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Un refugio en la noche
POR lomajes y serranías abruptas, dominando, a veces, horizontes abiertos sobre valles brumosos; bajando a las aldeas y caseríos de puertas cerradas y ojos inquisidores; donde se oyen voces de mujeres ocultas que amenazan, lloros de niños y cantos de gallos que anuncian el paso del tiempo; por caminos llenos de barro, entre paredones ruinosos e interminables, con álamos tronchados y tristes que renuevan en el extremo de los muñones sus débiles varillajes; por anchos cauces profundos y estériles de ríos muertos; atravesando torrentes impetuosos y turbios que pulen piedras o cristalinos esteros que se deslizan silenciosos por blandos lechos de arena, entre árboles inquietos y sombrías; por todas partes, durante largos días, ha vagado Alsino.
Si baja a los pueblos es para volver, con mayores ansias, a las solitarias montañas. Allí tranquilo y confiado puede desplegar sus alas y contemplarlas y acariciar las finas y suaves plumas. Y cuando le acontece, de improviso, al subir a un elevado sitio, divisar en lontananza el asombro que trae la visión repentina y olvidada del mar, del mar inmenso y resplandeciente, le sacuden temblores de locura y llora de no poder aún volar y obedecer al llamado que para él parece venir desde la más inconcebible lejanía.
En casas abandonadas de campesinos a quienes hicieron huir salteos o maleficios, entre matorrales de quilas espesas o en esas grutas que hasta las más severas de las montañas ofrecen, Alsino busca abrigo en las frías noches del otoño. Ahora está en una de ellas: una cueva escondida entre los árboles. Afuera, en el cielo nocturno, lleno de nubes negras que pasan veloces, se ve como huye poseído de terror el cardumen de las claras estrellas. Pasan de una nube a otra, ocultándose como pececillos de plata enloquecidos por un trágico aviso; y aunque toda la noche interminable nadan con igual frenesí, lejos de ir avanzando, la fuerza invisible del río de oscura eternidad que buscan remontar, los vence y los oculta y los arroja, lentamente, tras de las montañas que se ven hacia el sitio por donde el sol se puso. Alsino contempla las palpitantes estrellas, y al esconderse derrotada alguna por él preferida, que siguió con la vista hasta el borde de la sierra, vislumbra, al avanzar rápidas las nubes en esa dirección, que las montañas, de pronto, se deciden y, salen a su encuentro. Las nubes, asombradas, se detienen. Y en medio de un silencio desconcertante, las montañas, solemnes, arremeten y galopan.
Embelesado contempla Alsino la grandiosa y callada batalla. ¿Quién creerá después en sus relatos? A esa hora los leñadores y carboneros que pudiera haber en los bosques duermen fatigados y si alguna partida de bandidos, aprovechando las tinieblas de la noche, busca valerse de ellas para escapar sin peligro del sitio de sus hazañas, ningún bandolero tendrá el ánimo dispuesto para observar tan extraño espectáculo. ¿Y quién es aquel que viviendo entre montañas se ha dado cuenta, una vez siquiera que, en noches de nubes enloquecidas, las montañas solemnes y calladas, majestuosas, vuelan?
Soplos de vientos bajan y estremecen los árboles. Las aves despiertan y pían. Alsino busca el abrigo de la cueva. Tras él entra una procesión de hojas secas. Las que en el interior, agrupadas en el rincón más oscuro, dormían, se contagian con la alegría que traen las nuevas compañeras, y en fondo de la gruta se arremolinan y rozan, ebrias, el cielo de roca.
Más de una, en su apresuramiento, al entrar, no evita la pequeña fogata que encendiera Alsino y se chamusca y muere como una mariposa.
Alsino ese día ha recorrido leguas, ha comido sólo frutos silvestres y siente que el sueño, suavemente, lo rinde. Cuando busca dormir en el lecho de hojas secas, éstas comienzan, de nuevo, a danzar en brazos de vientos galantes que vienen a convidarías. Y bailan hasta sobre el cuerpo y el rostro de Alsino, que, con tales caricias, no puede conciliar el sueño.
Por un instante no sabe si es fantasía o realidad; pero el murmullo creciente y continuo que lo persigue, desde su aventura con los muchachos, a ratos como que se aclara y convierte en palabras. Ahora escucha anhelante. ¿Son las hojas las que hablan? ¿Es posible? Sí; parece que son las hojas, y el viento, y las rocas, y el agua que filtra gota a gota, y el fuego que aún arde afuera.
—¿Sois vosotras las que habláis, hojas? —pregunta, trémulo, Alsino. Al oír la voz, una gran zozobra detiene la zarabanda. Las hojas, inmóviles, escuchan.
—¡Ah! —dice, feliz, Alsino.
—¿Quién es? —indaga una vocecilla.
—Es el hombre que ha entrado en la gruta —contestan varias.
—Sí, es el hombre, hojas y demás invitados a la fiesta. ¡Oh maravilla! —exclama emocionado—. Cuánto terror y curiosa alegría me trae el saber que ya podemos entendernos. Durante largo, muy largo tiempo, todo ha sido ruido confuso para mí, mas ahora él, por fin, se aclara. Y erais vosotras, hojas; y erais vosotras, rocas, aguas y llamas; y eras tú, viento; y eran acaso todas las cosas de la tierra, y quizás del mundo, las que hacían en mí ese ruido. ¡Bien me parecía adivinarlo! Mi sospecha sólo me tuvo confuso y taciturno. ¡Hojas locas! Sorprendí lo que tramabais en mi contra, al burlaros, haciéndome cosquillas en el rostro y las manos.
Al oír esto ninguna hoja se mueve. Los vientos, aprovechando ser invisibles, se escurren, medrosos a los más oscuros rincones.
—¿Por qué sois tan tímidas? Todas mudas y quietas. Nada os haré. ¿Cómo recobrar vuestra confianza? ¿Queréis que os refiera una historia?
—Sí, sí, —dicen las innumerables vocecillas de las hojas.
Los vientos reaparecen confiados y se aproximan. Alsino, con voz clara e insinuante y ademanes sencillos, les refiere la historia de nunca acabar, que así dice:
Salí caminando un día,
salí caminando a pie,
y en el camino encontré
un letrero que decía:
salí caminando un día,
salí caminando a pie,
y en el camino encontré
un letrero que decía:
salí caminando un día
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Mientras Alsino repite, con tonos cambiantes y ceremoniosa seriedad, la interminable historia, puede verse, a los últimos resplandores que lanzan las llamas curiosas, el ir y venir de las hojas inquietas que suben y bajan por las ropas del narrador, no encontrando nunca, tan nerviosas son, un sitio lo bastante apropiado para oír con comodidad esa historia maravillosa.
La inagotable repetición poco a poco va venciendo a todos... Cuando se extinguen las llamas, y los vientos duermen, las hojas se agrupan amodorradas. Alsino, sonriendo, soñoliento también, evitando oprimir sus alas, termina por acostarse en el blando y crujiente colchón que todas las hojas juntas forman.