XIV
Aventuras
MODELADO por el roce del viento, Alsino adelgaza. Su rostro pálido y curtido muestra unos ojos fijos, abiertos y penetrantes; sus mejillas están enjutas; sus labios fríos y descoloridos. Cuando baja a beber en los claros y estáticos remansos, contempla su imagen reflejada. El cabello negro, abundante y crecido, ondula rizado por el oleaje que el viento imprimiera en él. Sus ropas despedazadas cubren a medias los músculos ceñidos y recios, que se afinan en una engañosa y delicada apariencia. Cuando marcha buscando frutos silvestres, el peso de sus grandes alas lo inclina ligeramente a tierra, y toman sus pasos el vaivén de los cargadores.
La vida para él va siendo cada vez más difícil. A menudo, y quizás enervado por la primavera, tan llena de flores y pobre de frutos, pasa los días sin probar alimento. En un principio, no reparando en el asombro y en el peligroso terror que iba a infundir, llegaba tranquilamente en sus vuelos de pleno día, hasta las chozas de los campesinos y pescadores. Al divisarlo, los perros ladraban huyendo; los caballos atados cortaban las bridas y, a galope tendido, iban a campo traviesa; las gallinas cloqueaban llamando a sus polluelos, y con las alas entreabiertas y las plumas erizadas, valientes, cubrían su prole. Cuando, al ruido, asomábanse viejas y mozas, y después de contemplar el azoramiento de los pajarillos y demás animales, divisaban a Alsino, agrandado por sus alas desplegadas, llegarse volando, mudas de terror no atinaban sino a atrancar puertas y ventanas. Por unos segundos todo en ellas era terrible expectación; encendían, después, velas a los santos y, luego de quemar palma bendita, rezaban en alta voz, sin atinar con las palabras, que todas eran: ¡misericordia!, ¡misericordia! Y se golpeaban el pecho, y abrían los brazos en cruz, y besaban el suelo dando alaridos.
Suerte tuvo Alsino de acudir a los hogares de esa gente sencilla, porque si nada le dieron, tampoco recibió algún escopetazo que pudieran haberle disparado, a haber sido esas personas más cultas, de las que siempre saben a qué atenerse sobre diablos, aparecidos y demás seres ignorados o misteriosos.
Temiendo por su vida, se dirigió nuevamente a las serranías desiertas. Una tarde al bajar y posarse no lejos de la cumbre de un cerro árido, llevado allí por inconsciente y caprichosa decisión, mientras miraba unas enormes peñas, sin atender mucho a lo que contemplaban sus ojos, distinguió un viejecillo de largas y enmarañadas barbas, cubierto a medias de remendados harapos, que abriendo los brazos exclamó:
—¡Gracias, Dios Santo, por haber atendido la súplica del último de tus siervos y haberle enviado uno de tus celestes mensajeros!
Alsino, comprendiendo a medias, no atinaba a hacer o decir cosa alguna, y como el viejecito, enflaquecido por las privaciones, no era de temer, y la soledad del sitio mostrábase absoluta, se entretuvo en contemplar al anciano postrado de rodillas, en el suelo lleno de guijas, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza inclinada, las barbas humildes besando tierra, orando con un fervor que movía a compasión
Las palabras truncas, reveladoras de la fe expectante de ese hombre humilde, conmovieron a Alsino.
Como si se encontrase ante un emisario de Dios, con prolijidad angustiosa detallaba los más amargos trances de su vida anónima, con voz ya fuerte, ya llorosa o desfalleciente.
¡Cuánta crueldad para con su propio dolor al abrir, una vez más, viejas heridas y hurgar en ellas midiendo su profundidad sangrante!
—Sí, ¡Dios mío! fui falso y perjuro, robé y asesiné, si no de obra al menos de pensamiento. Pero tan negros fueron mis criminales anhelos, que la fortuna codiciada vino a mis manos después de haberse extinguido la vida de su poseedor, envenenada por mis ocultos y feroces deseos. ¿Tendré yo perdón algún día? Veinte años llevo de penitencia, meditando y orando, en este cerro antes poblado de árboles y hierbas, hoy estéril y triste por la ponzoña de mi aliento. Y cuando creía que ni cien vidas de remordimiento fuesen capaces de lavarme, tú, ¡oh Dios misericordioso!, me envías, en señal de tregua, a uno de tus ángeles.
Alsino sintió al oír tales confesiones una tristeza enorme y desconocida. Lamentando no saber aliviar con palabras engañosas la tortura del anacoreta, avergonzado del papel que a pesar de sus alas allí hacía, en el mayor silencio se escabulló detrás de las rocas. Y mientras el anciano hundía la faz en tierra, daba, en alta voz, nuevos detalles sobre otros, tal vez, ilusorios pecados, volando rápidamente, Alsino se alejó de ese sitio como turbado para siempre.