XXI
Soledad
TIEMPO después de la tempestad, cuando los ríos volvieron a sus cauces y de la tierra, todavía húmeda, sólo se levantaban brumas débiles a la caída de la tarde; volando Alsino una noche, noche de grandes nubes y luna fugitiva, creyó ver, en la comarca que tenía bajo sus ojos, un paisaje familiar.
Con intranquila alegría fue reconociendo las lagunas de Torca y de Vichuquén; los lomajes y los viñedos; el puerto de Luco, donde clareaban las espumas del mar; y, a orillas del desaguadero, oscuro y triste, el grupo de chozas de la aldea donde antes viviera.
Era alta noche pasada. Los gallos cantaban dando las horas. El alba venía cerca.
Alsino, emocionado, bajó a las dunas, y fatigosamente fue por los oscuros repliegues y hondonadas de las blandas arenas.
En sus últimas estribaciones, los médanos inconstantes habían cambiado. La choza de sus padres se inclinaba bajo el peso de las arenas que alcanzaban, por un lado, hasta el techo de carrizo. Dos horcones la apuntalaban por el costado opuesto.
Todo dormía tranquilo. Bajo el cobertizo, plácidos rumiaban unos bueyes.
Alsino se acercó a la puerta de su casa. A través de las rendijas salía una débil luz. Asomándose a la más ancha grieta, divisó en el interior del cuarto una vela de sebo casi consumida, ardiendo con una larga y humeante llama inmóvil.Empotrada en el gollete de una botella, sobre un cajón que servía de mesa de noche, la vela iluminaba la pieza con luz rojiza que hacía más negras y profundas las sombras. En el lecho de Poli no había nadie. Los rotos colchones estaban doblados. En el de la abuela se veía a la vieja medio recostada. Sus ojos parecían brillar. Un resoplido vago, cansado y gangoso, que mecía su cuerpo, se escuchaba apenas. Sus manos intranquilas iban y venían sobre las ropas hurgando y sacudiendo las descoloridas frazadas en una busca constante. Alsino, intranquilo, la espiaba. Veía, con asombro, el rostro de la anciana casi inconocible por lo flaco y desencajado. Cuando la vieja permaneció un rato con las manos quietas y uno de los brazos se deslizó hasta quedar pendiente fuera del lecho, la tuvo por dormida.
Entonces metió la mano por entre las tablas flojas de la puerta e hizo resbalar la tranca.
Entreabriendo, temeroso, la puerta, inspeccionó los rincones.
En uno estaba la vieja silla de montar con sus mandiles rotos, impregnados a sudor de caballo, olor fuerte y agrio. De las vigas enhollinadas colgaban la misma jaula vacía y los mismos envoltorios polvorientos que él viera por tantos años.
El brasero apagado y la negra tetera estaban bajo la mesa. Ropas colgando en el rincón más oscuro y sobre varias cajas, encima de sacos medio vacíos, dormían unas gallinas. Nada inspiraba recelo.
Alsino con sus pies descalzos, que se posaban sin mido, se fue acercando al lecho de su abuela. Se detuvo al ver que ésta, los ojos vagos y extraños, lo miraba y miraba.
Cesó la vieja un instante en el acezar de su fatigosa respiración, y sus ojillos hundidos e inseguros se quedaron observando con más clara atención a Alsino desnudo y a sus enormes alas grises. Nada dijo cuando su nieto le tomó la mano colgante y la retuvo entre las suyas. Después sus miradas contemplaron largamente la gran sombra que arrojaba;
—¡Alsino! ¡Alsino! —fue ella quien primero habló, con voz apagada como un murmullo—. ¡Alsino!
—Sí, soy yo... ¿Está sola?
Al oír la voz de su nieto la vieja dio un débil grito, y crispada por el espanto, como queriendo huir, se incorporó en el lecho, retirando su mano con insospechado, vigor.
—Soy yo; soy Alsino, no tema.
—¡Dios mío! ¡Alsino! ¿Eres tú? —y cerró los ojos y dobló la cabeza, desfallecida, como presa de un síncope.
Inclinado sobre el lecho, Alsino, confundido, no atinaba sino a hablarle y hablarle.
Buscó a tientas algo en su ayuda por el cuarto. Sobre una mesa había en una olla de greda cocimientos de hierbas aromáticas. Encima del cajón encontró una cuchara impregnada del mismo olor.
La abuela se movió en el lecho. Rápido Alsino volvió hacia ella.
—¡Ven, niño!, ¡ven! ¿Dónde estamos? ¡Llegó sin saber!.. ¡Muerta ya! ¡Bendito sea Dios!
—No, si está viva. No tema. Está aquí, en su casa.
—¡Alsino! ¿Para qué engañarme? Poli; ¡bandido de tu hermano!, me abandonó. ¿Y tus padres? ¿Sabes tú dónde están? Sola, enferma, meses aquí en cama... Si no hubiese sido por mi vecina. ¡Ah! pero qué tonta soy, tú debes saberlo. ¿No ven ustedes todo lo que ocurre en la tierra? Dime, ¿cómo moriste? ¡Cuánto te he buscado, niño! Sólo tu sombrero encontré flotando entre los juncos.
—Pero ¿entonces cree...? —murmura Alsino.
—¡Qué alas tienes! ¿Y debes de andar así desnudo? ¡Pobre niño! ¡Ven! ¿No tienes frío? Acuéstate y abrígate: abrígate aquí conmigo, como cuando eras niño. Pero ¡no! ¡No te acerques! ¡Tengo miedo! ¡Dios mío! ¡Retírate! ¿Qué es esto? —Y comienza a sollozar implorante—. Dime, Alsino, ¿eres tú?
—Sí, soy yo, que he venido a verla, ¿por qué se asusta?
—¿Entonces ya estoy muerta? ¿Muerta yo? ¡Animas benditas! ¿Y este miedo? ¡ Alsino! —grita rendida, y va desfalleciendo, y se turban sus ojos, y sus manos inquietas se agitan, y su pecho da resoplidos de ahogo. Después, sosegadamente, entra en un sopor, exclamando con voz entrecortada y estropajosa: ¿Me has venido a buscar?... Y ya eres todo un ángel... No lo hubiese creído de ti... ¡Ja! ¡Ja!... No te enojes... Eras bueno, sí, si, muy bueno; pero... no lo entiendo... Y cuántas cosas sabrás... ¡Vamos, cuenta...! Podrías dejarme terminar esa frazada? ¡Alsino...! ¿Qué debo hacer? Espera... ¿Qué pasa? ¡Hijo...! ¡hijo mío...!
Sus ojos buscan los de su nieto. Hacen un signo incomprensible. Alsino le toma una mano. Ella, parece asentir. De su garganta salen voces incomprensibles y gluglús, como de una botella en la cual el agua, invisible, sube.
Y lo mira con sus ojos más y más opacos que giran lentos en las órbitas profundas. La mano que Alsino tiene entre las suyas adquiere, de pronto, un peso extraño; Alsino se estremece. Quiere comprender; pero no la suelta, y siente cómo se va enfriando.
—Abuela, ¡soy yo! ¿Qué tiene? ¡La he muerto! —exclama entre sollozos—. ¿No me dijo ella que estaba enferma? Iba a morir pronto, esta misma noche, tal vez. ¡Y no ha creído en mí! Me tiene por muerto.
Silencioso llora. Al salir se sobresalta porque la luna empalidece con el alba que se avecina. Teme lo sorprendan. Vuelve a entrar confundido, y luego sale irresoluto de la choza.
¿Cómo enterrar a la pobre vieja? Sí, en las arenas. Allí es fácil. Tropieza con los horcones que apuntalan la miserable vivienda.
Se detiene dudoso. Luego toma uno de los horcones, y, con gran esfuerzo, lo saca de su sitio. La choza cruje bamboleante y se inclina. Toma el otro, y lo quita rápido. Entonces las quinchas ceden y se quiebran con ruido. Las arenas sobre ellas se derrumban y sepultan la choza.
Alsino emprende el vuelo. Va silencioso entre los pájaros que celebran el nuevo amanecer.