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Por supuesto se lo habían pedido a Pandora. Mi confidente de cutis claro y sin mácula fingió no saber nada. El nombre de la espiritista no saldría de sus finos labios.

—Oh, será Pandora, puedes creerlo —dije—. Tiene el mismo control sobre las mujeres del Quirinal que ejerce el criminal de su hermano sobre los negocios de sus maridos. —Por horrible que fuera, le dije a Laia Graciana que ella debía asistir. Para ver lo que ocurría allí en interés de la justicia, sostuve, para que se sintiera importante.

Laia iría. Pensara lo que pensase de ella, sabía que acabaría accediendo. En primer lugar, le encantaba ser el centro de atención. Además, era la guardiana de un culto, la tirana de un templo, la que vestía a una diosa. Sabía mejor que Ceres las tortas de trigo que prefiere Ceres en un sacrificio. A Ceres le daría miedo discutírselo.

Yo había visto a Laia Graciana encabezando la procesión en un festival, aunque todo el mundo le había advertido que un asesino loco estaba dispuesto a matarla. Laia no vaciló en ningún momento. Creía que los dioses no permitirían jamás que le tocaran un solo pelo de la cabeza. Ella estaba a su servicio y daba por supuesto que era especial para ellos. Los dioses, justo es decirlo, se avenían a ello resignadamente.

Le dabas a Laia una habitación apestando a incienso y llena de mujeres dóciles que le permitirían ser su cabecilla, y era feliz. Había muchas posibilidades de que acabara haciéndose cargo de la sesión de espiritismo y amedrentara al fantasma de la pequeña Clodia.

—Vuelve ahí dentro y pregúntale a Sentia cuándo y dónde se celebra. Dile que tú también quieres ir. Simplemente dale instrucciones…, eso se te da bien. Llevarás contigo a una sirvienta —le dije—. Pero no a esa abyecta Venusia a la que te gusta arrastrar contigo a todas partes. —Había tenido mis roces con Venusia, una vieja arpía miserable; Laia debía de haberla dejado en casa ese día, para llevarse a su hermano como carabina.

—¿A quién, entonces?

—A mí. —Mi presencia amenazaba con arruinar el momento de gloria de Laia. Se notaba que se sentía ofendida—. Mira, yo no puedo presentarme allí tal cual. Pandora me conoce. Pero si me hago pasar por tu anodina acompañante, ni siquiera me mirarán dos veces.

—¡Si te descubre, estarás sola!

—¡Menuda novedad!


Nunca había estado en una sesión espiritista. Si mi madre llegaba a enterarse, me echaría una buena bronca. Mi padre no sería de ayuda; se pondría a imitar voces místicas que le dirían en tono macabro que debía mostrarse de acuerdo con mi madre. Mierda, de todas formas él siempre estaba de acuerdo con Helena.

A mi marido aún no lo conocía lo suficiente como para estar segura de su reacción. Como edil, estaba consagrado a Ceres (la diosa preferida de Laia), una diosa absolutamente íntegra de todo lo natural. En rigor, como cabeza de familia, podía prohibirme aquella sórdida aventura. Es decir, podía intentarlo.

Extrañamente, mi padre conocía a algunas hechiceras. Él decía que eran tres, pero solo había llegado a ver a dos en acción alrededor de un caldero, porque a la otra la necesitaban siempre para que cuidara de los nietos.

La vida doméstica de Pandora parecía bajo control en las grandes manos de su grotesca sirvienta, Polemaena. Su marido estaba muerto; su hijo estaba exiliado; su nieto no vivía con ella. Solo su hermano, Rabirio, el inválido, parecía necesitarla, pero seguro que él tenía varios ayudantes a su alrededor. Como hechicera, Pandora actuaría sola y sin el engorro de problemas domésticos. ¡Bueno, eso debería garantizar que su magia era buena!

Laia regresó rápidamente, después de preguntar a Sentia Lucrecia, con la noticia de que la sesión de ocultismo se produciría al día siguiente.

—¿Dónde?

—Nos informarán con antelación. —Me fijé en que Laia hablaba ya como una de las vehementes iniciadas.

—Bueno, eso es natural. Se mantendrá en secreto hasta el último momento. Cuando te lo digan, ven a buscarme lo más deprisa posible.

No diré que soltamos unas risas como jovencitas planeando una fiesta, pero nos despedimos en buenos términos. El hermano de Laia se sorprendió. Yo también.


No tenía nada más planeado, de modo que volví a la calle del Albaricoque, donde fui en busca de Tiberio. Estaba barriendo la acera frente al puesto cerrado de Dedu; manejaba la escoba con vigor y eficacia. Me lo llevé para tomar un sencillo almuerzo en la casa de comidas que frecuentábamos.

—Haremos un trato: yo no me burlaré de ti por cuidar de Dromo, si tú accedes a dejar que Laia y yo hagamos esto. —No tenía intención de pedirle permiso para ir a la sesión, pero le dije que creía que debía ser informado.

—Es por trabajo —admitió él, sin inmutarse.

—Tu nueva esposa se va a mezclar con hechiceras.

—No, simplemente va a observar a una de ellas. Por lo que me has contado, ¡es mi antigua esposa la que se ha unido de buen grado a su conciliábulo! —Ahora sonreía.

—Eso demuestra que hiciste bien en librarte de ella, querido.

Me fijé en que la perra de color beis se había unido a nosotros. Se sentó a nuestro lado, disfrutando al calor de la felicidad del buen juicio que Tiberio y yo compartíamos. Cuando la miré, la perra movió hacia un lado unos centímetros su larga y fina cola, pero su familiaridad no fue más allá. Su contención casi me resultó agradable.

Mientras reflexionábamos, apareció a la vista una figura conocida. Al ver a Tiberio, se acercó a grandes zancadas. Rebosando encanto y despreocupación, Vincencio dijo que venía a preguntar si podía ver a Numerio.

—No —respondió Tiberio.

—Oh, eso es duro, es realmente duro. ¿Qué tal lo está llevando? ¿Le ha dado alguien de comer?

—Pan y agua —gruñí.

—Pan, agua y lechuga —me corrigió Tiberio.

—Me alegro de que nos hayamos encontrado —dije al atractivo joven—. Sería bueno que aclaráramos las cosas. Ya no sé lo que es real. —Intentaba utilizar el fatuo lenguaje de aquellos jóvenes, al menos hablando de un modo que ellos pudieran comprender me ahorraría contratar un intérprete—. Por un lado tengo a los padres de Clodia diciéndome que estaba disgustada por Numerio, luego él me dice que no había nada entre ellos, o al menos ya no. Ahora me dicen que de hecho Clodia tenía una nueva pasión… y que era por ti, Vincencio.

—Flavia Albia —me dijo él con aspecto serio—, ¿quién dice eso? Me siento traicionado. En realidad no era así.

—Dame tu versión.

—Alguien está mintiendo. Jamás intercambié más de dos palabras con ella.

—No es eso lo que me han contado.

—No era mi tipo.

—¡Era demasiado joven, maldita sea! —señaló Tiberio.

—Exactamente. Tienes toda la razón, señor. No quiero que saques una impresión equivocada de mí. Jamás habría jugado con los sentimientos de una chica tan joven.

—Además, tenías a Redenta —le recordé cruelmente—. Hasta que rompisteis, luego ella se juntó con Cluvio. Después de Redenta, te emparejaste con Anicia, hasta que ella le echó el ojo a Numerio, si es que va en serio. Así que seguro que te preguntas quién será la siguiente. Tal vez Sabinila, pero ella estaba con Popilio antes de que su familia interviniera; aunque, a decir verdad, el propio Cluvio me dijo que estaba dispuesto a intentarlo con ella. O siempre te quedará Umidia, aunque tiene un maestro muy atractivo que le enseña a usar la espada…

—No, ella… —Vincencio se interrumpió. Lo miré fijamente, preguntándome qué había provocado la inusual vacilación. Normalmente era muy franco y directo—. Umidia tenía una relación con Volumnio Aucto. Intentaban mantenerlo en secreto, pero se les veía muy acaramelados juntos. Antes de que él se fuera al extranjero —concluyó sin convicción Vincencio—. Así que obviamente eso acabó. Por el momento.

—¿Publio, el hermano de Clodia? Pensaba que era un inútil. Aunque quizá no lo fuera para sus amigos —sopesé, consciente de que Tiberio creía que estaba siendo demasiado cruel—. Volvamos a Clodia y a ti. ¡Habla, Vincencio!

—Nunca estuvimos juntos, Clodia y yo. —Esperé—. Admito que a veces la veía lanzándome miradas bastante intensas.

—Si ella creía que eras una maravilla —sugerí—, ¿qué habría hecho al respecto?

—Miraba extasiada, pero no dijo nada.

—¿No te envió un filtro amoroso?

Al oír esto soltó una sonora carcajada.

—¡A mí no! ¿Comprada a mi abuela? ¡No lo creo! Mi querida abuela no iba a proporcionarle un absurdo elixir para que lo usara con su propio nieto, ¿no? —Ahí tenía razón.

La mención de Pandora recordó a Vincencio que tenía una misión.

—Una tarea urgente con respecto a un asunto familiar. Lo siento, mi abuela me ha dicho que no me meta, pero sé que significa mucho para ella y creo que merece la pena intentarlo… Ahora ya soy mayor. Deseando impresionar a mi querida y vieja abuela con mis expertas dotes negociadoras… —Se alejó a grandes pasos, zafándose de nosotros con la fácil desenvoltura de un abogado en ciernes.

Tiberio y yo acabamos de comer y luego decidimos que debíamos visitar a Jucundo. Teníamos que darle las gracias profusamente por la cena de la noche anterior, pero además los dos estábamos impacientes por saber si había logrado cumplir su sueño de comprar Fábulo.