XII
El vuelo
ERA incierta la hora, porque el cielo estaba cubierto de obscuras nubes azules. Cuando ya se creía en la llegada de la noche, una claridad imprevista apareció por el poniente, y un segundo después, los rayos vivísimos del sol tocaron el altozano sobre el cual se elevaba el caserío. La pequeña ciudad, construida de adobes y ladrillos de roja tierra; despertó al encenderse como un vasto incendio que ardiese entre montes sombríos, y contra el cielo tempestuoso y obscuro del oriente.
Las torres de la iglesia, los altos y pequeños edificios, los árboles y los hombres y animales, sorprendidos por el fulgor resplandeciente, acusaron, en colores nítidos, relieves poderosos y detalles increíbles y precisos.
Desde el llano sombrío por donde iba Alsino, el espectáculo de la pequeña ciudad era de una magnificencia fantástica. No podía él reconocer en esos castillos de oro resplandeciente las torres de la iglesia parroquial, el molino ruinoso, las casas vulgares y las zahúrdas misérrimas. Y poco más allá, al bordear un pantano, sobre el cual volaban innumerables golondrinas, y ver reflejarse en el agua la inmensa llamarada que formaban la colina y el caserío, la sintió aún más cegadora, quizás por brillar entre el cieno de las orillas y los obscuros pajonales.
Lentamente fue apagándose la luminosa visión; mas, como si el fuego hubiese prendido en el aire, por largo tiempo una claridad rosa batió el ambiente.
Parecía por momentos que llegaban nuevos grupos de golondrinas. Eran tantas las que se habían reunido sobre el pantano a cazar, en rápidos giros, los zancudos y mariposas crepusculares, que ellas, a su vez, desde la distancia, parecían, por su número, mosquitos en el aire de las bodegas.
Alsino comenzó a prestar atención a lo que hablaban, y con dificultad, por pasar las golondrinas en vuelos veloces, pudo saber que todas las de la región se habían reunido ese día para emigrar.
Como un torbellino que se elevara en el aire, las miríadas de golondrinas, después del incendio albergado en el pantano, eran negras y livianas cenizas que aventara el cierzo naciente de la tarde.
En miles de estridentes y finos chillidos confesaban las ansias que tenían de ir hacia las cálidas tierras del norte.
Cuando las ultimas rezagadas vinieron a incorporarse, el negro enjambre se remontó despacio en el aire hasta llegar a gran altura, giró después cinco veces sobre sí mismo, con el vértigo de una honda silbadora, y desapareció, enseguida, llevado por rapidísimo vuelo, rumbo a las remotas comarcas tropicales.
Una agitación angustiosa sintió Alsino. Su sangre ardía, sus ojos contemplaban el sitio impreciso del aire por el cual desaparecieron, invisibles, las innumerables golondrinas.
Sin darse cuenta de sus actos, se encontró con sus grandes alas desnudas, abiertas y temblorosas. Las plumas agitadas hacían un rumor semejante al de los pajonales. Dio un grito ahogado y terrible; lo estranguló a medias la angustia que le oprimía la garganta, y sus alas enardecidas con un furor de éxtasis o muerte engancharon en el aire. Elevando el cuerpo, mientras los ojos se entrecerraban, y la cabeza, en desmayo, echada atrás, recibía el roce de blandos vientos, ellas prosiguieron rítmicas, serenas y poderosas.
En su semiinconsciencia, Alsino sentía el vértigo del abismo del cielo hacia el cual, elevándose, caía. Llenábanse de lágrimas sus delicados ojos con la alta y fría atmósfera, que rasgaban en un choque fortísimo y continuo. El aire inmóvil se trocaba para él en un viento de tempestad.
Cuando vuelto en sí, los cabellos flotantes, la cara fría, los ojos doloridos, miró en contorno, no vio abajo sino una incierta bruma blanquecina, llenándolo todo. Como islas emergían, en ese mar flotante y silencioso, las cumbres de los cerros.
Hacia el este, un resplandor creciente hizo comprender a Alsino que la luna salía.
—¡Oh luna de las solitarias alturas! —exclamó delirante—, perdona que te sorprenda, perdona que, sin haber sabido cómo, haya llegado a esta región desierta donde tú, quizás confiada, enseñes tus más secretos encantos. Perdóname! Mas ¿qué podía hacer? Un día ligado a mis piernas, las vi moverse y llevarme a cumplir con un secreto destino. Esa vez, ardiendo de curiosidad, feliz de sentirme libre, libre de toda posible libertad, no alcancé a experimentar al mismo tiempo este terror de verme unido a algo que ahora me arrastra más allá de los límites de acción fijados a mi vida.
Como un día mis piernas, ahora mis alas las siento como que son y no son mías. A ellas va mi sangre y ellas, a su vez, todo entero, me llevan. Cuando nos sentimos arrastrados por el cauce maravillosamente oculto de nuestro destino, todo es expectación confusa y se llega a ignorar si algo, en verdad, nos pertenece.
¡Oh, luna! cómo se irisa el mar de nubes que me ocultan la tierra. Para los hombres ahora será noche oscura, mientras el otro costado invisible de las mismas nubes que les impiden contemplarte, se llena ¡oh, Dios mío! de esta luminosa y perdida belleza.
Y no has dispuesto, pensando en mí, tal espectáculo. Es esa la causa de mi temor y mi alegría; he aquí que sorprendo una cosa ignorada: ¡que no estaba hecha para mí!
¡Cómo chispea ese mar blanco de luz corpórea! ¿Qué es eso que corre sobre él? ¿Es acaso la sombra que arrojo mientras vuelo? Una mancha pequeña e incierta va y viene sobre las compactas nubes plateadas. ¡He ahí lo que yo doy cuando tú brillas!
Mis alas fatigadas me llevan, nuevamente, hacia la tierra. No necesitaría de ellas para conocer el camino que a la tierra conduce. Entre más alto subo, más poderoso y difícil de seguir desplegando siento el fuerte resorte que parece unirme a ella. Ya vuelo desorientado entre la niebla resplandeciente. Pero ¡qué importa! Me basta dejarme arrastrar, para ir por el camino que conduce a la tierra. Ya tú, luna, te esfumas y me eres invisible. Las nubes están sobre mi cabeza. Diviso el resplandor de las ciudades iluminadas en la noche. Mas ¿cómo explicarlo? ¿Soy yo el que vuelo hacia la tierra, o es la tierra la que veo ascender hacia mí?
¡Sé que yo vuelo y tú, tierra, permaneces indiferente, y juraría, dando crédito a mis ojos, que tus ciudades se alzan, y tú con ellas, para venir a mi encuentro!
—¡Oh, cosas incomprensibles! Cuando iba caminando sobre ti, bien sabía quién era el que se movía, mas ahora cuando vuelo, confuso veo que la tierra, las nubes y todas las cosas se acercan o se alejan de mí, vienen o van, mientras yo parezco fijo e inmóvil, y vislumbro que todas ellas buscan referirse a mi ser, y me están ligadas y dependientes, como si yo fuese el centro del universo.