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De regreso a la casa de Volumnio, caminando ahora sola, pude hacer una muy necesaria pausa para comer. Esto es esencial, ya que le da al informante ocasión de reflexionar sobre las pruebas. Masticas, piensas, bebes algo para rehidratarte, piensas un poco más. Tradicionalmente, piensas en lo desagradable, mal pagado y peligroso que es el trabajo de un informante y en la mala fama que tiene. Entonces necesitas beber algo más, algo más fuerte que el agua.

En una pequeña calle lateral encontré una improvisada casa de comidas que, pasada ya la hora de comer, estaba vacía. Los propietarios habían instalado en la calle una pesada mesa de madera y asientos. Haciendo caso omiso de las leyes sobre aceras de Domiciano, este arreglo parecía muy permanente. Sobre la mesa había un tablero de juego con fichas de vidrio blancas y verdes, esperando a que llegaran clientes y armaran jaleo. Todos los taburetes cojeaban. Al igual que la melancolía de los informantes, también esto es tradición. Los probé todos, uno por uno, y al final elegí el que ofrecía la mejor vista de la calle, aunque era el menos estable. Después me olvidé de la vista y lo moví adonde había más sombra, lo que es costumbre aceptada en las casas de comidas.

Un platillo con frutos secos apareció en cuanto me acerqué al mostrador para estudiar el menú, que estaba dentro anotado con tiza en un tablón, casi ilegible, como de costumbre. Al final, dejé que la mujer que servía me sugiriera lo que debía tomar. El plato del día había sido un potaje de puerros, que describió con apetitoso detalle. Sonaba tan bien que inevitablemente se había acabado. En su lugar, me trajo una anchoa extendida sobre huevos duros del día anterior.

Los huevos son útiles en mi profesión. El estreñimiento tiene sus ventajas si no tienes ocasión de visitar unos lavabos públicos mientras estás trabajando… o si le echas un vistazo al interior y te resulta imposible entrar. Mi padre afirma que conoció a un informante que comía tantos huevos que una vez a la semana iba a ver al boticario de su barrio para que le administrara una potente purga. Ojo, Falco inventa historias ridículas. Demasiado tiempo de aburridas vigilancias, dice él. Son sus chifladuras, dice mi madre.

«Es cierto, ¡e iba religiosamente!», es el remate final de la historia.

Cuando llegó la comida, me relajé y me lo tomé con calma. Al principio no estaba pensando. Despejé mi mente y dejé que se asentara lo que me habían contado durante el día. En lugar de repasar el caso, me preocupé por Tiberio.

Una perra callejera se acercó silenciosamente. Se sentó sobre los cuartos traseros cerca de mi taburete y me miró tímidamente. La ignoré. Crecí con perros y sé que no se debe establecer contacto visual.

—Vete —dije al final. Se quedó.


Había oído suficiente para darme cuenta de que la investigación del caso Volumnio no sería más sencilla que las demás. Bajo la supuesta cooperación, se ocultaba algo. Aquella gente refinada eran presumiblemente unos aficionados que no tenían la menor idea de que, en mi trabajo, el engaño era trágicamente rutinario.

Pagué la cuenta, le dije a la perra que no me siguiera y me dirigí a visitar al siguiente miembro de la familia. A ver si intentaba enredarme. Cuanto más lo intentaran, más posibilidades tenía yo de descubrir un patrón.