IV
Jorobado

VEN acá, Poli. Tu hermano duerme. ¡Déjalo! ¡Te digo que vengas! Di, confiesa, ¿tú lo acompañaste? Todo el d la has pasado, afuera, huyendo. Nada temas; acércate. De veras, créeme, ¡no te haré nada!

—No, mamita, yo no lo acompañé. Es decir, sí; pero no esta vez.

—¿Qué dices?

—El otro día, sí, lo acompañé; y trepamos al mismo roble para volar.

—¿Para volar?

—Yo tenía miedo, y Alsino, no; pero él, al dar el salto, de una mano quedó tomado del árbol; por eso no pudo caer. Ahora no lo acompañé; no quise acompañarlo. Todos los días ensayaba en las dunas. Un día voló un poco.

—No mientas, chiquillo; ¡no mientas!

—Sí, mamita.

—Tú sueñas. ¡Cómo puede haber volado!

—Alsino me llamó y fuimos a la parte más alta de un cerro de arena que el viento ha carcomido en arco de media luna. Desde allí saltó al aire y dijo que casi había volado. Y fue cierto. Cayó muy despacio. Quise yo hacer lo mismo, y me di un gran golpe, y la boca se me llenó de arena, y todo el día estuve mascando granitos duros que crujían.

—¡Calla! Parece que tu hermano llama.

La abuela y el nieto entraron al rancho.

En un camastro, Alsino gemía.

—¿Qué tienes, niño?

—Mamita ¿qué ruido es ese?

—¿Ruido? No hay ninguno.

—Lo oigo sin cesar.

—Será la arena que se cuela a través de las rendijas. Pero ¿es posible que la oigas? ¿Ves?, por allí entra.

Un hilo de arena penetraba silencioso y blando. Formaba un montecillo inestable que crecía hasta ahogar el chorro; de pronto, calladamente, se derrumbaba el montecillo y el chorro continuaba fluyendo inagotable.

—No es la arena la que oigo; es un campanilleo.

— ¡Ah!, niño; tienes razón: acaban de pasar dos tropillas de mulas de las salinas. Las yeguas madrinas hacían sonar los cencerros.

—No, no es ruido de cencerros. A veces el murmullo parece que viene de fuera; pero después viene como de dentro.

—Algún pololo habrá sido, hijo. Déjame ver, que esos animalitos hacen gran daño en el oído.

—No, mamita; no es en un solo oído, es en los dos; penetra y suena muy adentro de mi cabeza, y a veces, dijera, que corre por mi cuerpo. Son como campanillas, muy pequeñas y distantes, que se llevaran sonando y bailaran. Si cierro los ojos, comprendo que están muy lejos; pero siempre, siempre dentro de mí.

— ¡Ay!, hijo.

La abuela, inclinándose temblorosa, piensa en que pudiera ser el campanilleo de la muerte. Sabe que cuando la muerte se acerca, se escucha un tintineo débil y persistente.

—Quisiera levantarme y salir —exclama inquieto Alsino—. Me vienen deseos terribles de correr y correr. Correría cada vez más lejos, por toda la vida. ¡Ah!, sí.

—Tranquilízate, niño; es la fiebre. Ya pasará. Poli, trae la olla.

Un oloroso cocimiento de hojas de huingán puso la abuela en la espalda y el pecho del niño enfermo.

—¿Te alivia?

—Sí, pero siempre me duele.

—¿No te gustó ser loco? Te has torcido el espinazo y vas a quedar curcuncho para toda la vida.

— ¿Quedaré curcuncho, dices?

—Sí, niño; pero muy poco, nada casi. Bendigamos a Dios que no te mataste.

— ¡Ay! ¿Cuándo podré levantarme?

—Ni pienses en ello. ¡Cállate! ¡Duerme.

Cuando la abuela y Poli lo creen dormido y salen y cierran la puerta, Alsino lleva sus manos a la espalda y, bajo el paño caliente y húmedo, por sobre las hojas de huingán adheridas a su piel, se lleva largo rato, dificultosamente, palpando su espalda hinchada y dolorida.