178.
Y agrega:
Te amo por ser débil y estar entre mis brazos sosegada,
como una tibia cuna donde reposases.
En todo amor —amor sexual o amor maternal— hay a la vez avaricia y generosidad, deseo de poseer al otro y de dárselo todo; pero, en la medida en que ambas son narcisistas y acarician en el niño, en la amante, su prolongación o su reflejo, en esa medida la madre y la lesbiana coinciden singularmente.
Sin embargo, el narcisismo tampoco conduce siempre a la homosexualidad: el ejemplo de Marie Bashkirtseff lo prueba; no se halla en sus escritos la menor huella de un sentimiento afectuoso con respecto a una mujer; cerebral antes que sensual, extremadamente vanidosa, sueña desde la infancia con ser valorada por el hombre: no le interesa nada, excepto lo que pueda contribuir a su gloria. La mujer que se idolatra exclusivamente a sí misma y que apunta a un logro abstracto es incapaz de una cálida complicidad con respecto a otras mujeres; no ve en ellas más que rivales y enemigas.
En verdad, ningún factor es jamás determinante; siempre se trata de una opción efectuada en el corazón de un conjunto complejo y que descansa en una libre decisión; ningún destino sexual rige la vida del individuo: su erotismo traduce, por el contrario, su actitud global con respecto a la existencia.
Las circunstancias, sin embargo, tienen también en esta opción parte importante. Todavía hoy los dos sexos viven en gran parte separados: en los pensionados, en las escuelas femeninas, se resbala fácilmente de la intimidad a la sexualidad; hay muchas menos lesbianas en los medios en que la camaradería entre chicos y chicas facilita las experiencias heterosexuales. Multitud de mujeres que trabajan en talleres y oficinas entre mujeres, y que tienen pocas ocasiones de frecuentar el trato con hombres, establecerán entre ellas amistades amorosas: material y moralmente, les será cómodo asociar sus vidas. La ausencia o el fracaso de relaciones heterosexuales las destinará a la inversión. Resulta difícil trazar un límite entre la resignación y la predilección: una mujer puede consagrarse a las mujeres porque el hombre la haya decepcionado, pero también a veces éste la decepciona porque ella buscaba en él una mujer. Por todas estas razones, es falso establecer una distinción radical entre la heterosexual y la homosexual. Pasado el tiempo indeciso de la adolescencia, el varón normal no vuelve a permitirse ninguna extravagancia pederasta; pero la mujer normal vuelve con frecuencia a los amores que —platónicamente o no— han encantado su juventud. Decepcionada por el hombre, buscará en brazos femeninos al amante que la ha traicionado. Colette ha indicado en La vagabonde ese papel consolador que representan a menudo en la vida de las mujeres las voluptuosidades condenadas: y sucede que algunas se pasan la vida entera consolándose. Hasta una mujer colmada de abrazos masculinos puede no desdeñar voluptuosidades más sosegadas. Pasiva y sensual, las caricias de una amiga no la desagradarán, porque así no tendrá más que abandonarse, dejarse colmar. Activa y ardiente, aparecerá como una «andrógina», no por una misteriosa combinación de hormonas, sino por el solo hecho de que se consideran la agresividad y el gusto de la posesión como cualidades viriles; Claudine, enamorada de Renaud, no por ello codicia menos los encantos de Rézi; es plenamente mujer, sin dejar por ello de anhelar ella también, tomar y acariciar. Bien entendido, entre las «mujeres honestas» esos deseos «perversos» son escrupulosamente rechazados; no obstante, se manifiestan bajo la forma de amistades puras, pero apasionadas, o bajo la tapadera de la ternura maternal; algunas veces se descubren clamorosamente en el curso de una psicosis o durante la crisis de la menopausia.
Con mucho más motivo, resulta vano pretender clasificar a las lesbianas en dos categorías tajantes. Por el hecho de que una comedia social se superpone a menudo a sus verdaderas relaciones, complaciéndose en simular una pareja bisexuada, ellas mismas sugieren la división en «viriles» y «femeninas». Pero el que una lleve un severo traje sastre y la otra se ponga un vestido vaporoso, no debe inducir a engaño. Examinando la cuestión más de cerca, se advierte que —salvo en casos extremos— su sexualidad es ambigua. La mujer que se hace lesbiana porque rechaza la dominación masculina, saborea frecuentemente el gozo de reconocer en otra a la misma orgullosa amazona; antaño florecieron muchos amores culpables entre las estudiantes de Sèvres, que vivían juntas lejos de los hombres; estaban orgullosas de pertenecer a una elite femenina y querían permanecer como sujetos autónomos; esta complejidad, que las reunía contra la casta privilegiada, permitía que cada una de ellas admirase en una amiga a aquel ser prestigioso que acariciaba en sí misma; al abrazarse mutuamente, cada una era a la vez hombre y mujer y estaba encantada de sus virtudes andróginas. De manera inversa, una mujer que quiere gozar su feminidad en brazos femeninos, conoce también el orgullo de no obedecer a ningún amo. Renée Vivien amaba ardientemente la belleza femenina y ella misma se quería bella; se adornaba, estaba orgullosa de su larga cabellera; pero también le agradaba sentirse libre, intacta; en sus poemas, expresa su desprecio con respecto a aquellas que, a través del matrimonio, consienten en convertirse en siervas de un hombre. Su afición a los licores fuertes, su lenguaje a veces indecente, ponían de manifiesto su deseo de virilidad. De hecho, en la inmensa mayoría de las parejas las caricias son recíprocas. De ello se deduce que los papeles se distribuyen de manera muy incierta: la mujer más infantil puede representar el personaje de una adolescente frente a una matrona protectora, o el de la querida apoyada en el brazo del amante. Pueden amarse en la igualdad. Puesto que las compañeras son homólogas, todas las combinaciones, transposiciones, cambios y comedias son posibles. Las relaciones se equilibran según las tendencias psicológicas de rada una de las amigas y de acuerdo con el conjunto de la situación. Si hay una de ellas que ayuda o mantiene a la otra, asume las funciones del varón: tiránico protector, víctima a quien se explota, soberano respetado y a veces hasta chulo; una superioridad moral, social e intelectual le conferirá frecuentemente autoridad; sin embargo, la más amada gozará los privilegios de que la reviste la apasionada adhesión de la más amante. Al igual que la de un hombre y una mujer, la asociación de dos mujeres adopta multitud de figuras diferentes; se funda en el sentimiento, el interés o la costumbre; es conyugal o novelesca; da cabida al sadismo, al masoquismo, a la generosidad, a la fidelidad, a la abnegación, al capricho, al egoísmo, a la traición; entre las lesbianas hay prostitutas y también grandes enamoradas.
Sin embargo, ciertas circunstancias prestan características singulares a esas relaciones. No están consagradas por ninguna institución ni por las costumbres, ni reglamentadas por convenciones: por eso mismo se viven con más sinceridad.
Hombre y mujer —aunque sean esposos— se hallan más o menos en representación uno delante del otro, sobre todo la mujer, a quien el varón siempre impone alguna consigna: virtud ejemplar, encanto, coquetería, infantilismo o austeridad; en presencia del marido o del amante, jamás se siente del todo ella misma; al lado de una amiga, no alardea, no tiene que fingir, son demasiado semejantes para no mostrarse al descubierto. Esa similitud engendra la más completa intimidad. El erotismo, a menudo, no tiene más que una parte asaz pequeña en tales uniones; la voluptuosidad tiene un carácter menos fulminante, menos vertiginoso que entre hombre y mujer, y no produce metamorfosis tan trastornadoras; pero, una vez que los amantes han desunido su carne, vuelven a ser extraños el uno para el otro; incluso el cuerpo masculino le parece repulsivo a la mujer; y el hombre experimenta a veces una suerte de insípido hastío ante el de su compañera; entre mujeres, la ternura carnal es más uniforme, más continuada; no son arrebatadas a éxtasis frenéticos, pero jamás caen en una indiferencia hostil; verse, tocarse, es un tranquilo placer que prolonga con sordina el del lecho. La unión de Sarah Posonby con su bienamada duró cerca de cincuenta años sin una nube: parece que ambas supieron crearse un apacible edén al margen del mundo. Pero la sinceridad también se paga. Como se muestran al descubierto, sin la preocupación de dominarse ni disimular, las mujeres se incitan entre ellas a violencias inauditas.
El hombre y la mujer se intimidan por el hecho de que son diferentes: ante ella experimenta él piedad, inquietud; se esfuerza por tratarla con cortesía, indulgencia y circunspección; ella, a su vez, le respeta y le teme un poco, y procura dominarse en su presencia; cada cual procura disculpar al otro misterioso, cuyos sentimientos y reacciones mide mal. Las mujeres son implacables entre ellas; se engañan, se provocan, se persiguen, se encarnizan y se arrastran mutuamente al fondo de la abyección. La calma masculina —ya sea indiferencia o dominio de sí mismo— es un dique contra el que se estrellan las escenas femeninas; pero entre dos amigas hay puja de lágrimas y convulsiones; su paciencia para reiterarse reproches y explicaciones es insaciable. Exigencias, recriminaciones, celos, tiranía, todas estas plagas de la vida conyugal se desencadenan bajo una forma exacerbada. Si tales amores son a menudo tempestuosos, es porque también están ordinariamente más amenazados que los amores heterosexuales. Son censurados por la sociedad y difícilmente logran integrarse en la misma.
La mujer que asume la actitud viril —por su carácter, su situación, la fuerza de su pasión— lamentará no proporcionar a su amiga una existencia normal y respetable, no poder casarse con ella, arrastrarla por caminos insólitos: esos son los sentimientos que, en Le puits de solitude, Radcliffe Hall atribuye a su heroína; esos remordimientos se traducen en una ansiedad morbosa y, sobre todo, en unos celos torturantes. Por su parte, la amiga más pasiva o menos enamorada sufrirá, en efecto, a causa de las censuras de la sociedad; se considerará degradada, pervertida, frustrada, y sentirá rencor contra aquella que le impone semejante suerte. Puede suceder que una de las dos mujeres desee tener un hijo; o bien se resigna con tristeza a su esterilidad, o ambas adoptan un niño, o bien la que desea la maternidad solicita los servicios de un hombre; el niño es a veces un lazo de unión y a veces una nueva fuente de fricción.
Lo que da un carácter viril a las mujeres encerradas en la homosexualidad no es su vida erótica, que, por el contrario, las confina en un universo femenino, sino el conjunto de responsabilidades que se ven obligadas a asumir por el hecho de pasarse sin los hombres. Su situación es inversa a la de la cortesana, que a veces adquiere un espíritu viril a fuerza de vivir entre varones —tal Ninon de Lenclos—, pero que depende de ellos. La singular atmósfera que reina en torno a las lesbianas proviene del contraste entre el clima de gineceo en que se desenvuelve su vida privada y la independencia masculina de su existencia pública. Se conducen como hombres en un mundo sin hombre. La mujer sola siempre parece un poco insólita; no es verdad que los hombres respeten a las mujeres: se respetan unos a otros a través de sus mujeres —esposas, amantes, entretenidas—; cuando la protección masculina deja de extenderse sobre ella, la mujer se encuentra desarmada ante una casta superior que se muestra agresiva, sarcástica u hostil. En tanto que «perversión erótica», la homosexualidad femenina más bien hace sonreír; pero, en tanto implique un modo de vivir, suscita desprecio o escándalo. Si hay mucho de provocación y de afectación en la actitud de las lesbianas, es porque no tienen medio alguno para vivir su situación con naturalidad: lo natural implica que no se reflexione sobre uno mismo, que se actúe sin representar los propios actos; pero las actitudes de los demás llevan a la lesbiana sin cesar a tomar conciencia de sí misma. Solo si tiene bastante edad o goza de gran prestigio social, podrá seguir su camino con tranquila indiferencia.
Resulta difícil decretar, por ejemplo, si es por gusto o como reacción defensiva por lo que ella se viste tan a menudo de manera masculina. Ciertamente, hay en ello, en gran parte, una elección espontánea. No hay nada menos natural que vestirse de mujer; sin duda, la ropa masculina también es artificial, pero es más cómoda y más sencilla; está hecha para favorecer la acción en lugar de entorpecerla; George Sand e Isabelle Ehberardt llevaban trajes de hombre; en su último libro179, Thyde Monnier proclama su predilección por el uso del pantalón; a toda mujer activa le gustan los tacones bajos y los tejidos fuertes. El sentido de la toilette femenina es manifiesto: se trata de «adornarse», y adornarse es ofrecerse; las feministas heterosexuales se mostraron antaño, sobre este punto, tan intransigentes como las lesbianas: rehusaban convertirse en una mercancía que se exhibe y adoptaron el uso de trajes sastre y sombreros de fieltro; los vestidos adornados, escotados, les parecían el símbolo del orden social que combatían. Hoy han logrado dominar la realidad, y el símbolo tiene a sus ojos menos importancia. Para la lesbiana, sin embargo, todavía la tiene en la medida en que ella se siente todavía ente reivindicante. Sucede también —si determinadas particularidades físicas han motivado su vocación— que la indumentaria austera le siente mejor.
Hay que añadir que uno de los papeles representados por el adorno consiste en satisfacer la sensualidad aprehensora de la mujer; pero la lesbiana desdeña los consuelos del terciopelo y de la seda: al igual que a Sandor, le gustarán en sus amigas, o el cuerpo mismo de su amiga ocupará su lugar. También por esta razón la lesbiana gusta a menudo de ingerir bebidas secas, fumar tabaco fuerte, hablar un lenguaje rudo, imponerse ejercicios violentos: eróticamente, comparte la suavidad femenina, y, por contraste, gusta de un clima sin insipidez. Por esa inclinación, puede llegar a disfrutar con la compañía de los hombres. Pero aquí interviene un nuevo factor: las relaciones frecuentemente ambiguas que sostiene con ellos. Una mujer muy segura de su virilidad solo querrá hombres como amigos y camaradas: esta seguridad apenas se encuentra nada más que en aquella que tenga con ellos intereses comunes, que —en los negocios, la acción o el arte— trabaje y triunfe como uno de ellos. Cuando Gertrude Stein recibía a sus amigos, solo conversaba con los hombres y dejaba a Alice Toklas el cuidado de entretener a sus amigas180. Será con las mujeres con quienes la homosexual muy viril observará una actitud ambivalente: las desprecia, pero ante ellas tiene un complejo de inferioridad tanto en cuanto mujer como en cuanto hombre; teme parecerles una mujer frustrada, un hombre inacabado, lo cual la lleva a ostentar una superioridad altiva o a manifestar hacia ellas —como la invertida de Stekel— una agresividad sádica. Pero este caso es bastante raro. Ya se ha visto que la mayoría de las lesbianas rechazan al hombre con reticencia: hay en ellas, como en la mujer frígida, repugnancia, rencor, timidez, orgullo; no se sienten realmente semejantes a ellos; a su rencor femenino se añade un complejo de inferioridad viril; son rivales mejor armados para seducir, poseer y conservar la presa; detestan ellas ese poder del hombre sobre las mujeres, detestan la «mancilla» que hacen sufrir a la mujer. También las irrita ver que ellos ejercen los privilegios sociales y el sentirles más fuertes que ellas: es una hiriente humillación no poder batirse con un rival, saberle capaz de derribarnos de un puñetazo. Esta compleja hostilidad es una de las razones que lleva a algunas homosexuales a exhibirse; solo tienen trato entre ellas; forman una especie de clubs, para manifestar que no tienen necesidad de los hombres, ni social ni sexualmente. De ahí se resbala fácilmente a inútiles fanfarronadas y a todas las comedias de la inautenticidad. La lesbiana juega primero a ser hombre; después, ser lesbiana también se convierte en un juego; el disfraz se torna librea; y la mujer, so pretexto de sustraerse a la opresión del varón, se hace esclava de su personaje; no ha querido encerrarse en la situación de mujer y se encarcela en la de lesbiana. Nada ofrece peor impresión de estrechez de espíritu y de mutilación que esos clanes de mujeres manumitidas. Hay que añadir que muchas mujeres solo se declaran homosexuales por interesada complacencia: adoptan de manera aún más consciente aires equívocos, esperando incitar a los hombres que gustan de las «viciosas». Estas ruidosas celadoras —que son evidentemente las que más se hacen notar— contribuyen a desacreditar lo que la opinión considera como un vicio y una pose.
En verdad, la homosexualidad no es ni una perversión deliberada ni una maldición fatal181. Es una actitud elegida en situación, es decir, a la vez motivada y libremente adoptada. Ninguno de los factores que el sujeto asume con esta elección —datos fisiológicos, historia psicológica, circunstancias sociales— es determinante, aunque todos contribuyen a explicarla. Para la mujer, esa es una manera, entre otras, de resolver los problemas planteados por su condición en general y por su situación erótica en particular. Como todas las actitudes humanas, irá acompañada de comedias, desequilibrios, fracasos, mentiras, o bien, por el contrario, será fuente de fecundas experiencias, según sea vivida de mala fe, en la pereza y la inautenticidad, o en la lucidez, la generosidad y la libertad.