XXXI
La fiesta desconocida
EL día, un día de enero, amaneció nublado y fresco, con un airecillo retozón y alegre. Desde las primeras horas comenzaron a cruzar carretas que bajaban al llano. Con toldos curvos, en un arrastre lento y continuo, y con su yunta de bueyes delantera, parecían, a la distancia, perezoso desfile de caracoles. Fueron apareciendo ligeros cochecillos arrastrados al trote vivo de los caballos que participaban de la alegría general, y pesados breaks y antiguos coches de trompa de los fundos vecinos, que iban rápidos llevados por tiros briosos.
Los peatones, al acercarse un alud de jinetes, flameantes las mantas multicolores, buscaban refugio entre los boldos resecos y polvorientos que bordeaban el camino, o trepando con prisa por vereditas que subían a los faldeos, esperaban que, abajo, en la carretera, terminase el desfile ruidoso de caballos espoleados por la vanidad de los jinetes, en un deseo de competencia y lucimiento. Las jóvenes campesinas que iban en las carretas, ahogadas por el polvo, interrumpiendo sus canciones, protestaban furiosas. Cuando la nube de tierra suelta comenzaba a ser barrida por una ráfaga de viento alegre, distinguíase a perros extraviados, grises, sucios e inconocibles, corriendo sin descanso tras de sus amos perdidos.
Si los peatones se disponían a bajar para proseguir su camino, aparecían en una revuelta dos o tres coches queriendo cada cual antecederse, llevados por caballos espantadizos que se atropellaban en galopes desenfrenados. Zumbaban las huascas. Excitados los cocheros, desoían los pedidos angustiosos de las jóvenes. En el interior de los vehículos, temerosas, sacudidas violentamente por los hoyos del camino, lanzaban gritos de espanto cuando los carruajes, sorteando ár boles, piedras y matorrales, para abreviar distancia, amenazaban tumbarse al ser lanzados por atajos en declive.
Pasado el peligro, los campesinos, hombres y mujeres, que arrastraban tras de sí sus hijos menores o los llevaban en brazos, con canastas pendientes y saquillos al hombro, proseguían su marcha. Ligeras trombas de polvo, naciendo repentinas, avanzaban sobre ellos, en giros veloces, dejándolos sofocados y ciegos; con las caras terrosas y opacas, cruzadas por la humedad oscura de las lágrimas que fluían de sus ojos doloridos.
Reinoso, pueblo notable por sus uvas de guarda, sus huesillos y descarozados, que podían competir con los más famosos de las provincias del norte, había dado un piloto a la aviación.
Desde hacía tiempo, el hijo de Reinoso venía anunciando una visita a su pueblo natal. Demoras invencibles, debido a las comunicaciones, tanto tiempo cortadas, por lo riguroso del invierno, tenían a todos en una espera enervante. Elegido por los notables del pueblo un potrero del llano, apropiado para el aterrizaje, el aviador habla anunciado su visita para ese día.
Para él, ¿qué valía el bloqueo que aún cercaba a su pueblo? Después de todas las calamidades sufridas por los habitantes de las vegas y regiones comarcanas, la fiesta anunciada, además de lo desconocido del caso, al ser como un respiro necesario entre tanta fatalidad, fue acogida por ricos y pobres, con un entusiasmo dos veces desbordado.
Metido entre lomas trigueras, divisando apenas el valle, Reinoso era un viejo caserío de amplias casonas de adobes y tejas, con corredoras abiertos hacia el camino. Árboles frondosos asomaban sobre las tapias, y un sosiego perfumado, de grandes huertos frutales tenidos en abandono, lo envolvía en una plenitud de paz y de abundancia.
Un gran movimiento había en el pueblo: tílburis y caballos detenidos frente a las puertas de las casas, risas ruidosas, llamados imperativos y carreras al interior de las habitaciones, acarreo de licores y comestibles, sillas traídas para que trepasen a las carretas las señoras mayores, ensayo de cabalgaduras en rápidos galopes y revueltas, iras nerviosas, compras olvidadas en los almacenes, y un cerrar con estrépito de cien puertas y ventanas, dejando el pueblo vacío y silencioso.
Cuando atravesaron el portezuelo vieron que, como hormigas por los caminos distantes o ya en grupos en el llano, los vivientes de los campos se les habían anticipado.
Don Javier, la señorita Matilde y la señora Dolores, Abigail y su hermano salieron recién almorzados en el break de las casas. Don Ñico guiaba con consumada destreza la piara de yeguas bayas, todas iguales en pelo, tamaño, bondad y bríos. Calixto, montado en un potrón aún de riendas, que estaba adiestrando, iba a la siga para abrir las puertas de tranca.
En vez de dar la larga e inoficiosa revuelta del portezuelo, todos los inquilinos de Vega de Reinoso subían por empinados caminos de herradura y senderos de travesía trasmontando los cerros.
Banegas, a instancias de Florencio, el bodeguero, accedió a acompañarlo, siempre que llevaran con ellos a Alsino. No se atrevía a dejarlo solo.
Mientras el bodeguero, de contrabando, iba sobre un caballito talajero, sin más bridas que un bozal de cordel, a su lado Banegas y Alsino caminaban a pie, todos por el interior del fundo. Para abreviar distancias, salvaban las cercas, cruzando boquetes trabajados por el tiempo y los animales golosos. A su paso, perdices y becasinas huían silbando.
Al divisar el valle y ver las nubecillas de polvo y los pintorescos grupos de los que esperaban la llegada del piloto, escucharon un rumor lejano y creciente como de un moscardón. Siguieron descendiendo; pero, sin atreverse a bajar hasta el mismo llano, para no ser vistos de los patrones, se acomodaron, vecinos a otros curiosos, a la sombra de unas rocas y tupidos matojos.
Un grito aislado de expectación subió de entre los que, abajo, esperaban. Otras exclamaciones, primero indecisas e interrogativas, luego de seguridad ante el hallazgo, pronto prendieron rápidas entre la multitud; atenta sólo a inspeccionar el cielo, era sacudida por una creciente y nerviosa conmoción.
—¡Allá! ¡allá! —y señalando con los brazos, arriba, hacia el poniente, los que primero vieron al aeroplano, orgullosos, sentían un enorme desprecio ante la inaudita ceguera de los que nunca lograban divisarlo—. ¡Allá! ¡allá!
Las nubes delgadas dejaban filtrarse una resolana molesta que, al levantar la vista, hacia llorar.
—¿Lo ves? —dijo Banegas.
Alsino no contestó. Absorto y sin pestañear, no lastimándole las pupilas, ese, para él, débil fulgor del sol, seguía atento el vuelo bullicioso del aeroplano que se acercaba rápido y comenzaba a virar descendiendo.
Florencio, sin contenerse, montó de un salto en su caballito y, hostigándole las costillas con los talones, para que bajase a la carrera, quiso llegarse hasta el sitio elegido para el aterrizaje.
—¿Así volabas tú? —preguntó. Banegas, no sin sorna, a su compañero.
Alsino, abrumado por el calor, ocultas sus alas cortadas bajo la manta, grotesco por su enorme joroba, volvió hacia el hortelano el rostro sudoroso, súbitamente empalidecido. Pero era tan triste su mirar, y había tal desolación en los pliegues de su boca, que Banegas, confundido, esquivó la cara, turbado ante la dolorosa angustia que revelaba.
Cuando el piloto descendió, casi todos los venidos acudieron a verlo, pero no faltaron algunos cansados o inseguros de piernas, por lo borrachos, que se quedasen donde estaban, incapaces, además, de desairar la comilona y el grueso vino de la montaña.
Grupos de campesinos conocidos que pasaron saludándolos y, tal vez, Florencio siempre incapaz de guardar reserva, hicieron que entre algunos círculos corriese la noticia de que por allí se encontraba el hombre con alas que tenían preso en Vega de Reinoso.
Pasando por allí cerca un jorobado, pobre idiota, de enorme bocio colgante, y mirar acariciador de iluminado, un ebrio, oyendo el rumor que corría, dio la noticia del hallazgo.
—¡Niños, niños, aquí está el volador!
Reuniéronse algunos en torno del cretino, y como éste no quisiese volar, en un dos por tres lo desnudaron y diéronle de golpes.
Mas como llegara por allí un hombrecito, diciendo que conocía a Alsino, y acababa de verlo más arriba; excitados, fueron todos en su busca.
Banegas, que sólo había oído un destemplado gritar, quedó mudo de sorpresa al ver una veintena de campesinos ebrios que se llegaban, violentos, rodeándolos.
—¡Este es!
—¡Ah!, hermano, póngale usted también...
—¡Vamos, arriba!
—¡Que vuele!, ¡que vuele!
—No faltaba más, negarse el roto...
—¡Arriba...!
Banegas, que trató de interponerse, fue acogotado por dos o tres y tendido a golpes.
Alsino, trémulo, buscaba por dónde huir; pero los borrachos, violentos, fuéronsele encima y arrancándole la manta, a riesgo de estrangularlo, lo arrojaron al suelo. Un hombronazo brutal y siniestro diole de patadas hasta que nuevamente se puso de pie. Sólo cuando vieron que Alsino abría sus alas cortadas, dispuesto a acceder, cesaron los golpes y aullidos e hicieron espacio libre a su alrededor.
En su desesperación, Alsino, emprendiendo la carrera, dio fuertes aletazos y, atropellando a algunos, se elevó tres o cuatro metros para caer, muy pronto, en el tajo de un barranco vecino.
Los gritos, vivas y juramentos de los ebrios se acallaron ante una exclamación enorme y jubilosa que subía de la pradera.
El aeroplano emprendía nuevamente el vuelo.
Distraídos un instante, cuando los borrachos quisieron seguir en persecución de Alsino, éste, el cuerpo magullado y sangriento, deslizándose por entre las breñas, huía sin ser visto.
El sol ya se ocultaba cuando Banegas y Florencio lograron encontrarlo. Estaba Alsino cerca de una era abandonada, a la orilla del explaye de un canal, lavándose sus heridas.
Como las dolorosas contusiones no le permitían seguir andando, y Florencio no podía, de beodo que estaba, cederle su cabalgadura, Banegas ayudó al herido a acomodarse sobre las ancas huesudas del caballito.
Mientras el hortelano guiaba el cabestro al débil animal, que casi no podía con su carga, Florencio, mascullando amenazas a seres imaginarios, mecido por peligrosos vaivenes, recobraba dificultosamente el equilibrio, merced a Alsino que lo retenía entre sus brazos.