II
Alsino y Poli

EL día que comienza aún tiene el frío de la sombra de la noche. Dos muchachos campesinos hablan, en esa madrugada, cosas incomprensibles. Las palabras que dicen salen envueltas en un blanco vapor. Están detrás de unos matorrales que huelen muy suaves con la frescura del alba.

—Anoche, otra vez, Poli, volé.

—Volaste soñando.

—Pero volé. Volé sobre la casa y el lago. Y era tan fácil, que yo me decía: mañana, cuando despierte, no me olvidaré de todo lo que debo hacer para volar.

—¿Y lo recuerdas?

—Sí. Pero parece que las cosas deben haber cambiado.

—No te entiendo.

—Mira, anoche quería volar y volaba. No hacía nada, no movía los brazos, no saltaba. Sólo quería volar y volaba; y ahora, tú ves, digo: ¡quiero volar! y no me muevo.

—¡Alsino! ¡Poli!

Se oye la voz de la abuela.

Alsino hace un gesto de inteligencia a su hermano para que no responda. Se ocultan más aún tras los matorrales. La abuela aparece trayendo del cabestro a un caballejo mulato, de crines descuidadas, flaco y peludo.

La vieja cubre su pequeña cabeza con un gran sombrero de paja adornado de desteñidas flores de trapo y abalorios que brillan con los primeros rayos del sol. Dos trenzas escuálidas y cenicientas caen sobre sus espaldas.

—¡Alsino! ¡Poli!

A pasos lentos, seguida del caballo, que se resiste caprichoso, va de un lado a otro, buscándolos.

Los muchachos cuchichean y no responden; parece que entre ellos hay cierto compromiso.

Alsino dice a su hermano:

—Ayer la traje chilcas para que saque cerote y venda a los zapateros, y chamico para que fume todo el año Ahora no voy.

Poli, en cuclillas, sonríe burlesco y se restriega las manos entumecidas.

La abuela se aleja refunfuñando. En voz alta profiere amenazas, que ella comprende deben ser escuchadas. En su mal humor sacude, con una varilla, repetidos golpes en la cabeza de su viejo caballo, que se echa atrás y amusga las orejas con rabia. Los muchachos prestan atención al ruido que levantan. los cascos que se alejan. Y cuando perciben, en el claro silencio de la mañana, sonar de remos en el agua, salen de su escondrijo y ven a la abuela en el bote plano, atravesando el desaguadero. Atado con el cordel al bote, el caballo, del que sólo se divisa la cabeza, revuelve, al nadar, las aguas tersas y perezosas.

—Te digo que sí —continúa Alsino—, como yo acompaño a la abuela, lo he visto tantas veces. Los pájaros grandes, cuando comienzan el vuelo desde tierra, corren y mueven mucho las alas, pero, cuando lo emprenden desde un árbol alto, apenas si dan dos o tres golpes.

Un buitre, a gran altura, describiendo un enorme circulo, avanza con rapidez, abiertas las grandes alas inmóviles. Su vuelo sereno, fácil y amplio, llena de curiosidad a los niños como si fuera la única vez que lo hubiesen contemplado.

—Algún animal muerto— insinúa Poli.

Alsino no habla, no podría hablar. Le sigue con los ojos, anhelante, fascinado. Cuando la sombra que arroja el buitre, no lejos, de ellos, corre por sobre la ondulada y suave superficie de las dunas, salta gritando:

—¡Ya sé! ¡ya sé!

Y se pone como a danzar, y parece que va a llorar y a reír. Brillan ojos con resuelta alegría. Poli se siente sojuzgado; y aunque pide mayores explicaciones, sin éxito, obediente, temeroso, sigue a su hermano, cuando éste lo toma de un brazo y lo arrastra consigo. Caminan corto trecho, descienden el último faldeo arenoso, atraviesan la callejuela que forman los escasos ranchos de la aldea, alcanzan la orilla del lago y se detienen, por fin, al pie de un roble.

Es un gran árbol solitario. Los últimos huracanes han tronchado una de sus ramas que cae, todavía, sobre el camino. Su forma es extraña, adusta y severa. Día y noche el viento muerde su escaso follaje. La humedad ha hecho crecer, en las rugosidades de su corteza grandes excrecencias amarillentas y duras.

— ¡Mira! —explica Alsino y sacude a su hermano, mientras le echa, sobre el rostro esquivo, el aliento quemante de su certeza de poseído—: ¡Mira...! ¡Volar...! ¡Oh! Espera... Para volar...

Y sus palabras se precipitan, sus explicaciones vuelven sobre sí, se confunden, se embrollan y se hacen dolorosas hasta que el frenesí creciente le ata la lengua y lo ahoga en un tembloroso silencio. Cuando logra desembarazarse, por sólo un segundo, de su terrible mudez, grita oscuramente:

—¡Ven! ¡Sube! ¡Ven!

Poli, trémulo, avasallado, sonríe con un terror naciente, que no logra impedir el que obedezca ciego.

Trepan por la rama rota hasta llegar a su arranque en el tronco. Apoyándose en los hongos duros, en las ramas débiles, en no importa cuál saliente, suben con dificultad, pero sin vacilaciones. Y a medida que suben comienzan a reír. Poli principia a convencerse; Alsino, lleno de ardor, va el primero. Cuando vuelve e inclina la cabeza, mirando hacia abajo, Poli exagera sus ánimos y le exige subir cada vez más alto. Divisan, muy arriba, una rama que avanza lateralmente, alejándose del macizo de la copa. A ella se propone llegar.

Ascienden y ascienden. En sus cabelleras negras y espesas se pegan telarañas cubiertas de polvo y se clavan ramillas y hojas secas. Con las manos y los pies magullados, y con nuevos jirones en sus viejas ropas, llegan al sitio previsto. Avanzan caminando sobre el gancho que se extiende horizontalmente, apoyándose en la ramazón vecina. Cuando les sorprende un espacio libre, lo salvan con resolución y rapidez. La rama oscila. Sobrecogidos, toman aliento. Los corazones golpean los pechos juveniles como si quisiesen volar. La sangre circula atropellada y hace un ruido que se confunde con el del viento de la altura que agita los últimos y escuetos varillajes. Ese hálito frío seca rápidamente el sudor de sus rostros.

Muchas veces ellos han trepado a cerros más altos que ese roble, muchas veces han buscado en otros árboles nidos ocultos; pero nunca se han visto suspendidos, a tal altura, sobre algo tan frágil. Nada más que aire en tomo. Las mismas oscilaciones de la rama tienen algo de un vuelo que se inicia. ¡Y qué delgado y débil es el aire! Hasta las leves hojas que se desprenden lo atraviesan. Los ojos no lo ven, no lo pueden ver. Las miradas que lo buscan, sin advertirlo, lo traspasan y sólo se detienen cuando tropiezan en alguna cosa que está detrás de él.

Poli sufre de una incomodidad creciente. Un vértigo lo embriaga, y se inclina. Asustado se sienta a horcajadas en la rama, y cierra los ojos para no caer. Así se cree más seguro; pero le turba el extraño peso de sus piernas que cuelgan sobre el abismo.

—¡No mires abajo! —le grita Alsino—. ¡Mira lejos y no caerás!

Entonces observan el círculo del horizonte.

Se ve, allá distante, otro lago, y, entre ambos, una pradera verde por la que ondula un camino.

—¿No es la abuela?

—Oye, Poli, allá va la abuela.

— ¡Abuela! ¡Abuela! —gritan con alegre desprecio.

En la orilla opuesta, y al extremo del desaguadero, hay otro villorrio. Es el puerto de Llico; bien lo conocen los niños. Detrás de él, por entre las últimas ramas de la copa, divisan lomas rojas y desnudas con algunos eucaliptos negros; al frente las interminables dunas cenicientas; y, más allá de las bodegas abandonadas, el mar azul y solitario. Se distinguen las blancas espumas de las rompientes y las gaviotas que vuelan sin rumbo.

Alsino mira a lo alto del cielo, ahora empañado por nubecillas largas y débiles que esfuman el sol. Busca con los ojos el buitre; pero éste ha desaparecido. Poli, libre del vértigo, ha quedado como marchito, trémulo y vacilante.

Y cuando su hermano lo anima, indicándole cómo debe abrir los brazos y tomar las alas de la chaqueta, dice:

—Por qué no volamos hacia el otro lado; abajo hay arena.

— ¡No; allá no! —replica Alsino—. No hay bastante altura; no tomaríamos aire. ¿Qué? ¿Tienes miedo?

—No, pero...

—Te digo que yo sé cómo se vuela. Me acuerdo, ahora, claramente de todo lo que hice anoche.

—¿Pero no decías...?

—Yo no he dicho nada, nada, ¿entiendes? Espera. Ya verás cómo se vuela.

Tomando con la mano los faldones de su chaqueta, y abriendo los brazos, forma algo así como dos alas improvisadas. Y pálido, sonriente y confiado, sin quitar la vista del lejano horizonte, de un salto, y moviendo, los brazos, se lanzó al vacío.

Pero si una de sus manos se agitó intrépida y libre, ansiosa de vuelo, la otra, trémula y crispada, en el último instante, se aferró, con fuerzas, de una rama vecina.

Pendiendo del brazo a medio descoyuntar, tal un triste guiñapo, convulso como un ahorcado, Alsino lanzó espantosos gritos roncos e incomprensibles. A duras penas consiguió enlazar con sus piernas, en una de sus contorsiones, la rama firme.

Poli, paralizado por el terror, miraba mudo, atónito.

Como sonámbulos, los muchachos comenzaron el descenso, desgarrándose las carnes contra la áspera y nudosa corteza. Bajaban rápido, sin reparar en cosa alguna, huyendo enloquecidos. Al llegar a tierra, como Alsino pareciera desorientado, y echase a andar hacia la laguna, Poli lo tomó cuidadosamente de un brazo, escogiéndole la parte más suave del sendero.

Una angustia terrible y creciente comenzó a dominar a los dos hermanos. Sollozos incontenibles, al sacudirlos, desviábanlos del camino, y lágrimas abundantes tejieron un velo que les impedía ver. Detenidos o dando tropezones, como ebrios, avanzaban penosamente.