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Habiendo aceptado que iba a quedarme en el Quirinal, compré unas provisiones. Me dejaban alojarme en su edificio, pero nada indicaba que los Volumnia fueran a darme de comer. Por experiencias pasadas, sabía que no debía esperar comida. Yo era una empleada. Algunos informantes habrían dejado caer indirectas y habrían merodeado por la cocina, pero a mí la separación me convenía.
Pasé un buen rato explorando los puestos de comida de la zona. Una servicial vendedora de fiambres me prestó una cesta, que prometí devolverle al día siguiente. No podía saber que las tablillas de notas de mi morral desprendían ya un tufillo a salchichas de Lucania de otras compras de comida. Mi pobre morral apesta bastante a ajo; también se detecta olor a gambas fritas, queso ahumado y empanada de carne… Mis compañeros de profesión reconocerían perfectamente esos olores, sobre todo el de las horribles empanadas de Xero, pero si algún cliente se acerca demasiado, suele sorprenderse.
No mencioné a nadie lo que estaba haciendo en el vecindario; sabía que los tenderos se mostrarían más abiertos cuando me reconocieran en una segunda visita. Nadie me preguntó nada. Solo el vendedor de lechugas quería cotillear.
El tipo no estaba a la vista cuando yo empecé a inspeccionar su mercancía, pulcramente ordenada. Esperé a que apareciera. Al cabo de un rato salió de la trastienda un hombre de vientre abultado con una larga túnica, caminando pesadamente. Se quejó profusamente de su nuevo ayudante, que mostraba una gran disposición a pasarse el día charlando con los transeúntes, pero parecía renuente a encargarse del puesto cuando alguien quería comprar algo.
Le dije que no importaba, que así había tenido tiempo de admirar su estatua.
Menuda estatua.
—¡Este es Min, el Hombre de la Montaña!
—¿En serio? ¡Min es todo un hombre!
Desde luego era imponente. Ciertas partes concretas eran desmesuradas. Si no adivinas de lo que estoy hablando es que has llevado una vida muy retirada.
Min se encontraba junto al puesto. Como anuncio, era llamativo. De más de un metro ochenta de estatura, desnudo, piel negra, aspecto egipcio… e indudablemente varonil. Dos largas plumas en una corona formaban un envidiable copete, pero lo que llamaba la atención, a menos que tuvieras graves preocupaciones o estuvieras completamente ciego, era su inmenso falo erecto. Lo tenía sujeto con la mano izquierda, mientras que la mano derecha se alzaba empuñando un mayal para el grano. No creo que el mayal llamase tampoco la atención.
—¡Es un dios de la fertilidad y la potencia sexual! —explicó el dueño del puesto animadamente. Créeme, la explicación no era necesaria—. ¡Fíjate en el mayal que indica una cosecha abundante! —Me fijé—. Seguro que te preguntas por qué el gran dios Min se asocia con las lechugas.
Por desgracia para él, yo había estado en Egipto.
—¡No, conozco muy bien tus lechugas de la fertilidad! —Cuando se corta el tallo de esta variedad de lechuga de hojas largas, rezuma un jugo blanco que parece… Bueno, ya te haces una idea. En Alejandría, cada vez que la comes, siempre hay algún pervertido mozo de taberna que insiste en explicarte por qué las hojas verdeazuladas de su lechuga son buenas para el sexo. Si eres una mujer, añaden comentarios sobre engendrar hijos. Lo único que puedes hacer es apartarte.
—¿Conoces sus cualidades afrodisíacas? —dijo él con una mirada lasciva. Yo me apresuré a agarrar una de las lechugas especiales de Min, le arrojé al vendedor una moneda y me despedí.
—Mi marido no necesita ayuda —mentí, olvidando por un momento que Tiberio había volado—. ¡Me gustan sus hojas crujientes y se conserva bien!