XIII
El canto
EL buen tiempo se anuncia. Las noches son más templadas. A las lluvias el sol las vence y las convierte en pasajeros y bulliciosos chubascos, y aun sorprende e ilumina a las incontables gotas cuando todavía vienen volando por el aire. Vientos tibios y olorosos, de un perfume que no es el de ninguna flor, pero que las recuerda a todas, pasan por los bosques cuajados de yemas, y van y dispersan a grandes nubes que huyen y arrojan sombras cambiantes sobre las dilatadas praderas.
En un día, tibio y húmedo, de aire luminoso, Alsino vuela, a gran altura, sobre una enorme ciudad. Refulgen los cristales de las claraboyas, brillan, más suaves, lagunas quietas, escondidas entre bosquecillos de grandes árboles, Suben de los parques y jardines, donde deben abrirse las primeras flores, ráfagas de perfumes espesos. Alsino las aspira con ansia, y sin medir el peligro que hay para él en cruzar, volando, sobre una ciudad; acaso inconsciente por la belleza del día, y atraído por el tañido de las campanas, que abajo celebran quién sabe qué fiestas, prosigue su vuelo curioso y feliz.
Así dice:
—¡Oh! embriaguez; volar siempre en silencio no es posible. Si las alas con sólo volar ya hacen su canto, también obligan a poner todo el ser al mismo diapasón. Incansable, mi voz acude y se mezcla al gran murmullo de mi vuelo. Acuden las incontables palabras, los múltiples sentimientos, los infinitos deseos, y mil y mil otros espejismos pugnan por encarnarse y acompañarme Solo vuelo, y se diría que ¡vuela una multitud! ¿No hay en estos cantos, diálogos inverosímiles, voces que afirman y buscan y anhelan cosas contradictorias? ¿Y no hay otras, amigas, que asienten y confirman las opiniones? Cuando callo, si mis voces se apagan, sus ecos siguen siempre volando en derredor mío, como un numeroso coro de cánticos que se alejan.
Todo desfila en rápida sucesión. ¡Cuán poco tiempo mientras vuelo, está bajo mi vista una ciudad! Me acerco más a tierra, y ya no es el tañido de las campanas el que llega a mis oídos. Ahora escucho la paz que sube de las calladas campiñas y el mugido de los toros en celo. Mis ojos, que se han ido robusteciendo con el baño de los fríos y fuertes vientos, y con el espectáculo cambiante de amplios horizontes, los distinguen claramente, mientras van y vienen por los potreros en flor.
Cantemos, ¡oh! voces, ¡oh! sentimientos, ¡oh! deseos incomprensibles; ayudadme todos y cantemos a la vez, al compás de las alas y del aire que van haciendo melodioso; ¡cantemos esta necesidad de volar, y volar! ¡Que las alas se necesitan sólo para ciertas ocasiones! Así lo creía yo, ¡pobre de mí! Cuando lo desee, volaré, decía. Y ha ocurrido que las alas no se resignan y piden constantemente ir por el aire arriba. ¡Con el crecimiento de ellas vino alentando, más y más, esta ansia de decir y de cantar!
Cantemos, ¡oh! voces, el deseo primero: el deseo de cantar. Cantemos la libertad que por su medio encuentra no sé qué tiránico y oculto poder. Y cómo, sin pensarlo, todo nos resulta un canto cuando el corazón, al agitarse por el esfuerzo del vuelo, lleva a las palabras su poderoso aliento entrecortado, obliga a decir sólo lo principal, y, dando un ritmo variable, agrupa las voces que se suceden justas, sencillas y musicales.