102. Esta curiosa sensación de que ha sido extraído de una por un poder invisible que hubiese resuelto que así lo hiciese una, constituye un placer exclusivamente femenino y tiene un encanto sutil. Hay un intenso encanto en sentir brotar de una el torrente a causa de una voluntad más poderosa que una misma.» Como consecuencia de ello, en Florrie se desarrolla un erotismo flagelatorio siempre mezclado con obsesiones urinarias.
Este caso es muy interesante, porque esclarece diversos elementos de la experiencia infantil. Pero son evidentemente circunstancias singulares las que les confieren tan enorme importancia.
Para las niñas normalmente educadas, el privilegio urinario del niño es algo demasiado secundario para engendrar directamente un sentimiento de inferioridad. Los psicoanalistas que suponen, después de Freud, que el simple descubrimiento del pene bastaría para originar un traumatismo, desconocen profundamente la mentalidad infantil; esta es mucho menos racional de lo que aquellos parecen suponer; no se plantea categorías tajantes y no la turban las contradicciones. Cuando la niña pequeñita ve un pene y declara: «Yo también lo he tenido», o bien «Yo también lo tendré», o incluso «Yo también tengo uno», no se trata de una defensa con mala fe; la presencia y la ausencia no se excluyen; el niño —como lo prueban sus dibujos— cree mucho menos en lo que ve con sus propios ojos que en los tipos significativos que ha fijado de una vez y para siempre: dibuja a menudo sin mirar, y, en todo caso, no halla en sus percepciones sino lo que él mismo pone. Saussure103, que insiste justamente en este punto, cita la siguiente e importantísima observación de Luquet: «Una vez reconocido un rasgo como defectuoso, es como si no existiese, el niño ya no lo ve literalmente, hipnotizado de algún modo por el nuevo trazo que lo reemplaza, de la misma forma que se desentiende de las líneas que puedan hallarse accidentalmente en el papel.» La anatomía masculina constituye una forma fuerte que a menudo se impone a la niña, la cual literalmente ya no ve su propio cuerpo. Saussure cita el ejemplo de una chiquilla de cuatro años de edad que trataba de orinar como un chico entre los barrotes de una verja, diciendo que quería «una cosita larga que chorrea». Afirmaba al mismo tiempo poseer un pene y no poseerlo, lo cual está de acuerdo con el pensamiento por «participación» que Piaget ha descrito en los niños. La niña piensa de buen grado que todos los niños nacen con un pene, pero los padres se lo cortan a algunos de ellos para convertirlos en niñas; esta idea satisface el artificialismo del niño, que, divinizando a los padres, «los concibe como la causa de todo cuanto posee», dice Piaget, y no ve en la castración un castigo en principio. Para que adopte el carácter de una frustración, es preciso que la niña esté ya descontenta de su situación por una razón cualquiera; como observa justamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, tal como la vista de un pene, no podría determinar un desarrollo interior: «La vista del órgano masculino puede tener un efecto traumático —dice—, pero solo a condición de que lo haya precedido una serie de experiencias anteriores y aptas para producir ese efecto.» Si la chiquilla se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbación o de exhibición, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresión de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectará su insatisfacción sobre el órgano masculino. «El descubrimiento realizado por la pequeña en cuanto a su diferenciación anatómica con el niño es una confirmación de una necesidad anteriormente experimentada, su racionalización por así decir»104. Y Adler ha insistido justamente sobre el hecho de que es la valoración efectuada por los padres y el entorno lo que da al muchacho el prestigio del cual el pene se hace explicación y símbolo a los ojos de la chiquilla. Consideran superior a su hermano; este mismo se enorgullece de su virilidad; y entonces ella le envidia y se siente frustrada. A veces siente rencor contra su madre, y más raramente contra su padre; o bien se acusa a sí misma de haberse mutilado o se consuela pensando que el pene está escondido en su cuerpo y que un día saldrá del mismo.
Es seguro que la ausencia de pene representará en el destino de la niña un papel importante, aunque no desee seriamente su posesión. El gran privilegio que el muchacho extrae del pene consiste en que, dotado de un órgano que se deja ver y coger, puede al menos alienarse parcialmente en el mismo. Proyecta fuera de sí el misterio de su cuerpo, de sus amenazas, lo cual le permite mantenerlos a distancia; ciertamente, se siente en peligro con su pene, cuya castración teme, pero es un temor más fácil de dominar que el temor difuso experimentado por la niña con respecto a sus «interiores», temor que a menudo se perpetúa durante toda su vida de mujer. Siente una extremada preocupación por todo cuanto sucede dentro de ella; desde el principio, se siente mucho más opaca a sus propios ojos y más profundamente investida del turbio misterio de la vida que el varón. Por el hecho de que posee un alter ego en el cual se reconoce, el niño puede osadamente asumir su subjetividad; el objeto mismo en el cual se aliena se convierte el símbolo de autonomía, de trascendencia, de poder: mide la longitud de su pene, compara con sus camaradas la del chorro urinario; más tarde, la erección, la eyaculación, serán fuentes de satisfacción y desafío. La niña, en cambio, no puede encarnarse en ninguna parte de ella misma. En compensación, le ponen entre las manos, con el fin de que desempeñe junto a ella el papel de alter ego, un objeto extraño: una muñeca. Es preciso notar que también se llama poupée («muñeca») a ese vendaje con que se envuelve un dedo herido: un dedo entrapado, separado, es mirado con regocijo y con una especie de orgullo, y el niño esboza con respecto al mismo el proceso de alienación. Pero una figurilla con rostro humano, o en su defecto una mazorca o un palo, reemplazará de la manera más satisfactoria a ese doble, a ese juguete natural que es el pene.
La gran diferencia consiste en que, por un lado, la muñeca representa el cuerpo en su totalidad y, por otro lado, es una cosa pasiva. En su virtud, la niña se sentirá animada a alienarse en su persona toda entera y a considerar a esta como un dato inerte. Mientras el niño se busca en el pene en tanto que sujeto autónomo, la niña mima a su muñeca y la adorna como sueña que la adornen y la mimen a ella; inversamente, se ve a sí misma como una maravillosa muñeca105. A través de cumplidos y regañinas, a través de imágenes y palabras, descubre el sentido de las palabras «bonita» y «fea»; sabe muy pronto que para agradar hay que ser «bonita como una muñeca», y procura parecerse a una muñeca, se disfraza, se mira en los espejos, se compara con las princesas y las hadas de los cuentos. Ejemplo notable de esta coquetería infantil nos lo procura Marie Bashkirtseff. No fue ciertamente un azar el que, tardíamente destetada a los tres años y medio, experimentase tan intensamente, hacia los cuatro o cinco años de edad, la necesidad de hacerse admirar, de existir para otro: el choque debió de ser violento en una niña más madura y debió de buscar con más pasión sobreponerse a la separación infligida: «A los cinco años —escribe en su diario—, me vestía con encajes de mamá, me ponía flores en el pelo y me iba a bailar al salón. Yo era la gran bailarina Petipa y toda la casa estaba allí, mirándome...»
Este narcisismo aparece tan precozmente en la niña, representará en su vida de mujer un papel tan primordial, que se le juzga de buen grado como emanando de un misterioso instinto femenino. Pero acabamos de ver que, en verdad, no es un destino anatómico el que le dicta su actitud. La diferencia que la distingue de los chicos es un hecho que ella podría asumir de multitud de maneras. El pene constituye, ciertamente, un privilegio, pero su valor disminuye naturalmente cuando el niño se desinteresa de sus funciones excretorias y se socializa: si aún lo conserva a sus ojos, traspuesta la edad de ocho o nueve años, es porque se ha convertido en el símbolo de una virilidad que se ha valorado socialmente. En verdad, la influencia de la educación y del medio ambiente es aquí enorme. Todos los niños procuran compensar la separación del destete por medio de conductas de seducción y de exhibición; se obliga al niño a superar esa fase, se le libera de su narcisismo fijándole en su pene; mientras que a la niña se la confirma en esa tendencia a convertirse en objeto que es común a todos los niños. La muñeca la ayuda a ello, pero tampoco tiene un papel determinante; también el niño puede depositar su afecto en un oso, o en un polichinela en el cual se proyecte; en la forma global de su existencia, es donde cada factor, pene o muñeca, adquiere su peso.
Así, pues, la pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer «femenina» es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros años. Pero es falso pretender que se trata de una circunstancia biológica; en realidad, se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por la sociedad. La inmensa suerte del niño consiste en que su manera de existir para otro le anima a plantearse para sí mismo. Efectúa el aprendizaje de su existencia como un libre movimiento hacia el mundo; rivaliza en dureza e independencia con los otros niños, y desprecia a las niñas. Trepando a los árboles, zurrándose con sus camaradas, compitiendo con ellos en juegos violentos, toma su cuerpo como un medio para dominar a la Naturaleza y como instrumento de combate; se enorgullece tanto de sus músculos como de su sexo; a través de juegos, deportes, luchas, desafíos y pruebas, halla un empleo equilibrado de sus fuerzas; al mismo tiempo, conoce las severas lecciones de la violencia; aprende a encajar los golpes, a despreciar el dolor, a rechazar las lágrimas de la primera edad. Emprende, inventa, osa. Cierto que también se prueba como «para otro», pone en tela de juicio su virilidad, y de ello se derivan numerosos problemas con respecto a los adultos y a los camaradas. Pero lo que es muy importante es que no haya oposición fundamental entre el cuidado de esa figura objetiva que es suya y su voluntad de afirmarse en sus proyectos concretos. Es haciéndose como se hace ser, con un solo movimiento. Por el contrario, en la mujer hay un conflicto, al principio, entre su existencia autónoma y su «serotro»; se le enseña que, para agradar, hay que tratar de agradar, hay que hacerse objeto, y, por consiguiente, tiene que renunciar a su autonomía. Se la trata como a una muñeca viviente y se le rehúsa la libertad; así se forma un círculo vicioso; porque, cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el mundo que la rodea, menos recursos hallará en sí misma, menos se atreverá a afirmarse como sujeto; si la animasen a ello, podría manifestar la misma exuberancia viva, la misma curiosidad, el mismo espíritu de iniciativa, la misma audacia que un muchacho. Eso es lo que ocurre, a veces, cuando se le da una formación viril; entonces se le ahorran muchos problemas106. Resulta interesante comprobar que ese es el género de educación que un padre da de buen grado a su hija; las mujeres educadas por un hombre escapan, en gran parte, a las taras de la feminidad. Pero las costumbres se oponen a que se trate a las chicas como si fuesen chicos. He conocido en una aldea unas niñas de tres y cuatro años a quienes su padre hacía llevar pantalones; todos los chicos las perseguían, gritando: «¿Son muchachos o muchachas?», y pretendían comprobarlo; hasta que las niñas suplicaron que les pusiesen vestidos. A menos que lleve una existencia muy solitaria, incluso si los padres autorizan sus maneras masculinas, el entorno de la pequeña, sus amigas y profesores no dejarán de sentirse escandalizados. Siempre habrá tías, abuelas y primas para contrapesar la influencia del padre. Normalmente, el papel que se le asigna con respecto a sus hijas es un papel secundario. Una de las maldiciones que pesan sobre la mujer —Michelet lo ha señalado justamente— consiste en que, durante su infancia, está abandonada en manos de mujeres. El niño también es educado, en principio, por la madre; pero esta tiene respeto por su virilidad y él se le escapa muy pronto107; en cambio, considera que debe integrar a su hija en el mundo femenino.
Más adelante se verá cuán complejas son las relaciones de la madre con la hija: esta es para la madre su doble y otra al mismo tiempo, y la madre la mima imperiosamente y le es hostil al mismo tiempo; la madre impone a la niña su propio destino, lo cual es un modo de reivindicar orgullosamente su feminidad, y también una manera de vengarse. Se observa el mismo proceso en los pederastas, los jugadores, los drogadictos, en todos aquellos que, a la vez, se jactan de pertenecer a cierta hermandad y se sienten humillados por ello: procuran ganar adeptos con ardiente proselitismo. Así, las mujeres, cuando se les confía una niña, se empeñan en transformarla en una mujer semejante a ellas, con un celo en el que la arrogancia se mezcla al rencor. Y hasta una madre generosa, que busca sinceramente el bien de su hija, pensará por lo común que es más prudente hacer de ella una «verdadera mujer», puesto que así la acogerá más fácilmente la sociedad. Por consiguiente, le dan por amigas a otras niñas, la confían a profesoras, vive entre matronas como en los tiempos del gineceo, se le eligen los libros y los juegos que la inician en su destino, le vierten en el oído los tesoros de la prudencia femenina, le proponen virtudes femeninas, le enseñan a cocinar, a coser y a cuidar de la casa, al mismo tiempo que la higiene personal, el encanto y el pudor; la visten con ropas incómodas y preciosas, que es preciso cuidar mucho; la peinan de manera complicada; le imponen normas de compostura: «Mantente erguida, no andes como un pato...» Para ser graciosa, deberá reprimir sus movimientos espontáneos; se le pide que no adopte aires de chico frustrado, se le prohíben los ejercicios violentos, se le prohíbe pelearse; en una palabra, la comprometen a convertirse, como sus mayores, en una sirviente y un ídolo. Hoy, gracias a las conquistas del feminismo, cada vez es más normal animarla para que estudie, para que practique los deportes; pero se le perdona de mejor grado que al muchacho su falta de éxito; al mismo tiempo, se le hace más difícil el triunfo, al exigir de ella otro género de realización: por lo menos, se quiere que sea también una mujer, que no pierda su feminidad.
Durante los primeros años se resigna, sin demasiada pena, a esta suerte. El niño se mueve en el plano del juego y del sueño: juega a ser, juega a hacer; el hacer y el ser no se distinguen netamente cuando solo se trata de realizaciones imaginarias. La niña puede compensar la actual superioridad de los chicos mediante las promesas encerradas en su destino de mujer y que, ya, realiza ella en sus juegos. Como todavía no conoce más que su universo infantil, su madre le parece al principio dotada de más autoridad que el padre; se imagina el mundo como una especie de matriarcado; imita a su madre, se identifica con ella; con frecuencia incluso invierte los papeles: «Cuando yo sea grande y tú seas pequeña...», le dice con satisfacción anticipada. La muñeca no es solamente su doble: es también su hija, funciones estas que se excluyen tanto menos cuanto que la hija verdadera es también para la madre un alter ego; cuando reprende, castiga y luego consuela a su muñeca, la niña se defiende de su madre y, al mismo tiempo, se reviste de la dignidad de madre: ella resume los dos elementos de la pareja; se confía a su muñeca, la educa, afirma su autoridad soberana sobre ella, a veces incluso le arranca los brazos, la golpea, la tortura; es decir, a través de ella realiza la experiencia de la afirmación subjetiva y de la alienación. Con frecuencia, la madre está asociada a esa vida imaginaria: en torno a la muñeca, la niña juega al padre y a la madre con su madre, y es esta una pareja de la que está excluido el padre. Tampoco hay ahí ningún «instinto maternal» innato y misterioso. La niña comprueba que el cuidado de los hijos corresponde a la madre, y así se lo enseñan; los relatos oídos, los libros leídos, toda su pequeña existencia, se lo confirma; se la estimula a extasiarse ante aquellas riquezas futuras, le dan muñecas para que ya adopten un aspecto tangible. Su «vocación» le es dictada imperiosamente. Como el hijo se le presenta como su destino, como también ella se interesa por su «interior» más que el niño por el suyo, la pequeña siente una particular curiosidad por el misterio de la procreación; deja pronto de creer que los bebés nacen de las coles o que los traen las cigüeñas; sobre todo cuando la madre le da hermanitos o hermanitas, aprende, enseguida, que los pequeñuelos se forman en el vientre materno. Por otra parte, los padres de hoy rodean al hecho de menos misterio que los de antes; la niña se siente, por lo general, más maravillada que asustada, porque el fenómeno se le presenta bajo una apariencia mágica, y todavía no capta todas las implicaciones fisiológicas. En primer lugar, ignora el papel del padre, y supone que es absorbiendo ciertos alimentos como la mujer queda encinta, lo cual es un tema legendario (se ve a las reinas de los cuentos dar a luz una niña o un hermoso niño tras haber comido cierta fruta, cierto pescado) y lo cual da lugar más tarde, en ciertas mujeres, a establecer una vinculación entre la idea de gestación y la del sistema digestivo. El conjunto de esos problemas y de esos descubrimientos absorbe una gran parte de los intereses de la niña; y nutre su imaginación.
Multitud de niñas ocultan cojines dejado del delantal para jugar a estar encinta, o bien pasean a la muñeca por los pliegues de la falda y la dejan caer en la cuna; también hacen que le dan el pecho. Los niños, como las niñas, admiran el misterio de la maternidad; todos los niños tienen una imaginación «en profundidad» que les hace presentir secretas riquezas en el interior de las cosas; todos son sensibles al milagro de esas muñecas que contienen otras muñecas más pequeñas, cajas que contienen otras cajas, viñetas que se reproducen bajo forma reducida en su propio interior; a todos les encanta que abran un capullo ante sus ojos, o que les muestren al pollito en el cascarón, o que se despliegue a su vista, en una cubeta de agua, la sorpresa de las «flores japonesas». Un pequeño, al abrir un huevo de Pascua lleno de huevecitos de azúcar, exclamó extasiado: «¡Oh, una mamá!» Hacer salir un niño del vientre es hermoso como un juego de prestidigitación. La madre aparece dotada del mirífico poder de las hadas. Muchos niños varones se sienten desolados ante la idea de que semejante privilegio les esté vedado; si más tarde cogen los huevos de los nidos, pisotean las plantas jóvenes, si destruyen la vida a su alrededor con una especie de rabia, lo hacen para vengarse de no poder hacerla brotar; en cambio, a la niña le encanta la idea de que algún día podrá crearla.
Además de esa esperanza, que se concreta en el juego con la muñeca, la vida doméstica también ofrece a la niña posibilidades de afirmación de sí misma. Gran parte de las faenas domésticas puede realizarías una niña muy joven; por lo general, al chico se le dispensa de ese trabajo; pero a su hermana se le permite, incluso se le exige, que barra, limpie el polvo, pele legumbres y tubérculos, lave al recién nacido, vigile el puchero. En particular a la hermana mayor, se la asocia a menudo a las tareas maternales; sea por comodidad, sea por hostilidad y sadismo, la madre descarga sobre ella gran número de sus funciones; entonces la niña se ve precozmente integrada al universo de lo serio; el sentido de su importancia la ayudará a asumir su feminidad; pero la feliz gratuidad, la despreocupación infantil, le son negadas; mujer antes de tiempo, conoce demasiado pronto los límites que esa especificación impone al ser humano; llega adulta a la adolescencia, lo cual presta a su historia un carácter singular. La niña sobrecargada de funciones puede ser prematuramente esclava, estar condenada a una existencia sin alegría. Pero si solo se le pide un esfuerzo adecuado a sus condiciones, entonces experimenta el orgullo de sentirse eficaz como una persona mayor; y se alegra de ser solidaria de los adultos. Esa solidaridad es posible por el hecho de que la distancia que media entre la niña y el ama de casa no es considerable. Un hombre especializado en su oficio está separado del estadio infantil por muchos años de aprendizaje; las actividades paternas son profundamente misteriosas para el niño, en quien apenas se esboza el hombre que será más tarde. Por el contrario, las actividades de la madre son asequibles a la niña. «Ya es una mujercita», dicen los padres, y a veces se estima que es más precoz que el niño: en realidad, si ella está más cerca del estadio adulto es porque, para la mayoría de las mujeres, ese estadio sigue siendo tradicionalmente más infantil. El hecho es que ella se siente precoz, que le halaga representar con los recién nacidos el papel de una «madrecita»; se vuelve importante de buen grado, habla razonablemente, da órdenes, adquiere superioridad con respecto a sus hermanos, encerrados en el círculo infantil; habla con su madre en pie de igualdad.
A pesar de estas compensaciones, no acepta sin pesar el destino que le han asignado; al crecer, envidia a los chicos su virilidad. Sucede que padres y abuelos disimulan mal que hubieran preferido un vástago varón a una hembra, o bien muestran más cariño por el hermano que por la hermana: diversas encuestas han demostrado que la mayoría de los padres desean tener hijos antes que hijas. Se habla a los muchachos con más gravedad, más estima, y se les reconocen más derechos; los mismos chicos tratan a las chicas con desprecio, juegan entre ellos, no admiten chicas en sus bandas, las insultan: entre otras cosas, las llaman «meonas», reavivando con esos epítetos la secreta humillación infantil de la niña. En Francia, en las escuelas mixtas, la casta de los muchachos oprime y persigue deliberadamente a la de las chicas. Sin embargo, si estas quieren entrar en competencia con ellos, pegarse con ellos, son objeto de reprimenda.
Envidian doblemente las actividades por las cuales se singularizan los varones: sienten el espontáneo deseo de afirmar su poder sobre el mundo y protestan contra la situación de inferioridad a la cual se las condena. Entre otras cosas, sufren porque les prohíben trepar a los árboles, ascender por una escala, subirse a un tejado. Adler observa que las nociones de alto y bajo tienen gran importancia, ya que la idea de elevación espacial implica una superioridad espiritual, como se ve a través de numerosos mitos heroicos; alcanzar una cima, una cumbre, es emerger más allá del mundo dado como sujeto soberano, y entre los chicos es un frecuente pretexto de desafío. La niña a quien tales proezas le están prohibidas y que, sentada al pie de un árbol o de un peñasco, ve por encima de ella a los muchachos triunfadores, se considera inferior en cuerpo y alma. Y lo mismo le ocurre si la dejan atrás en una carrera o en una competición de saltos, si la arrojan al suelo en una pelea, o simplemente si la mantienen apartada.
Cuanto más madura el niño, más se ensancha su universo y más se afirma la superioridad masculina. Muy a menudo, la identificación con la madre no aparece ya como una solución satisfactoria; si la niña acepta en principio su vocación femenina, no es que piense abdicar: por el contrario, lo hace para reinar; se quiere matrona, porque la sociedad de las matronas se le antoja privilegiada; pero, cuando sus relaciones, sus estudios, sus juegos, sus lecturas, la arrancan del círculo materno, comprende que no son las mujeres, sino los hombres, quienes son los dueños del mundo. Esta revelación —mucho más que el descubrimiento del pene— es la que modifica imperiosamente la conciencia que adquiere de sí misma.
La jerarquía de los sexos se le descubre, en principio, en la experiencia familiar; comprende poco a poco que, si la autoridad del padre no es la que más cotidianamente se hace sentir, es, no obstante, la autoridad soberana, y el hecho de que no se prostituya no hace sino aumentar su fulgor; incluso si, de hecho, es la madre la que reina como dueña y señora en la casa, por lo común tiene el tacto de anteponer la voluntad del padre; en los momentos importantes, exige, recompensa o castiga en su nombre, a través de él. La vida del padre está rodeada de un misterioso prestigio: las horas que pasa en casa, el cuarto donde trabaja, los objetos que le rodean, sus ocupaciones, sus manías, todo tiene un carácter sagrado. Es él quien alimenta a la familia, es su responsable y su jefe. Habitualmente trabaja fuera; y, por intermedio suyo, la casa se comunica con el resto del mundo: él es la encarnación de ese mundo aventurero, inmenso, difícil y maravilloso; él es la trascendencia, él es Dios108. Eso es lo que experimenta carnalmente la niña en el poder de aquellos brazos que la levantan, en la fuerza de aquel cuerpo contra el cual se acurruca. Por él es destronada la madre, como en otro tiempo Isis por Ra y la Tierra por el Sol. Pero la situación de la niña queda entonces profundamente cambiada: estaba llamada a convertirse un día en una mujer semejante a su madre todopoderosa, pero nunca llegará a ser el padre soberano; el vínculo que la unía a su madre era una emulación activa, pero del padre no puede más que esperar pasivamente una valoración. El niño capta la superioridad paterna a través de un sentimiento de rivalidad, en tanto que la niña la sufre con una admiración impotente. Ya he dicho que lo que Freud llama «complejo de Electra» no es, como él pretende, un deseo sexual, sino una profunda abdicación del sujeto, que consiente hacerse objeto en la sumisión y la adoración. Si el padre manifiesta ternura por su hija, esta siente su existencia magníficamente justificada; está dotada de todos los méritos que las otras han de adquirir trabajosamente; está colmada y divinizada. Es posible que durante toda su vida busque con nostalgia esa plenitud y esa paz. Si este amor le es negado, puede sentirse culpable y condenada para siempre, o puede buscar en otra parte una valoración de sí misma y volverse indiferente y aun hostil con respecto a su padre. Por lo demás, el padre no es el único que posee las llaves del mundo: todos los hombres participan normalmente del prestigio viril; no ha lugar a considerarlos como «sustitutos» del padre. En tanto que hombres, los abuelos, hermanos mayores, tíos, padres de sus compañeros de juego, amigos de la casa, profesores, sacerdotes, médicos, fascinan inmediatamente a la pequeña. La conmovida consideración que las mujeres adultas testimonian al Hombre, bastaría para colocarlo sobre un pedestal109.
Todo contribuye a confirmar a los ojos de la niña esta jerarquía. Su cultura histórica, literaria, las canciones, las leyendas con que la acunan, son una exaltación del hombre. Han sido los hombres quienes han hecho Grecia, el Imperio Romano, Francia y todas las naciones, quienes han descubierto la Tierra e inventado los instrumentos que permiten explotarla, quienes la han gobernado, quienes la han poblado de estatuas, cuadros, libros. La literatura infantil, la mitología, cuentos, relatos, reflejan los mitos creados por el orgullo y los deseos de los hombres: a través de los ojos de los hombres es como la niña explora el mundo y en él descifra su destino. La superioridad masculina es aplastante: Perseo, Hércules, David, Aquiles, Lancelot, Du Guesclin, Bayardo, Napoleón... ¡Qué de hombres por una sola Juana de Arco! ¡Y, aun detrás de esta, se perfila la gran figura masculina de San Miguel Arcángel! Nada más aburrido que los libros que trazan la existencia de mujeres ilustres: son éstas palidísimas figuras al lado de las de los grandes hombres, y la mayoría de ellas se bañan en la sombra de algún héroe masculino. Eva no ha sido creada por sí misma, sino como compañera de Adán y extraída de su flanco; en la Biblia hay pocas mujeres cuyas acciones sean notorias: Ruth no hizo sino encontrar un marido; Esther obtuvo gracia de los judíos arrodillándose a los pies de Asuero, y, en realidad, no fue sino un dócil instrumento en manos de Mardoqueo; Judith tuvo más audacia, pero también ella obedecía a los sacerdotes, y su hazaña tiene un regusto sospechoso: no podría compararse con el puro y deslumbrante triunfo del joven David. Las diosas de la mitología son frívolas o caprichosas, y todas tiemblan en presencia de Júpiter; mientras Prometeo hurta soberbiamente el fuego del cielo, Pandora abre la caja de las desdichas. Desde luego, hay algunas brujas, algunas viejas que, en los cuentos, ejercen un poder temible. Entre otros, en el Jardín del paraíso, de Andersen, la figura de la Madre de los Vientos recuerda a la Gran Diosa primitiva: sus cuatro hijos gigantescos la obedecen temblando, y ella les pega y los encierra en sacos cuando se portan mal. Pero no son personajes atractivos. Más seductoras son las hadas, sirenas y ondinas que escapan a la dominación del macho; pero su existencia es incierta, apenas individualizada; intervienen en el mundo humano sin tener un destino propio: tan pronto como la sirenita de Andersen se hace mujer, conoce el yugo del amor, y el sufrimiento se convierte en su patrimonio. En los relatos contemporáneos, como en las leyendas antiguas, el hombre es el héroe privilegiado. Los libros de madame de Ségur constituyen una curiosa excepción: describen una sociedad matriarcal en donde el marido, cuando no está ausente, representa un personaje ridículo; pero habitualmente, como en el mundo real, la imagen del padre aparece nimbada de gloria. Los dramas femeninos de Little Women se desarrollan bajo la égida del padre divinizado por la ausencia. En las novelas de aventuras, son los varones quienes dan la vuelta al mundo, viajan como marinos en los barcos, se alimentan en la selva con los frutos del árbol del pan. Todos los acontecimientos importantes suceden por medio de los hombres. La realidad confirma esas novelas y esas leyendas. Si la niña lee los periódicos, si escucha la conversación de las personas mayores, comprueba que, hoy como ayer, los hombres son quienes conducen el mundo. Los jefes de Estado, los generales, los exploradores, los músicos, los pintores a quienes admira, son hombres; y esos hombres hacen latir su corazón con entusiasmo.
Ese prestigio se refleja en el mundo sobrenatural. Generalmente, y como consecuencia del papel que desempeña la religión en la vida de las mujeres, la pequeña, más dominada por la madre que su hermano, sufre también más las influencias religiosas. Ahora bien: en las religiones occidentales, Dios Padre es un hombre, un anciano dotado de un atributo específicamente viril: una opulenta barba blanca110. Para los cristianos, Jesucristo es más concretamente todavía un hombre de carne y hueso de larga barba rubia. Según los teólogos, los ángeles no tienen sexo; pero llevan nombres masculinos y se manifiestan en figura de hermosos jóvenes. Los emisarios de Dios en la Tierra, el papa, los obispos cuyo anillo se besa, el sacerdote que dice la misa, el que predica, aquel ante el cual uno se arrodilla en el secreto del confesonario, son hombres. Para una niña piadosa, las relaciones con el Padre Eterno son análogas a las que sostiene con el padre terrenal; como se desarrollan en el plano de lo imaginario, la niña conoce incluso una dimisión más total. La religión católica, entre otras, ejerce sobre ella la más turbadora de las influencias111. La Virgen recibe de rodillas las palabras del ángel: «Soy la sierva del Señor», responde ella.
María Magdalena se postra a los pies de Cristo y le enjuga los pies con su larga cabellera de mujer. Las santas declaran de rodillas su amor por el Cristo radiante. De hinojos, en medio del olor a incienso, la niña se abandona a la mirada de Dios y de los ángeles: una mirada de hombre. Se ha insistido frecuentemente sobre las analogías del lenguaje erótico con el lenguaje místico, tal y como lo hablan las mujeres; por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús escribe:
¡Oh, mi Bienamado!, por tu amor acepto no ver aquí
abajo la dulzura de tu mirada, ni sentir el inexpresable beso
de tu boca, pero te suplico que me inflames con tu amor...
Mi Bienamado, de tu primera sonrisa
pronto entrever la dulzura déjame.
¡Ah!, déjame en mi ardiente quimera.
Sí; esconderme en tu corazón, déjame.
Quiero sentirme fascinada por tu divina mirada, quiero ser
presa de tu amor. Un día, así lo espero, te abatirás sobre mí
para llevarme al hogar del amor, me hundirás al fin en ese
ardiente abismo para hacerme eternamente su dichosa
víctima.
Sin embargo, no hay que deducir de ello que tales efusiones sean siempre de carácter sexual; más bien, cuando la sexualidad femenina se desarrolla, se encuentra penetrada del sentimiento religioso que la mujer ha dedicado al hombre desde su infancia. Es cierto que la niña experimenta cerca del confesor, e incluso al pie del altar desierto, un estremecimiento muy semejante al que experimentará más tarde en brazos del hombre amado, y es que el amor femenino es una de las formas de la experiencia en la cual una conciencia se hace objeto para un ser que la trascienda; y también son esas delicias pasivas las que la joven devota gusta en las sombras de la iglesia.
Postrada, con el rostro oculto entre las manos, conoce el milagro de la renuncia: asciende al cielo de rodillas; su abandono en los brazos de Dios le asegura una Asunción acolchada con nubes y ángeles. Sobre tan maravillosa experiencia, calca ella su porvenir terrestre. La niña puede des cubrirlo también por multitud de otros caminos: todo la invita a abandonarse en sueños en brazos de los hombres para ser transportada a un cielo de gloria. Aprende que, para ser dichosa, hay que ser amada, y, para ser amada, hay que esperar al amor. La mujer es la Bella Durmiente del Bosque, Piel de Asno, Cenicienta, Blanca Nieves, la que recibe y sufre. En las canciones, en los cuentos, se ve al joven partir a la ventura, en busca de la mujer; él mata dragones, lucha con gigantes; ella está encerrada en una torre, un palacio, un jardín, una caverna, o encadenada a una roca, cautiva, dormida: ella espera. Un día vendrá mi príncipe... Some day he'll come along, the man I love...; los refranes populares le insuflan sueños de paciencia y esperanza. La suprema necesidad para la mujer consiste en hechizar un corazón masculino; aun siendo intrépidas y aventureras, esa es la recompensa a la cual aspiran todas las heroínas; y casi nunca se les pide otra virtud que la de su belleza. Se comprende que el cuidado de su aspecto físico pueda convertirse para la muchacha en una verdadera obsesión; princesas o pastoras, siempre es preciso ser bonita para conquistar el amor y la dicha; la fealdad es cruelmente asociada a la maldad, y, cuando se ven las desdichas que se abaten sobre las feas, no se sabe bien si el destino castiga sus crímenes o su desgracia. Con frecuencia, las jóvenes bellezas destinadas a un glorioso futuro empiezan por presentarse en papel de víctimas; las historias de Genoveva de Brabante, de Grisélides, no son tan inocentes como parece; el amor y el sufrimiento se entrelazan en ellas de manera turbadora; cayendo al fondo de la abyección es como la mujer se asegura los triunfos más deliciosos; ya se trate de Dios o de un hombre, la jovencita aprende que, admitiendo las más profundas renuncias, se hará omnipotente: se complace en un masoquismo que le promete supremas conquistas. Santa Blandina, blanca y ensangrentada entre las garras de los leones, Blanca Nieves tendida como muerta en un ataúd de cristal, la Bella Durmiente, Atala desvanecida, toda una cohorte de tiernas heroínas lastimadas, pasivas, heridas, arrodilladas, humilladas, enseñan a su joven hermana el fascinante prestigio de la belleza martirizada, abandonada, resignada. Así, pues, no es sorprendente que, mientras su hermano juega al héroe, la niña juegue a la mártir de tan buen grado: los paganos la arrojan a los leones; Barba Azul la arrastra por los cabellos; el rey, su esposo, la destierra al fondo de los bosques; ella se resigna, sufre, muere y su frente se nimba de gloria. «Cuando era yo muy pequeña, deseaba atraerme la ternura de los hombres, inquietarlos, ser salvada por ellos, morir entre sus brazos», escribe madame de Noailles. En La voile noire, de Marie Le Hardouin, se halla un notable ejemplo de esos sueños masoquistas:
A los siete años, de no sé qué costilla, fabriqué yo mi primer hombre. Era alto, esbelto, extremadamente joven, vestido con un traje de raso negro cuyas largas mangas llegaban hasta el suelo. Los hermosos cabellos rubios le caían sobre los hombros en densos rizos... Le llamaba Edmond... Llegó un día en que le di dos hermanos... Y aquellos tres hermanos, Edmond, Charles y Cédric, los tres vestidos de raso negro, los tres rubios y esbeltos, me hicieron conocer extrañas beatitudes. Sus pies calzados de seda eran tan lindos y sus manos tan frágiles, que me subían al alma toda suerte de impulsos... Me convertí en su hermana Marguerite... Me complacía imaginarme sujeta al capricho de mis hermanos y totalmente a su merced. Soñaba que mi hermano mayor, Edmond, tenía derecho de vida y muerte sobre mí. Jamás obtuve permiso para alzar la mirada hacia su rostro. Mandaba que me azotasen con el menor pretexto. Cuando me dirigía la palabra me sentía tan trastornada por el temor y el pesar, que no encontraba nada que contestarle y farfullaba incansablemente: «Sí, monseñor», «No, monseñor», lo cual me hacía saborear la extraña delicia de sentirme idiota... Cuando el sufrimiento que me imponía era demasiado intenso, yo murmuraba: «Gracias, monseñor», y llegaba un momento en que, desfalleciendo casi de dolor, para no gritar, posaba los labios en su mano, mientras, rompiéndome por fin el corazón algún impulso extraño, alcanzaba uno de esos estados en que se desea morir por exceso de dicha.
A una edad más o menos precoz, la niña sueña que ya ha llegado a la edad del amor; a los nueve o diez años, se divierte maquillándose, se rellena el corpiño, se disfraza de mujer. Sin embargo, no busca realizar ninguna experiencia erótica con los niños: si sucede que se va con ellos a los rincones para jugar a «mostrarse cosas», lo hace solo por curiosidad sexual. Pero el compañero de las ensoñaciones amorosas es un adulto, bien puramente imaginario, bien evocado partiendo de individuos reales: en este último caso, la niña se contenta con amarle a distancia. En los recuerdos de Colette Audry112 se hallará un excelente ejemplo de esas ensoñaciones infantiles; según cuenta, ella descubrió el amor a la edad de cinco años.
Aquello, naturalmente, no tenía nada que ver con los pequeños placeres sexuales de la infancia, con la satisfacción que experimentaba, por ejemplo, al cabalgar sobre cierta silla del comedor o al acariciarme antes de quedarme dormida... El único rasgo común entre el sentimiento y el placer consistía en que yo disimulaba cuidadosamente ambos a quienes me rodeaban... Mi amor por aquel joven consistía en pensar en él antes de dormirme, imaginándome historias maravillosas. En Privas, me enamoré sucesivamente de todos los jefes de gabinete de mi padre... Nunca me afligía demasiado su partida, porque apenas constituían más que un pretexto para fijar mis ensueños amorosos... Por la noche, cuando ya estaba acostada, me desquitaba de un exceso de juventud y timidez. Lo preparaba todo cuidadosamente, no me costaba ningún esfuerzo traérmelo allí, presente; pero de lo que se trataba era di transformarme yo misma, de manera que pudiese verme desde el interior, porque me convertía en ella y dejaba de ser yo. En primer lugar, yo era bella y tenía dieciocho años. Me ayudó mucho una caja de bombones: una larga caja de peladillas rectangular y aplastada que representaba a dos muchachas rodeadas de palomas. Yo era la morena de los ciertas, la del largo vestido de muselina. Nos había separado una ausencia de diez años. El regresaba algo envejecido, y la vista de aquella maravillosa criatura le trastornaba. Ella apenas parecía acordarse de él, y se mostraba llena de naturalidad, de indiferencia y de inteligencia. Compuse para aquel primer encuentro conversaciones verdaderamente brillantes. Se sucedían los malentendidos, toda una conquista difícil, horas crueles de desaliento y celos para él. Al fin, acorralado, confesaba su amor. Ella le escuchaba en silencio, y, cuando él lo creía todo perdido, le decía que jamás había dejado de amarle, y entonces se abrazaban un poco. La escena se desarrollaba generalmente en un banco del parque, por la noche. Veía las dos formas unidas, oía el murmullo de sus voces, percibía al mismo tiempo el cálido contacto de sus cuerpos. Pero, a partir de ahí, todo se diluía..., jamás llegaba al matrimonio