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Había sido una mañana larga y dura. Tiberio me abrazó. Dejé caer la cabeza sobre su hombro. Sus fuertes dedos me frotaron la nuca, mientras musitaba:
—Bien hecho. —Entonces ocurrió algo.
Oí a Tiberio decir mi nombre; capté el apremio en su tono. Alcé la vista.
Una figura imponente había aparecido corriendo en el claro que había delante del templo de Salus. Con los cabellos alborotados y una expresión histérica, era Polemaena, la sirvienta de Pandora. Miró a su alrededor, buscando a alguien. Todo el mundo se había levantado ya y estaba a punto de marcharse, así que era difícil distinguir a una persona entre tantas. Paris, el recadero, y varios esclavos del templo estaban ya recogiendo las sillas, lo que aumentaba la confusión. Pero cuando Polemaena divisó a quien estaba buscando, soltó un grito. Se dirigió hacia Verónica.
Por un momento sospeché, y estoy segura de que Verónica también lo pensó, que Polemaena había ido para maldecirnos a todos por celebrar la reunión. Parecía que echaba la culpa a Verónica. Mi cerebro asumió, no sé por qué, que la familia Rabiria desaprobaba que Verónica hubiera asistido; jamás pensaban ayudar en una investigación oficial.
No era eso. Alguna otra cosa había ocurrido. Casi sin resuello para poder hablar, Polemaena alargó las manos hacia Verónica; estaba muy alterada. Logró proferir una súplica angustiada con voz entrecortada.
—¡Ve! ¡Ve con él! —Su tono era de horror, al señalar el lugar por el que había venido.
Sin decir una palabra, Verónica se echó la estola sobre los hombros, recogió las largas faldas negras y echó a correr. Tiberio me agarró de una mano y salimos corriendo tras ella.
En el lado opuesto al gran templo de Quirino, una multitud nos mostró adónde ir. Los mirones tenían todos una actitud apagada, oscilando entre el terror y la habitual fascinación morbosa que provoca un accidente callejero. Unos cuantos se habían alejado, o habían buscado un sitio desde donde ver mejor, subiendo la escalinata del templo de Rómulo deificado; ese imponente edificio, con sus quince columnas a cada lado y un doble conjunto de ocho en el pórtico que se cernía sobre nuestras cabezas, albergaba ahora una pequeña multitud. Los sacerdotes se encontraban entre las personas que se habían congregado allí. Pesados soportales rodeaban el templo, estropeando la vista desde abajo, y junto a la calle dos simbólicos mirtos representando a patricios y plebeyos también impedían ver a los curiosos.
Estábamos en el inicio del Vicus Altae Semitae. Apiñadas a su alrededor había varias mansiones privadas, incluyendo el edificio en el que vivía Sentia Marcela. Justo enfrente del templo de Quirino había un nuevo altar. Era uno de los diversos altares que había erigido Domiciano para conmemorar el Gran Incendio de Nerón; el propio Nerón había prometido conmemorar aquella tragedia, pero no había llegado a hacerlo.
El altar estaba hecho de mármol travertino, colocado sobre un plinto formado por dos escalones. Allí yacía un cuerpo cubierto de sangre con un brazo extendido, como si hubiera intentado llegar a los escalones, reptando hacia ellos en busca de refugio.
Menenio, el médico, había corrido hasta allí con nosotros. Se fue directo hacia el cuerpo. Se agachó sobre él, pero inmediatamente se irguió y meneó la cabeza con impotencia. Se alejó. No lo necesitaban.
Verónica lo apartó de su camino con un empujón. Cayó de rodillas junto al cadáver. Era su hijo, Vincencio.