha de ser famoso por su buen juicio, un hombre de probada neutralidad. Se supone que los bandos en disputa han de obedecer su dictamen, incluyendo posibles acuerdos financieros. Por lo general, los árbitros lo consiguen, aunque es posible recurrir al pretor si alguien no está en absoluto satisfecho con su fallo conciliador.

—¿Has usado tú alguna vez ese tipo de arbitraje, Jucundo?

—No. Yo prefiero ahorrarme molestias y seguir adelante.

—¿Al mediador se le paga?

—No.

—¡Por eso lo llaman buen hombre! —dije, sofocando la risa.

—¡Se nota que eres hija de Falco! —Jucundo rio, regocijado.

Más serios, convinimos en lo irónico que resultaba que Volumnio Firmo, que resolvía las disputas de otras personas, se encontrara ahora envuelto en una feroz disputa dentro de su propia familia.

—Oh, cielos, ahora me viene todo a la memoria —dijo Jucundo—. Conozco al juez que ha de llevar el caso sobre el esclavo lesionado. ¡Tengo que enterarme de cuándo será para pasarme por allí y oírlo!

—Puede que haya también un divorcio difícil —le recordé.

—¡Mejor que mejor!

—¡Oh, no seas malo! Habrá consecuencias, mi querido Jucundo. La gente dejará de acudir a él con sus disputas, si creen que el mediador ni siquiera es capaz de poner paz entre sus propios parientes. Volumnio Firmo pronto habrá perdido a su hija, su matrimonio e incluso su ocupación.

—Lo sentimos por él…, pero, dulce niña, no temas: los demandantes lo considerarán como una recomendación —sugirió Jucundo animadamente—. ¡Tras haber sufrido sus propios reveses, Volumnio sabrá apreciar mejor el sufrimiento de otras personas! Nadie quiere poner una devastadora riña con un traicionero colega de negocios en manos de un hombre que jamás ha acusado siquiera a su administrador de sisarle productos agrícolas.

—Es agradable conversar contigo, Jucundo —repliqué—, aunque eres retorcido.

—Soy amigo de tu padre, Flavia Albia. ¿Qué esperabas?

Debía de hacer media hora desde la última vez que Jucundo había sentido hambre. Unos servidores que conocían sus hábitos entraron revoloteando sin ser llamados, portando comida en bandejas de plata. Él quiso incluirme. Rechazarlo habría sido descortés. Además, huelga decir que la cena en aquella casa fue un auténtico festín.

Cuando terminamos, era demasiado tarde para volver a la casa del otro contacto sugerido por mi padre. Jucundo se ofreció a llevarme, diciendo que aquel hombre tenía fama de perseguir a las mujeres alrededor del estanque de su atrio. Le agradecí la advertencia, pero decidí irme a mi alojamiento.

Fui en litera, aunque solo estaba a unas cuantas calles. Jucundo sabía sin duda que Falco era un hombre rudo, que habría enseñado a su hija informante a ser espabilada. Sin embargo, Jucundo afirmó que le complacía mimarme. Cuando salió a despedirme, metió incluso entre los cojines una jarra de un vino excepcionalmente bueno, que (susurró) podía beber en mi habitación siempre que mi caso se volviera irritante. No sabía siquiera que mi marido había desaparecido y que las noches significaban una dura prueba.

Así era Roma. Roma está llena de crueldad: ladrones, atracadores y timadores. Desvergonzados depredadores infectan todos los aspectos de la vida. Pero en ocasiones te sorprende con una sincera generosidad. Desde mi llegada, había aprendido que Roma, en el mejor de los casos, es la ciudad más civilizada del mundo.