XXXIII
Otoño
TÍMIDO y deseoso fue, tras la señora Bartola, subiendo la escalera que llevaba al segundo piso. Desde la lejana noche de su captura, Alsino no había vuelto a esa parte de las casas. Largos días habían pasado sin que Abigail se asomara por el huerto. Estando enferma, había encomendado a la señora Benita que llamase al prisionero.
Atravesó en los altos el corredor del norte, con sus tablas podridas y rotas, y el extenso corredor del oriente, sombrío por los viejos acacios en otoño, que dejaban filtrar una resolana quieta y dorada. Todo él estaba cubierto con las frutas últimamente recogidas. Caminando con cuidado por un angosto pasillo que dejaran libre, iba a la siga de la anciana, contemplando la abundancia de los maravillosos dones del extenso huerto.
Allí estaban las nueces arrugadas y secas, rota y podrida la primera envoltura; vecinas, en un gran montón que había deshecho el trajín de los sirvientes, las castañas brillaban como recién barnizadas; más adelante, en extensión considerable, dispuestas por clases, lucían manzanas amarillas y chatas, manzanas verdes, gordas y enormes, manzanas tersas y rozagantes de un carmín transparente y luminoso como el de los azulejos, y todas ellas exhalando un perfume fresco y muy grato.
Contiguas a las últimas manzanas agrupábanse las peras loicas, pequeñas y pecosas, con su gran mancha roja; las de guarda, verdes y tersas; la sección de las enormes peras de agua, ya con claros abiertos por el consumo diario. Y, por todas partes, abandonadas y dispersas, había grandes cantidades de frutas lacias, deshechas y podridas. Cediendo a su propio peso, aplastándose contra las tablas, hacían pasar hacia abajo, por grietas y junturas, lagrimones de miel. Un terciopelo de hongos blanquecinos crecía silencioso sobre esas frutas que, sobrepasada la plena madurez, comienzan a derretirse como blanda cera.
En el límite del corredor, custodiando las frutas menudas, gordos y grotescos, la piel gruesa y rugosa, plegada como la de los paquidermos, enormes zapallos, de un gris verde azulino, descansaban solemnes.
Y por sobre este magnífico tapiz de una lujuriosa abundancia, colgaban de las vigas del corredor, grandes racimos de uvas de guarda negras y rosadas, cuidadosamente defendidas por el tordo de la señora Benita.
Era éste un viejo pajarraco de plumaje medio deslustrado, gran ladrón de ovillos y otras chucherías. Habilidoso como todo guardián; ¡ay! del zorzal que se atreviese a venir a merodear entre los racimos; furioso lo perseguía, sin descanso. De regreso, fatigado, cobraba su trabajo regalándose hasta la saciedad de las frutas confiadas a su vigilancia.
Como más adelante el tránsito estaba obstruido por los primeros duraznos abrileños, siguieron por el interior de las piezas.
En el escritorio de don Javier, sobre la mesa, en desorden o ensartados en clavos sobre las paredes, legajos de papeles comenzaban a amarillear.
En unas mesillas de arrimo, encima de escasos libros, rotos y desencuadernados, había piedras de minas. Un olor fresco a fierro y maquinarias subía del piso bajo a través de las grietas del entablado.
La pieza vecina era la de Abigail. Al abrir la puerta, las bisagras cantaron suavemente. Como ese dormitorio caía sobre el departamento del primer piso donde guardaban la harina candeal, un ligero y sano aroma a trigo maduro flotaba en el aire.
Alsino, tímido, asomó la cabeza.
Abigail en su lecho, más hermosa por los colores que a sus mejillas prestaba la fiebre, le llamó sonriendo:
—Venga y abra la puerta del corredor; ¡me muero de sofocación!
El picaporte, mohoso, se resistía. Las maderas hinchadas se negaban a desprenderse. Al ceder, por fin, crujiendo, con la luz dorada que filtraban los acacios, rodaron bulliciosas hacia el interior del cuarto las manzanas que afuera estaban apoyadas contra los batientes.
Abigail rió alborozada.
—No las recojan. ¡ Ellas también vienen a yerme! Alcáncenme una. ¡Qué bien huelen! —dijo acercando a su rostro la que le pasara Alsino.
—Siéntese —ordenó a éste—, Allá no. Aquí. Me aburro cuando estoy enferma. No soy capaz de leer, me duele la cabeza. He pensado que hoy podría conocer una nueva historia suya. Recuerde alguna que yo no sepa.
—¿Está enferma? —preguntó Alsino—. ¿Tiene fiebre? Señora Benita, ¿por qué no me había dicho nada? ¡Ah, no quiso creerme! ¿Qué objeto tenía el pasarse todo el tiempo, primero con Margarita, y, luego, con los enfermos que siguen llegando cada día? Y esto, ¿qué es? —dijo aspirando el olor que despedía una pócima que estaba sobre la mesita de noche.
—El patrón no cree en sus remedios —farfulló la señora Benita—. Ayer, antes de irse con Ricardito a Santiago, que se zafó un brazo por querer volar como usted, se enojó conmigo. ¡A mi hija darle esas tonterías!, gritó, y, quitándomela de las manos, lanzó lejos la yerba dulce que traía para los labios de la pobrecita. ¡Mire usted cómo los tiene! Le sangran de secos y agrietados. Y, ¡Dios santo!, le están dando remedios inútiles que traen del pueblo. Recetas que prepara ese borrachín hereje del boticario.
Alsino se sentó. El ceño contraído, miraba con insistencia el suelo.
—¡Pobre papá! Me ve enferma y se confunde. Pero estoy mejor, ¿no lo cree? —Y Abigail le alargó la mano como a un médico.
Humilde, Alsino se acercó a ella, tomándola de la muñeca. Medio ensordecido por los golpes de su propio corazón, púsose a contemplar esa mano pequeña y fina de dedos aguzados, y uñas sonrosadas y floridas de puntos blancos como gotas de leche.
Cuando volvió a sentarse, quedó más adherido que una brasa a las yemas de sus dedos el fuego de la fiebre de Abigail. Como permaneciera callado, la enferma, intranquila, lo espiaba. Alsino escuchó sus pensamientos de zozobra, y, haciendo Un esfuerzo sonrió.
—No tiene casi nada —dijo—. ¿Qué remedio darle? No hay cosa alguna mejor que la goma de cardón.
La señora Benita, sonriendo, sacó del envoltorio en que traía su interminable tejido, un frasco pequeño.
—¡Ah! —exclamó regocijado Alsino—. Acerque un vaso con agua. Aquí hay. ¡Espere! ¡Beba sin miedo! Que ponga agua nueva porque había flores en el vaso. Son crisantemos, mejor que mejor. ¡Beba! ¡Así! Pero qué gesto hace; es el dejo al alcanfor.
Afuera se sintió un rápido batir de alas, y un claro y pasajero fulgor bañó la pieza. Era el reflejo despedido por palomas en vuelo al cruzar por el aire bañado de sol.
Al otro lado del lecho, cerca de la puerta, acomodándose en una silla baja, la señora Benita desenredó su lana y su crochet, y púsose a tejer.
—Yo no lo llamé, Alsino, para que estuviese callado —exclamó burlesca y con afecto Abigail.
—¿Qué puedo referirle? ¿Aún una nueva historia? ¿No le conté, últimamente, mi aventura con los ladrones, y la que tuve con unos buitres cuando recién volaba? ¿No le he relatado la del tristabaco, y la historia con las llacas y comadrejas que tenían como casa propia la capilla del Totoral? ¿Y tantas, y tantas otras? ¿Qué quiere que aún le cuente? ¿El juramento de los picaflores? ¿Lo ha olvidado? ¿No conoce también mi caída al mar? ¿No? Es extraño. Sólo ahora recuerdo que no la he referido. ¡Ah!, cuán insaciable es. Debiera haber sufrido yo otros mil percances, y usted todavía no quedaría satisfecha. ¡Aún otra historia! ¿Se mofa? ¿Acaso no es así?
Abigail reía ruidosamente.
Alsino, en silencio, la contemplaba. Contagiado, terminó por reír a su vez.
—Una tarde —comenzó—, érase en el tiempo en que yo recién iniciaba mis vuelos, aún presa del loco entusiasmo de mi nuevo poder, sin reparar en obstáculos y espoleado por deseos inagotables, mil veces superiores a mis fuerzas, volando sobre unas serranías, divisé tras ellas el resplandor del mar. Era poco más de mediodía, hora en que las olas ruedan tranquilas y mejor reflejan, como las escamas de plata de un pez gigante, la luz cegadora del sol.
Cuando estuve encima de las playas comencé a bajar, internándome sobre las rompientes. Llegaba hasta mis labios el rocío de los enormes tumbos de la mar boba, al chocar contra las rocas. Gustando su frescura salina, como si bebiese el más poderoso de los licores, caí en uno de esos mis antiguos arrebatos de alegría desbordada. Durante ellos no cabía dentro de mí mismo, y por eso, en el aire, danzaba frenético como si quisiese dar libertad a mis alas, a mis brazos y mis piernas que bailaban enloquecidos. Descendiendo, cada vez más, muy cerca de las rocas, volaba rozando las aguas hirvientes: olas colosales que se erguían abrumadoras como montañas. ¡Ah! ¡cuán feliz era al retozar entre la chispena tornasolada de los tumbos despedazados! Mis alas húmedas resplandecían al sol.
Al divisar el nacimiento de una nueva ola soberbia, y ver que por el agua de su cumbre, de una indecible claridad verdosa, cada vez más transparente, cruzaba el relámpago de un pez, me vino el mismo deseo incontenible de los piqueros cuando se dejan caer en el mar. Sin atender al peligro, cerré mis alas y veloz, como una flecha, me hundí profundamente en el agua, logrando aprisionar entre mis manos al pececillo.
¡Nunca lo hiciera! Medio aturdido por los tumbos, con mis alas empapadas, sólo cuando logré abrirlas sobre la superficie de las aguas, pude ponerme, dificultosamente, a flote. Una nueva ola, cogiéndome por la espalda, me hizo pasar, envuelto en espumas hirvientes, por un desfiladero de rocas cortadas a pico, cubiertas de algas resbaladizas que se me escurrían. Salí impelido, con las últimas espumas, a una bahía pequeña y tranquila.
Magullado por las rocas, sin conservar entre mis manos al pececillo que se me escabullera; al levantar penosamente una de mis alas heridas, el viento de la tarde comenzó a dar en ella, y cada vez con mayor rapidez; como un barco que alza su velamen, iba deslizándome sin esfuerzo hacia la playa distante.
Satisfecho de mi descubrimiento contemplaba complacido el desfile de las rompientes; cuando distinguí, entre las rocas que cerraban la bahía hacia el sur, a innumerables lobos marinos que tomaban el sol. Al divisarme, asustados, creyendo que se acercaba una chalupa, comenzaron a dejarse caer al mar. Hubiese podido apaciguarles con mis voces, pero era tan hermoso el espectáculo ofrecido por su terror que, encorvando mis pies como timones, y disponiendo mejor mi ala herida, enderecé rumbo hacia ellos.
No me fue posible darles alcance. Algunos machos que cubrían la retirada, parecieron dispuestos a acometer-me. Les grité. Intranquilos se detuvieron, dando lamentosos bramidos. Cuando pude convencerles, se me acercaron llenos de precauciones.
Sólo algunos lobos viejos cubiertos de cicatrices, recuerdos de sus luchas amorosas, dejaron caer de sus hocicos las piedras que traían para su defensa. Piedras que disparan lejos, levantándose sobre las olas, cuando los cazadores los atacan. Luego vinieron todos en torno de mí; hasta los lobeznos, que jamás se apartan de sus madres. Maravillados, giraban y giraban, nadando a mi alrededor.
Al divisar sus cabezas redondas, que algo recuerdan las nuestras, y ver brillar sus ojos inteligentes, me parecieron hombres encadenados por un maleficio a vivir en el mar.
Cuando viré dirigiéndome a la playa, todos me siguieron curiosos; y durante el largo tiempo que estuve fuera del agua, desentumeciéndome, sobre las arenas calientes, los lobos, hasta que llegó el crepúsculo, entre las olas tornasoladas, en un ir y venir, clamaron por cosas aun para mí incomprensibles.
Al alejarme de esa playa desierta, rumbo a mi cueva de la montaña, volé algún trecho sobre el mar. Los lobos, para verme mejor, sacaban sus cabezas fuera del agua; y como llegaran hasta mis oídos sus trágicos bramidos de angustiosas y oscuras interrogaciones; y como sus cuerpos húmedos se viesen negros surgiendo de entre las olas rojas que parecían llamas de un mar de fuego, pensé tener ante mi vista a otros desconocidos moradores de un infierno.
El narrador había ido entusiasmándose durante el curso de su propio relato. Cuando le dio término, revivificado su recuerdo por su potencia evocadora, sus ojos y todo su aspecto eran los de un hombre que viene de salvar los riesgos de una extraña aventura.
Abigail, profundamente atenta, sin interrumpirle una vez siquiera, también parecía haberla presenciado.
La señora Benita, sorda e indiferente adormilándose por el bochorno de la siesta, comenzaba a cabecear.
—Alsino —dijo Abigail, con voz emocionada—, me parece haber estado en su compañía.
El tordo entró a saltitos. Después de dirigir atentas miradas hacia los rincones, de un picotazo ensartó el ovillo caído de la señora Benita, y salió con él sin que nadie lo advirtiese.
—¡Oyéndolo, me parece que yo también he volado alguna vez! —continuó la enferma.
El narrador, confuso y agradecido, sonreía.
—¡Ah! si yo tuviese alas, ¡qué de aventuras no corre-riamos juntos! —dijo alegremente la joven—. Nos casaríamos ¿verdad Alsino? —preguntó burlesca—. Porque, así, yo sin alas y usted con ellas, bonita pareja... Que le venían ganas de volar; pues yo a quedarme plantada. Si volaba conmigo a cuestas, no subiría alto ni llegaría lejos. Si se resignaba a permanecer siempre a mi lado, entre la gente no podría ir medio desnudo; y si se cubría las alas ¡qué joroba! ¡Dios mío! Los chiquillos nos seguirían, lanzándonos piedras.
Riendo ruidosamente de su fantasía, con ese alborozo efímero y superficial que sienten las jóvenes ante los problemas ficticios de un amor imaginario, Abigail no reparó en cómo se contraía dolorosamente la frente de Alsino.
La señora Benita roncaba plácida. El calor de la tarde y el voluptuoso perfume de las frutas, llenaban el aposento. Como la enferma se quejara nuevamente de calor, no encontrando Alsino en parte alguna el abanico que la joven le pidiera, se sacó su manta, y abriendo una de sus alas mutiladas le dio aire con ella.
Abigail, gozosa ante la gran frescura que la envolvía, cerró dulcemente los ojos. Sólo Alsino vio salir de debajo de los muebles grandes y livianos globos de pelusas que comenzaron a danzar silenciosamente...