XXII
El pánico
NUNCA, ni de día ni de noche, deja de haber arrieros que vayan viajando por todos los caminos. Así sea por atajos o despeñaderos peligrosos, por sendas desconocidas o amplios caminos reales, ellos, noche y día, van y vienen tras de las mulas y las yeguas madrinas, adormilados por el tintineo de las esquilas. De vez en cuando, al detenerse las tropillas para ramonear en los polvorientos matorrales, los arrieros lanzan gritos que turban la soledad. Las mulas prosiguen su marcha, y ellos, encajados en sus altas y estrechas monturas, vueltos al vaivén cansón que les imprime el paso de sus caballejos, oyendo el eterno sonar de los cencerros, recobran su mutismo y por leguas y leguas, camino adelante, piensan o dejan de pensar, en quién sabe qué cosas.
Son ellos y los carreteros que van en caravanas, en viajes que hacen interminables el tardo paso de los bueyes; son los faltes que recorren vendiendo géneros, baratijas y quincallas por los más apartados villorrios y lugarejos, los que traen y llevan por todos los rincones de la comarca la extraña historia.
Mas, sucede que cuando ellos comienzan a relatar el misterioso asunto, los posaderos y campesinos, que conocen nuevos detalles, les interrumpen y no quieren oír nada hasta no desembuchar primero lo que ellos saben. Sólo así, y no sin el deseo de volver a comenzar, se resignan a oír tranquilos el extraño suceso. De boca en boca corre la nueva del ángel o demonio que, volando por los aires, visita la región.
Se diría que nunca han aullado tanto los perros. Aún a mediodía, o cuando más tarde al entrarse el sol, con uno que dé el alerta, por todos los ranchos corre el calofrío del misterio al oír cómo, en aullidos incontables, los perros lloran en la indefensa soledad de los campos. La noticia sube a las cordilleras, donde los mineros viven entre las nieves y las eternas rocas; baja a las playas, y en las míseras caletas de pescadores, el misterio del mar hace mayor el pánico.
Los trenes que en el silencio de la noche cruzan los campos se diría que lanzan con sus sirenas más angustiosos e interminables alaridos; los jinetes ya no confían en sus caballos, antes tranquilos, porque éstos, a cada instante, amusgan las orejas y se espantan de una roca, de un árbol, de una sombra cualquiera, llenos de presentimientos. Se comenta con pavor en las posesiones de inquilinos cómo han recrudecido los robos y los asesinatos. Al entrarse el sol, ya están las puertas atrancadas, y bien pueden pedir auxilio los caminantes incrédulos, nadie saldrá a favorecerlos. Aunque a la medianoche se sientan pasos furtivos y cloqueos de gallinas, todos prefieren perder sus aves y sus míseros bienes, antes que encontrarse cara a cara con el demonio.
Un periódico de provincia comenta la historia con tal ingenuidad, que los grandes diarios de las ciudades la aprovechan por varios días para burlarse de él y aumentar el tiraje de sus ediciones. Por una semana escasa es el tema de los más risueños comentarios. Como un señor tenido por desequilibrado y espiritista, publica artículos ampulosos tratando de engarzar el asunto en bien de su credo, y como no faltan frailes de aldeas que, sin creer en él, lo aprovechan para atemorizar a sus feligreses descarriados, hombres de ciencia, jóvenes y fervorosos, salen a rebatirlos y confiesan en largos artículos el rubor que sienten ante la ilustración de un pueblo que acoge tales patrañas. Prueban de una manera evidente la imposibilidad del suceso y refieren otras ilusiones colectivas, de épocas pasadas, que mantuvieron el engaño sobre grandes masas de ignorantes y cretinos.
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Una noche de fines de invierno, en una taberna y almacén de trapos y comestibles, en uno de esos clásicos boliches que, nunca faltan en el cruce de dos caminos, un sargento y dos policías rurales aprovechan la celebración del santo de una de las niñas de la casa, y al mismo tiempo que evitan el cansancio y el peligro de la vigilancia nocturna, beben, comen y hacen el amor entre las bondadosas y fáciles mujeres.
Y la verdad es que no sólo el miedo, los robos y las depredaciones han aumentado. Para todos es notorio que el amor va requiriendo menos melindres y escarceos, como si todo el mundo, temiendo oír la trompeta del juicio final, tomase prisa en despedirse de la vida dejando satisfechos sus apetitos.
El dueño de casa está enfermo en cama. Los guardianes tienen así mayor libertad, y alardeando de heroicos ante las mujeres, aseguran, con mayor fuerza entre más beben, que quisieran encontrarse con el mismísimo demonio.
Las puertas están bien cerradas. Ningún ruido ni luz sale al exterior. Duermen en torno de la casa grandes y espesos sauces, y tras de ella se extiende, negro, un huerto de naranjos.
Como la primavera recién comienza, no hay aún para Alsino frutos maduros. La vida le es difícil y hostil, pues sospecha el miedo que por todas partes infunde. En un comienzo llevado por la necesidad, luego, cada vez más tranquilo con la costumbre, y siempre al amparo del silencio en que duermen los ranchos, una noche aquí, otra lejos, visita los gallineros y soberados llevándose consigo huevos, quesillos y lo que pueda servirle de alimento en esa su vida cada vez más frugal.
Es posible que nadie hubiese reparado en tan insignificantes robos, pero son muchos los que se aprovechan del pánico y quieren beneficiarse. Sin embargo, él resulta, siempre, el único sospechoso.
Esa noche volaba buscando alguna casa solitaria. A pesar de la oscuridad, sus ojos experimentados descubrieron en el repliegue de los montes una aislada por leguas de las más vecinas, y escondida entre grandes árboles. Bajó, llevado por su seguro instinto, entre los naranjos de un huerto, y no lejos de un corredor donde, sobre escaleras y barriles abandonados, dormían unas gallinas.
En cuatro pies, y todo lo encogido que le era posible andar, se acercaba, cuando un perro oculto en un rincón oscuro, sin titubear, se lanzó resuelto a atacarlo, levantando en el silencio de la noche gran desconcierto con sus ásperos y furiosos ladridos. Uno de los guardianes, que en ese mismo instante, contra uno de los pilares en sombra, desalojaba la cerveza bebida, vio a pesar de su naciente borrachera que, seguido del perro, alguien huía hacia el interior del huerto.
Aligerado de su peso y valiente por el alcohol, se lanzó tras el posible ladrón.
Alsino, corriendo desesperado por entre los árboles que le impedían volar, por segundos enlazado en los altos yerbajos y sus recias marañas, tropezando en los troncos con sus alas, que el viento de la velocidad de la carrera entreabría, recibió, de pronto, de algo firme e invisible, tan recio golpe en el pecho, que cayó bruscamente de espaldas. Había chocado contra un alambre bajo tendido entre los árboles, donde, olvidadas, pendían algunas piezas de ropa puestas a secar.
El perro, envalentonado, de un salto cayó sobre Alsino alcanzando a darle en un brazo dos o tres feroces mordiscos, antes de que el guardián, que gritaba llamando a sus compañeros, llegase hasta él.
Con la algarabía y el estruendo de los disparos de carabina de los otros policiales, al acudir en auxilio, los pajarillos dejaban los árboles y huían en la oscuridad estrellándose contra las altas ramas hasta caer despavoridos en la maleza.
Aprovechando el encontrarlo tumbado y medio inconsciente, todos le dieron a Alsino despiadados puñetazos y puntapiés, mirando por mantener ese casi aturdimiento, propicio a la seguridad y a la obediencia.
—¡Mire, mi sargento! ¿ataditos no se llevaba unos pavos el sinverguenza?
—¡Espanten el perro! —gritó otro.
—¡Toma, mafioso! —dijo un tercero dándole una descomunal bofetada.
—¡Traigan luz!, ¡luz!
— ¡Arriba, cochino!
Por entre la cerrada oscuridad de los naranjos fueron los policías demostrando con sus gritos y golpes el entusiasmo que les despertaba la hazaña que venían de realizar. Al llegar al corredor una sospecha sacudió al sargento; y cuando todos, dentro de la pieza iluminada, vieron al preso y oyeron los gritos de espanto de las mujeres enloquecidas que volcaban las copas, un calofrío de terror y de misterio los poseyó, al ver que el ratero era un joven desnudo y esbelto, de piel rubia como la miel, de flotante cabellera y de enormes alas grises y entreabiertas, que levantaban un pequeño ruido al rasmillar, temblorosas, las paredes.
—¡Dios mío! —gritó despavorida la vieja dueña de casa, mientras, en alto, y como dos armas que apuntaran contra el prisionero, hacía con los dedos en ambas manos la señal de la cruz.
Un sollozo contenido se escapó a Alsino, y, sin poder remediarlo, lágrimas silenciosas se desprendieron de sus ojos. Iba sintiendo, cada vez más vivamente, las mordeduras del perro. Inquieto de dolor movía el brazo herido.
—Pero éste no es el diablo, mi sargento —dijo uno de los policías, un chico moreno y recio que batallaba por espantar su borrachera—. ¡Mire como lo ha dejado el perro! ¿No ve que está llorando?
Y como al acercarse envalentonado a Alsino, éste, tímido y encogido escondiera el rostro, queriendo lucirse ante las mujeres, de improviso le dio un empujón que casi trajo a ambos por tierra.
—No me hagan daño —exclamó Alsino—. ¿Por qué me maltratan?
—Déjalo, ¡por Dios!, Evaristo. —gritó la vieja.
—¿Pero no ve, señora —dijo, medio enderezándose, el guardián—, que este mañoso anda así por la pura fantasía? ¿Y le sale sangre, y se queja, y pide que no le hagamos nada? ¿Va a ser el diablo este sinvergüenza, sin cola y llorando como un maricueca?
El sargento y el otro soldado, intranquilos, no se cansaban de contemplar a Alsino, pero al ver que el rostro del preso comenzaba a hincharse y a ponerse morado con los tremendos golpes que antes le propinaran, renació en ellos la confianza.
—¡Vaya la carita que va luciendo con los machucones! —dijo el sargento.
—Traigan un cordel y lo llevamos, ¡no faltaba más! —agregó Evaristo, el chico intrépido.
Convenientemente atado, las manos a la espalda, aprisionando así las alas, sacaron a Alsino.
—¿Y nos dejan solas? —gritaron las niñas, pálidas de temor.
—Yo las acompaño —dijo el otro guardián.
—Déjelo, mi sargento. Estoy seguro —argumentó Evaristo, el chico bravo, empinándose al pasar un gran vaso de vino— que éste es un falso y nada más. ¡Ya verá cuando lo manipulee en el cuartel! Quédate, si quieres, Eustaquio.
—Pero de alba estás en el retén —ordenó el sargento—. Lo hago sólo por usted, comadrita, y por las niñas.
Mientras los dos guardianes van por los caminos, sacudiéndole de vez en cuando algunos rebencazos a Alsino, que marcha fatigosamente amarrado a la cincha del caballo de Evaristo, el otro guardián, Eustaquio, aprovecha el desorden que en los ánimos de las mujeres dejara tan extraño suceso, y las protege entre sus brazos.
Pero las jóvenes, si se abandonan fáciles, no reparan grandemente en las burdas caricias del policía. Han quedado como deslumbradas con la aparición del cuerpo fino y desnudo de aquel hermoso mancebo de piel rubia como la miel.