XXV
En el huerto

LA señora Dolores y la señorita Matilde entraron juntas en espera del desayuno. A esa hora, y por lo oscuro del día ceniciento, en el comedor reinaba una claridad escasa.

En el aire viciado flotaban el olor rancio y desvanecido de cigarros fumados en la noche anterior, el agrio aroma de restos de licores que quedaban en las copas, y el perfume mortecino y sombrío de flores mustias que se deshojaban silenciosas sobre la mesa.

En aparadores y trinches, muebles enormes y oscuros, adosados a la pared del fondo, clareaban apenas los espejos.

La gran mesa, flanqueada de numerosas sillas que quedaron en desorden, estaba aún llena de migas de pan y de servilletas revueltas.

—¡Margarita! ¿Dónde se ha metido esta muchacha?—exclamó la señora Dolores, indignada ante tal incuria.

Se sintieron pasos en el corredor y apareció don Javier, gritando:

—¡Gran noticia!, ¡gran noticia! ¿Ustedes eran las que creían en el diablo o ángel que tantos habían visto volando? ¿Eran ustedes? Pues vengan; síganme. Mucho secreto. Anoche, la policía le echó el guante.

—Javier, ¡por Dios!

—Lo tengo aquí al cuidado de Banegas.

—¿Pero es cierto?

Una joven, seguida de un niño, venía bajando rápidamente la escalera que comunicaba con el piso alto de la casa.

—¡Papá! —gritó la joven, corriendo hacia don Javier—. ¿Dónde? ¿De veras?

Avanzaba esbelta y graciosa; era blanca, de dorados cabellos castaños. Cuando se llegó a su padre, y besándolo en la mejilla, diole los buenos días, su rostro se coloreaba, y la agitación de la carrera seguía meciendo apresuradamente su pecho y entreabría su boca de labios encendidos y húmedos dientecillos.

—¿Quién te contó?

—¡Vaya!, si lo saben todos.

—¡Qué gente! —exclamó disgustado don Javier.

Llegó a juntarse con ellos el niño: una pobre criatura blanducha, de piernas que cedían al peso del cuerpo y con una cabezota poco firme sobre el pescuezo, delgado y débil. Tenía la mirada vaga, la expresión sonriente y desvanecida.

Todos se dirigieron hacia la posesión de Banegas, el hortelano.

Las casas estaban separadas del huerto por una fila compacta de álamos colosales.

Había entre los álamos y la casa un patio extenso, abierto y olvidado. Grandes encinas, acacias nacidas en desorden, zarzas creciendo en enredados ovillos, cicutas olorosas y multitud de libres malezas, vivían allí entre viejas e inútiles maquinarias agrícolas, arrumbadas en desorden, a las que la humedad y la herrumbre mordían sin descanso.

Sobre las segadoras abandonadas, en los grandes rastrillos de la siega, en arados rotos y carretillas tumbadas, trepaban las gallinas ociosas.

De un montón de guano salía un vaho blanquecino. Unas carretas vacías esperaban. Los bueyes, aburridos, se entretenían en rumiar. Algunos, echados en el suelo, dejaban al compañero de yugo que permaneciera en posición forzada, el cuello torcido e inmóvil.

Al llegar a la casa de Banegas, en el deslinde entre el patio y el huerto, no divisaron a nadie.

El cielo del cuarto era un empolvado jergón roto y lleno de grandes manchas. Cuando se asomaron a la puerta, varios ratones que se paseaban meciéndose en la tela como maromeros en la red, arrancaron veloces.

Se desprendió del jergón estremecido un polvillo lento y silencioso.

Por la puerta que daba a la arboleda penetraron con prisa dos mujeres. Confusas, al ser, sorprendidas, trataron de pasar rápidas, con la cabeza baja.

—Margarita, ¿qué andas haciendo?

Pero ya la interpelada corría por el patio hacia las casas.

—¿Dónde está? —preguntó don Javier deteniendo a la más vieja de las dos mujeres.

—Está al lado de los almácigos... ¡Por Dios!, señorita... —sólo pudo exclamar la anciana, dirigiéndose a la señorita Matilde.

En el huerto no apuntaba aún la primavera. Sólo de los altos álamos bajaba el fuerte olor a almizcle de los brotes nuevos; y de unas enormes mimosas en flor, entre un zumbar de abejas, fluía una dulce fragancia.

Tratando de ocultarse tras las malezas, dos hombres buscaban pasar sin ser vistos.

—A ver, Calixto; y tú, Régulo, ¡acérquense!

Don Javier se retiró aparte y colérico dio órdenes estrictas al campañista y mayordomo de no meterse donde no los llamaban. Ahora, ¡a guardar silencio! El primero que en el fundo anduviese con cuentos, se le expulsaría.

Las señoras mayores, prudentes, se habían quedado aguardando a don Javier.

—Abigail, ¡espera! —gritaron. Pero la joven, impaciente, proseguía su marcha llamando a su hermano.

—¿Tienes miedo, Ricardo? No seas tonto. ¡Ven!

Acompañada del niño, siguió llena de curiosidad. Después de recorrer el largo parrón desnudo aún de hojas, cerca de unos almácigos en abandono, en un claro que había hacia el poniente, divisaron a Banegas con su pala de regador al hombro.

Detrás, sobre unos terrones, al borde de la acequia vieron a un joven sentado. En torno de él había un semicírculo de perros grandes y pequeños., Reconocieron entre ellos a los perros de las casas. Allí estaban, entre otros forasteros, Malacara, la Popea y Capitán.

En derredor del joven de pie, o sentados en sus cuartos traseros, no le quitaban los ojos, pacientes como jauría que bloquea una cueva impracticable donde se acaba de ocultar un zorro.

Algunos se relamían y estornudaban nerviosos, restregándose el hocico con las patas. Otros, aullando, breves, permanecían quietos.

Pero, de pronto, todos, en silencio, comenzaron a mover las colas, azotándose los flancos. Nerviosos hacían ondular sus cuerpos en contorsiones de serpientes, tan atentos y preocupados del joven, como si aguardasen que les lanzara un bocado.

La joven y el niño, que se acercaban temerosos, oyeron con asombro la voz muy natural y tranquila del joven dirigiéndose a los perros, como si con ellos conversara.

Banegas bajó la pala. Afirmado en el mango, no sin recelo, se puso a observar, con expectantes ojos, escena tan extraordinaria.

Un ruido entre la maleza hizo que el joven enmudeciera. Eran don Javier y la señorita Matilde y Dolores que llegaban.

Banegas, al ver a sus patrones, quiso sonreír, y sonrió, pero con falsedad. Lo incomprensible le preocupaba por sobre todo otro miramiento.

El prisionero, al divisar a los recién llegados, se puso de pie. Bajo la manta, demasiado grande, parecía un jorobado. Con sus ojos húmedos y tímidos como los de un ciervo, contemplaba a una y otra de las personas que le rodeaban. Los perros, demostrando descontento, intranquilos, lo cercaban estrechamente.

—Banegas, quítale la manta —ordenó don Javier.

—No. ¿Qué vas a hacer? —reparó preocupada la señorita Matilde.

Pero ya el mismo prisionero se sacaba la manta. De unos grandes, viejos y grotescos pantalones surgía su esbelto tronco desnudo. Los cabellos largos y revueltos caíanle sobre los hombros.

En su rostro alargado y enjuto brillaban los grandes ojos negros, dulces y penetrantes. La nariz era recia, aguda y fina, de aletas temblorosas. La boca grande, de labios extraordinariamente delgados, que se cerraban firmes, hacía pensar en una enorme cicatriz.

Los espectadores dieron la vuelta en contorno del joven y contemplaron sus espaldas. Ya se había lavado las alas mutiladas; pero ellas aún conservaban algunos costrones, y se veían sucias y miserables. Las costillas diseñábanse claramente bajo la piel, modelándose, en acusado relieve, fino y neto, hasta los más pequeños músculos.

Pasaba el tiempo y nadie era capaz de pronunciar una palabra. Por fin, don Javier ordenó que lo siguieran.

Tras él fue Banegas, con el prisionero. Rodeado de los solícitos perros, Alsino marchaba con dificultad, acariciando la cabeza de los más próximos. Cuando algún sarmiento colgante del parrón, tocaba sus espaldas desnudas, rápido y temeroso volviendo el rostro, contemplaba a las señoras que iban pálidas, al niño que le sonreía inconsciente, y a la joven que le miraba con los ojos llenos de lágrimas.