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¿Qué se pone una mujer moderna para ir a una sesión espiritista? ¿Dónde están los manuales de instrucciones? Un modelito que quede bien en un cementerio. Nada de collares tintineantes. Un pequeño toque de bálsamo de altramuces para evitar el mal de ojo…
En primer lugar, ponte algo soso que no lleve a tu marido a preguntar: «¿Dónde te crees que vas tan arreglada?». Añade un buen velo para ocultar la cara en caso de que los vigiles irrumpan para arrestar a la gente. Mi elección era limitada en cualquier caso; tenía que ser la insulsa acompañante de Laia.
—Camina detrás de mí. No digas nada y no te quedes mirando. —Por Juno, la rancia arpía estaba disfrutando. (Me di el gusto de adoptar el personaje de la sirvienta con mala uva…). Necesitaba a Laia para ir a la sesión, pero me habría gustado clavarle una horquilla «accidentalmente».
—¡Sí, señora!
Por su parte Laia creía que las asistentes debían ir muy arregladas y peinadas por una profesional. Ella iba vestida de un blanco resplandeciente, con uno de esos conjuntos de joyas de oro que tienen broches en los hombros, de los que salen unas cadenas que caen sobre el busto. Para obtener el efecto adecuado se necesita tener busto. ¡De ilusión también se vive, Laia!
Me alegré de oír que nuestra reunión no iba a celebrarse en un cementerio. Me asombró enterarme de que iba a ser en un templo. ¿A qué idiota se le había ocurrido?
A Laia Graciana, la reina del culto religioso, por supuesto. Laia hizo saber a todo el mundo, sutilmente, que había hecho uso de sus influencias para obtener el permiso. Tenía que ser sutil, para que no se filtrara que iban a realizarse prácticas mágicas. La pobrecita tenía un dilema. Aunque instintivamente reclamaba el mérito, en este caso estaba menos ansiosa de lo habitual por obtener reconocimiento público.
El grupo se encontró junto al altar llamado Viejo Capitolio, más viejo que el gran templo del Capitolio, que es a su vez de una extrema antigüedad. El Viejo, si bien no estaba en desuso, se utilizaba tan raras veces que el interior casi vacío olía a cerrado. Había eco. Había colonias de palomas en el techo. Vi partes que pensé que Tiberio querría asegurar con puntales. Por supuesto, dentro estaba extremadamente oscuro.
Se habían alquilado sillas, como si se tratara de un recital poético. Se habían dispuesto un par de hileras en círculo. Las simples sirvientas, como yo, podíamos quedarnos de pie en un círculo exterior. Seres visibles, pero invisibles a la vez, estábamos allí por si el ama de alguna necesitaba usar un pañuelo, que habría que pasarle. Una cosa buena de Laia era que no parecía ser nunca de las que requerían arreglos en su impecable peinado y era demasiado eficiente para dejar caer nada. Ni siquiera un pedo, pensé maliciosamente.
Las asistentes habían llegado poco a poco furtivamente, bien vestidas y hermosamente calzadas, asomándose primero desde sillas de manos y literas y saliendo de ellas después como ratas. Solo reconocí a un par, pero Laia saludó a otras. La madre y la abuela de Clodia vinieron juntas, cuando la mayor parte ya estaban reunidas. Para entonces el halo de perfumes caros habría hecho saltar las manchas de un leopardo. Había más ostentación de joyas que en un acto benéfico para un pugilista retirado. Si un conjunto de joyas tenía tres hileras de cadenas de filigrana además de enormes perlas orientales, ahí estaba.
Pandora llegó la última. Llevando sus útiles en un cesto de mimbre, entró en el templo con el aire de una viuda de la vecindad que había salido un momento para comprar unos rábanos. Cuando entró, la mayoría de las mujeres alargó el cuello tratando de ver bien sus inestables zapatos de altos tacones. Seguramente era la vidente que gastaba más dinero en arreglarse de toda Roma.
Me fijé en que Laia dirigía a Pandora una inclinación de cabeza.
Fingiendo ayudar a Laia a encontrar una silla, siseé:
—¿Cómo es que la conoces? ¿Usas sus productos?
—Yo no necesito tratamientos de belleza. —Incluso Laia podía darse cuenta de cómo sonaban sus palabras. No obstante, su presunción era auténtica. Siempre me había hecho rabiar su perfecta piel blanca. Un día le ahorraría al sepulturero tener que retocarla cuando la embalsamara—. Cuando mi hermano aceptó que alquilara uno de sus almacenes, Rubria Teodosia me envió unos tarros de regalo, eso es todo. No creo que haya llegado a usarlos. —¡Seguro que no!—. Ahora vuelve atrás con las esclavas, Flavia; están empezando.
Pandora se colocó en el centro del espacio. Se tomó su tiempo poniéndose cómoda en un taburete acolchado. Con un gesto formal, se cubrió la cabeza con un fino pañuelo negro, disponiendo los dos extremos sobre los hombros. Tardó unos instantes debido a su alto adorno de rizos. El contraste entre su elegante vestido y sus maneras ordinarias era extraordinario. Como estilo era vulgar, pero ella lo sacaba adelante.
Me fijé en que, mientras se demoraba, observaba cuidadosamente a su público.
Se había encendido algo en un hornillo; un olor dulzón y persistente rivalizó con los elegantes perfumes de las mujeres. Me recordaba el kyphi, un incienso que había conocido en Egipto. Ayuda con las enfermedades de los pulmones y, si estás bebido, te induce un sueño tranquilo con sueños vívidos.
Pandora tenía ayudantes. Unos discretos espectros entraron con una vasija honda que humeaba ligeramente y copas para que bebieran las participantes. Cautelosamente me llevé una a la boca para probarla. Era densa como un jarabe; reconocí el sabor a cebada, miel, hierbas y leche o bien queso…, una droga tan clásica como Circe. Al menos era mejor que un caldero lleno de ojos de murciélago e intestinos de cadáver. Realmente no habría podido enfrentarme con un brebaje cuyo ingrediente principal fuera sangre fría.
Las puertas del templo se cerraron de golpe. Todas dimos un respingo.
Unas cuantas lámparas de aceite diminutas alrededor del perímetro proporcionaban tenues charcos de luz. Incluso cuando se nos acostumbraron los ojos, las sirvientas permanecíamos de pie en medio de una profunda penumbra, mientras las señoras formaban un cerrado círculo en sus asientos, casi ocultas las unas de las otras en medio de la oscuridad. Pandora tenía su propia lámpara, que iluminaba su rostro. Sus ayudantes estaban colocando un trípode de madera delante de ella, sobre el que fijaron un gran disco metálico como una mesa para servir la comida en un banquete, pero cubierto de símbolos. Iban tendiendo objetos a Pandora: piedras negras, una rueda, un gong, una mano de bronce cubierta con más símbolos mágicos.
Pandora habló:
—Bienvenidas, señoras.
Ellas musitaron unas dóciles réplicas.
Las ayudantes, que eran Meröe y Kalmis, animaron a las mujeres a descalzarse; una o dos necesitaron que sus esclavas las ayudaran a hacerlo, pero no Laia. Meröe y Kalmis caminaron luego lentamente alrededor del círculo de sillas, rociando a todas las mujeres con agua.
—De las aguas negras y estancadas del río del Averno —entonó Pandora.
Podría ser. Quizá había enviado a alguien hacia el sur hasta Cumas[11], al lago sulfuroso del Inframundo, aunque un viaje de ida y vuelta hasta allí seguramente llevaría una semana. O simplemente habían llenado una jarra en la fuente de una calle.
Las ayudantes se apartaron, fundiéndose con la oscuridad. Ahí, pensé, podían hacer cualquier cosa. Cuando una de ellas pasó junto a una lámpara, vi que sujetaba un extraño instrumento musical, una bramadera; se trata de una tabla de madera con un extremo en punta, atada a un largo cordel, que se usa en antiguos rituales griegos. Cada ayudante debía de tener su bramadera, que empezaron a hacer girar a su alrededor horizontalmente. Unos extraños sonidos modulados llenaron el templo. Su tono subía y bajaba dependiendo de cómo movieran ellas los instrumentos o modificaran la longitud de los cordeles.
—Los que mueren antes de su hora liberan un enorme poder al partir. Sus espíritus pueden convertirse en demonios de la venganza. A los muertos no les gusta que los molesten. Pero veré si alguno quiere presentarse. Solo necesitan un canal, un recipiente para entrar. Enlacemos las manos y yo llamaré…
Pandora esperó un rato, mientras el zumbido de fondo de los instrumentos afectaba la imaginación de las asistentes, luego empezó a emitir bruscos cloqueos, suspiros y gruñidos.
Pronto amplió su repertorio haciendo chasquear los labios, seguido de inquietantes siseos.
Una vez iniciada la sesión de espiritismo, comprendí lo que estaba haciendo. Lo hacía todo lentamente. Eso le daba tiempo para observar la reacción de las demás. Daba la impresión de tener un auténtico deseo de ayudar, de creer sinceramente en sus poderes. Debía de haberse entrenado para detectar pistas que pudiera emplear, algo tan simple como una alianza de boda, una joya con un significado especial, o un objeto que había sido muy querido para una persona que había fallecido y ahora se sujetaba con fuerza. Incluso sin tales ayudas, sabía interpretar las expresiones faciales y los gestos.
Primero se descargó de toda responsabilidad: cualquier mensaje que Pandora recibiera del mundo de los espíritus podía ser vago, dijo, así que quizá necesitara ayuda para comprender lo que le llegaba. A continuación vino la invitación a convertirse en protagonista, lanzando una red lo más amplia posible.
—Percibo una figura mayor en la vida de alguien, con la que hubo desacuerdos… —Eso podría haberse aplicado a cualquiera de las asistentes; ¡por Hades, yo misma había estado discutiendo con Falco el día anterior!— ¿Alguien tiene relación con una mujer llamada Gaya…? ¿O quizá Galeria…? ¿O Galatea…?
Una mujer cuya hermana difunta se llamaba Gritia se ofreció con entusiasmo como primera víctima.
—Eres una mujer con una mente muy independiente —dijo Pandora para halagarla—, aunque a menudo te preocupa si estarás haciendo lo correcto. Sueles ser una persona tranquila, pero cuando alguien te decepciona puedes experimentar una profunda ira interior. Necesitas cambios en tu vida, pero te atan muchas restricciones. ¿Acaso te malinterpretan los demás?
La hermana de Gritia asintió, inducida ya a cooperar. Supimos que Gritia había muerto el año anterior, mientras su hermana estaba de vacaciones aunque sabía de la enfermedad de Gritia. Pandora nos habría informado quizá de todo esto, lo que habría sido impresionante, pero, antes incluso de que pudiera recibir un adecuado mensaje de los espíritus, la hermana misma explicó la historia voluntariamente. La parlanchina mujer se culpaba a sí misma, se había atormentado por ello, pero Pandora pronto la tranquilizó afirmando que el espíritu de Gritia le decía que la perdonaba. Llorando de alivio, la mujer volvió a ocupar su asiento.
Puede que pienses que fue un modo amable de ayudar a alguien que sufría. Y yo podría replicar que cualquier amiga de buen corazón podría haberle dicho lo mismo.
Alerta para descubrir cualquier truco, vi que Kalmis había dejado de hacer girar su bramadera; se arrodilló entre las sombras, justo detrás de Pandora, donde parecía permanecer completamente inmóvil para no perturbar la sesión. De hecho, a veces hablaba en voz muy baja. Qué regalo para una vidente: un público de mujeres cuyas vidas personales habían revelado personalmente durante manicuras y tratamientos faciales. Ahora estaban tan abstraídas escuchando a Pandora que no oían las pistas que le murmuraba su ayudante oculta. Secretos que habían compartido durante tratamientos de belleza se usaban ahora para manipularlas.
Los problemas para los que aquellas mujeres solicitaban ayuda eran los mismos que a menudo me planteaban mis clientes: su salud, sus riquezas, sus relaciones. Pandora les sonsacaba la inquietud que las carcomía por culpa de deudas y enfermedades. Conocía los hijos que habían nacido muertos, los abuelos que se habían ahogado, los hijos fugados y las hijas problemáticas. Si cometía un error, se corregía ella misma sin vacilar.
—No, por supuesto, tu querida madre aún vive, pero como tú dices se rompió la pierna en Benevento y fácilmente podría haber muerto… Eso es lo que me está contando, ¿y oigo bien?, ¿su pierna se ha curado ya?
Si yo hubiera sido una persona distinta, podría haberle pedido a Pandora que se pusiera en contacto con alguien por mí, con personas a las que había perdido en una remota provincia durante una época de derramamiento de sangre y fuego. Ella habría adivinado quizá que me refería a mis verdaderos padres; luego me habría soltado unas cuantas insensateces, con la revuelta de Boudica como fuente de material escabroso.
Fuera quien fuese mi familia de sangre, ninguna impostora de pacotilla iba a inventar un destino para ellos y pronunciar palabras en su nombre en Roma. Cualquiera que se dedique a resolver misterios sabe que hay preguntas que nunca se responderán, que quizá no deberían responderse.
—¿Alguien aquí conoce a alguien llamado Tito? ¿Lo conoces tú? ¿Un padre, puede ser, un marido, o un amigo tuyo?
—No. —Ups, Pandora había elegido a una difícil.
—No, eso creía. Pero pronto lo conocerás. Percibo que alguien llamado Tito será muy importante en tu vida pronto… ¿Estás buscando un nuevo compañero? ¿Es eso lo que percibo? ¿Estás dispuesta a conocer a alguien que te tratará como tú mereces?
¿Había alguna mujer que no quisiera un hombre mejor en su vida? Un modelo más joven, más entusiasta en la cama y que no fuera reacio a pagar zapatos nuevos. Yo no, por supuesto: yo acababa de casarme. Estaba atada a mi Tiberio. Un nombre similar a Tito, de haber sido yo una crédula.
Deseando desesperadamente un descanso de tanta tontería, salí al exterior para tomar el aire.