32
Necesitaba echarme un rato.
Tenía la excusa de que iba a salir a cenar más tarde, pero de hecho estaba agotada por culpa de hombres que me desagradaban y sus tonterías.
Dejé que Tiberio y Dedu (hombres que sí me gustaban) se encargaran de encerrar a Numerio.
—¡No podéis ponerme las manos encima, soy un ciudadano romano libre!
—No me mancharía las manos contigo —gruñó Tiberio—. Muévete o probarás mi bota. Y la hundiré primero en estiércol.
El joven macho cedió resignado. Llegó un mensaje de su padre diciendo que se ocuparía del incidente con Min. Seguramente Cestio padre necesitaba consultar con las otras familias, reunir al resto de los culpables y decidir lo que sus padres estaban dispuestos a pagar como compensación. Cuánto tiempo les llevaría eso dependería de cuántas veces lo hubieran hecho antes, de si había una rutina establecida y de lo cerca que estuvieran ya los padres de lavarse las manos con respecto a sus mocosos. Además, esta vez queríamos que devolvieran el miembro viril de Min. Tendrían que localizar el gigantesco pene roto y obligar a quienquiera que se lo hubiera llevado como trofeo a devolverlo.
Disfruté imaginando a los irritados padres exigiendo saber cuál de sus pipiolos había cortado un miembro viril egipcio de proporciones gigantescas… Esperaba que devolvieran el objeto a Dedu pulcramente envuelto de manos de un esclavo digno de confianza.
Me venía muy bien que hubiera un edil involucrado. Finalizado enero, ya no sería así. No obstante, incluso cuando terminara su mandato, Tiberio tendría derecho a presentarse a sí mismo como «antiguo edil», un honor vitalicio. Había encontrado un marido muy útil. Incluso lo amaba. Era maravilloso.
Me pasé el resto de la tarde sesteando.
Paris regresó con el vestido y las joyas que le había pedido. Lo metí todo en un cesto, fui a las termas, me lavé y luego pagué a una muchacha para que me arreglara de tal modo que pasara por una mujer de mundo. Mi madre siempre vestía con sencillez; Helena tenía una «belleza natural», de modo que siempre quedaba bien, pero nosotras, sus hijas, nos desesperábamos al ver que no tenía que esforzarse. Aun así, nos había educado para que, cuando la ocasión lo requiriera, incluso yo, la borde, pudiera codearme con la buena sociedad pasando por correcta.
Cuando regresé a la calle del Albaricoque, Jucundo llegaba en una gran litera para recogerme. Vestía una combinación de gasas; con su ondeante túnica de un tono rojo oscuro y varios collares como complemento, parecía el rey del Bósforo. No hice comentarios. Tenía estilo, y mucho me temía que era un estilo que aprobarían allá donde íbamos. Dijo que había visto a Tiberio, que iba a que le afeitaran su barba de vendedor de tres días, así que realizaríamos el trayecto por separado. Nosotros saldríamos primero en dirección a Fábulo para conseguir sitio.
Se suponía que debía dar la impresión de estar cenando en una casa particular. Desentonaba un poco el horrible callejón en el que se encontraba el famoso termopolio. Para los idiotas, eso formaba parte de la emoción de ir allí. Para mí, un perro muerto en la esquina es un riesgo para la salud.
Antes incluso de que la mayoría de la gente llegara hasta allí, daba vueltas durante una hora intentando encontrar el esquivo establecimiento. Su postura era que, si tus amigos elegantes no te habían explicado cómo llegar hasta allí, Fábulo no era para ti.
Aunque famosa, la casa de comidas estaba situada en la típica calleja romana, completamente anónima. Locales con las contraventanas cerradas flanqueaban a ambos lados un camino vecinal oscuro y maloliente en el que ningún porteador sensato querría meterse. Jucundo había enviado a Paris por la tarde a encontrar la ruta más segura, de modo que diéramos la impresión de ser clientes de Fábulo muy bien informados. Que quisiéramos o no formar parte de esa clase de gente era otro asunto.
Frente a la entrada habían desplegado esteras de zarzo a fin de evitar que, cuando llegaran los clientes y descendieran de sus literas (todos iban allí en un buen transporte), no se les metiera en las sandalias la porquería que pisaran. Por desgracia, Jucundo pesaba tanto que un líquido oscuro le salpicó a través de las fibras de las esteras por todo el pie. Él no pareció fijarse. Yo esperaba que fuera barro. No obstante, tenían niños con taparrabos a juego listos para ocuparse de las togas, alisar las túnicas y ayudar a la gente a quitarse las botas. El lavado de pies estaba disponible.
Jucundo atacó al extremadamente arrogante maestresala y a su bandada de ayudantes de recepción. Se disculpó por no haber reservado y luego inquirió muy amablemente si habría alguna mesa libre; fue muy cortés, lo que constituyó un gran error. Una agresiva grosería era allí la norma; unos buenos modales implicaban que habíamos ido al termopolio equivocado. Fábulo solo trataba con impresentables.
Nos negaron la entrada.