249. Pero, tan pronto como este sentimiento se desvanece, constato que no quiero ni puedo nada, como no sea cuidar a los bebés, comer, beber, dormir, amar a mi marido y a mis hijos, lo cual, en definitiva, debería constituir la felicidad; pero que me produce tristeza y, como ayer, me da ganas de llorar.
Y once años más tarde:
Me consagro enérgicamente y con un ardiente deseo de hacerlo bien a la educación de los niños. Pero ¡Dios mío! ¡Cuán impaciente e irascible soy! ¡Y cuánto grito!... ¡Qué triste es esta eterna lucha con los niños!
La relación de la madre con sus hijos se define en el seno de la forma global que es su vida; depende de sus relaciones con su marido, con su pasado, con sus ocupaciones, consigo misma; tan absurdo como nefasto error es pretender ver en el hijo una panacea universal. Esa es la conclusión a la cual llega también H. Deutsch en la obra que he citado a menudo y en la cual estudia ella, a través de su experiencia de psiquiatra, los fenómenos de la maternidad. Sitúa en muy elevado lugar esta función; estima que la mujer se realiza totalmente en virtud de la misma: pero a condición de que sea libremente asumida y sinceramente querida; es preciso que la joven se halle en una situación psicológica, moral y material que le permita soportar su carga; de lo contrario, las consecuencias serán desastrosas. En particular, es criminal aconsejar el hijo como remedio de melancólicas o de neuróticas; eso es hacer desgraciados a la mujer y al hijo. La mujer equilibrada, sana, consciente de sus responsabilidades, es la única capaz de convertirse en una «buena madre».
Ya he dicho que la maldición que pesa sobre el matrimonio consiste en que con excesiva frecuencia, los individuos se unen así en su debilidad, no en su fuerza, y en que cada cual exige al otro, en lugar de complacerse en darle. Es un señuelo aún más decepcionante soñar con alcanzar a través del hijo una plenitud, un calor y un valor que no ha sabido uno crear por sí mismo; eso no aporta dicha más que a la mujer capaz de querer desinteresadamente la felicidad de otro, a aquella que, sin reciprocidad, busca una superación de su propia existencia. Desde luego, el hijo es una empresa a la cual puede uno destinarse valederamente; pero no más que cualquier otra representa una justificación en sí misma; es preciso que sea deseada por ella misma, no por unos hipotéticos beneficios. Stekel dice muy justamente:
Los hijos no son un ersatz del amor; no reemplazan un objetivo de vida rota; no son un material destinado a llenar el vacío de nuestra existencia; son una responsabilidad y un pesado deber; son los florones más generosos del amor libre. No son el juguete de los padres, ni la realización de su necesidad de vivir, ni sucedáneos de sus ambiciones insatisfechas. Los hijos son la obligación de formar seres dichosos.
Tal obligación no tiene nada de natural: la Naturaleza jamás podría dictar una elección moral; esta implica un compromiso. Parir es adquirir un compromiso; si la madre lo rehúye después, comete una falta contra una existencia humana, contra una libertad; pero nadie puede imponérselo. La relación de los padres con los hijos, como la de los esposos entre sí, debería ser libremente querida. Y ni siquiera es cierto que el hijo sea para la mujer una realización privilegiada; se dice de buen grado con respecto a una mujer que es coqueta, o enamoradiza, o lesbiana, o ambiciosa «a falta de un hijo»; su vida sexual, sus fines, los valores que persigue, serían sucedáneos del hijo. En realidad, hay en principio indeterminación: también puede decirse que la mujer desea un hijo a falta de amor, de ocupación, de poder satisfacer sus tendencias homosexuales. Bajo este seudonaturalismo se oculta una moral social y artificial. Que el hijo sea la suprema finalidad de la mujer es una afirmación que tiene justamente el valor de un slogan publicitario.
El segundo prejuicio, inmediatamente implicado en el primero, consiste en que el niño encuentra una segura felicidad en los brazos maternos. No existen madres «desnaturalizadas», puesto que el amor maternal no tiene nada de natural: pero, precisamente por eso, hay malas madres. Y una de las grandes verdades que el psicoanálisis ha proclamado es el peligro que constituyen para el hijo los propios padres «normales». Los complejos, las obsesiones y las neurosis que padecen los adultos tienen sus raíces en su pasado familiar; los padres que tienen sus propios conflictos, sus querellas, sus dramas, representan para el hijo la compañía menos deseable. Profundamente marcados por la vida del hogar paterno, abordan luego a sus propios hijos a través de complejos y frustraciones; y esa cadena de miseria se perpetuará indefinidamente. En particular, el sadomasoquismo materno crea en la hija un sentimiento de culpabilidad que se traducirá en actitudes sadomasoquistas con respecto a sus hijos, indefinidamente. Existe una mala fe extravagante en la conciliación del desprecio con que se mira a las mujeres y el respeto con que se rodea a las madres. Constituye una paradoja criminal rehusar a la mujer toda actividad pública, cerrarle las carreras masculinas, proclamar en todos los dominios su incapacidad y confiarle, al mismo tiempo, la empresa más delicada y más grave de cuantas existen: la formación de un ser humano. Hay multitud de mujeres a quienes las costumbres y la tradición todavía niegan la educación, la cultura, las responsabilidades y las actividades que son privilegio de los hombres, y a quienes, no obstante, se les confía sin escrúpulo el cuidado de los hijos, como en otro tiempo se las consolaba de su inferioridad con respecto a los chicos entregándoles muñecas; se les impide vivir; en compensación, se les permite jugar con muñecos de carne y hueso. Sería preciso que la mujer fuese perfectamente dichosa o que fuese una santa para que resistiese la tentación de abusar de sus derechos. Tal vez tuviese razón Montesquieu al decir que sería preferible confiar a las mujeres el gobierno del Estado antes que el de la familia; porque, tan pronto como se le da ocasión para ello, la mujer se muestra tan razonable y eficaz como el hombre: en el pensamiento abstracto, en la acción concertada, es donde ella supera más fácilmente su sexo; mucho más difícil le es actualmente librarse de su pasado de mujer, hallar un equilibrio afectivo que nada favorece en su situación. También el hombre resulta mucho más equilibrado y racional en su trabajo que en el hogar; realiza sus cálculos con una precisión matemática: se vuelve ilógico, embustero y caprichoso junto a la mujer por quien se «deja llevar»; del mismo modo, ella se «deja llevar» por el hijo. Y esta última complacencia es más peligrosa, porque la mujer puede defenderse mejor contra su marido que el niño contra ella. Por el bien del niño, sería obviamente deseable que su madre fuese una persona completa y no mutilada, una mujer que hallase en su trabajo, en sus relaciones con la colectividad, una realización de sí misma que no buscase obtener tiránicamente a través de él; y sería igualmente deseable que el niño estuviese infinitamente menos entregado a sus padres que lo está ahora, que sus estudios y diversiones se desarrollasen en medio de otros niños, bajo el control de adultos que no tendrían con él más que unos lazos impersonales y puros.
Incluso en el caso de que el hijo aparezca como una riqueza en el seno de una vida dichosa o, al menos, equilibrada, no podría limitar el horizonte de su madre. No la arranca a su inmanencia; ella modela su carne, le mantiene, le cuida: nunca puede crear más que una situación de hecho que solo a la libertad del hijo corresponde superar; cuando ella apuesta sobre su porvenir, es también por procuración como se trasciende a través del universo y el tiempo; es decir, que una vez más se entrega a la dependencia. No solo la ingratitud, sino el fracaso de su hijo, serán el mentís a todas sus esperanzas: al igual que en el matrimonio o en el amor, deja a otro el cuidado de justificar su vida, cuando la única actitud auténtica consiste en asumirla libremente. Ya se ha visto que la inferioridad de la mujer procedía originariamente de que, en principio, se ha limitado a repetir la vida, mientras el hombre inventaba razones para vivir, más esenciales a sus ojos que la pura ficción de la existencia—, encerrar a la mujer en la maternidad sería perpetuar esa situación.
Hoy reclama ella participar en el movimiento a través del cual la Humanidad intenta sin cesar justificarse superándose; no puede consentir en dar la vida más que en el caso de que la vida tenga un sentido; no podría ser madre sin tratar de representar un papel en la vida económica, política y social. No es 16 mismo engendrar carne de cañón, esclavos o víctimas que engendrar hombres libres. En una sociedad convenientemente organizada, en la que el niño fuese tomado en gran parte a su cargo por la colectividad y la madre fuese cuidada y ayudada, la maternidad no sería inconciliable en absoluto con el trabajo femenino. Por el contrario, la mujer que trabaja —campesina, química o escritora— es la que tiene un embarazo más fácil por el hecho de que no se fascina con su propia persona; la mujer que posea la vida personal más rica será la que más dé al hijo y la que menos le pida; la mujer que adquiera en el esfuerzo y la lucha el conocimiento de los verdaderos valores humanos será la mejor educadora. Si con excesiva frecuencia hoy, la mujer tropieza con grandes dificultades para conciliar el oficio que la retiene fuera del hogar durante horas y consume todas sus energías con el interés de sus hijos, es porque, por un lado, el trabajo femenino es todavía, con excesiva frecuencia, una esclavitud; y, por otro lado, porque no se ha realizado ningún esfuerzo para asegurar el cuidado, la custodia y la educación de los niños fuera del hogar. Se trata de una carencia social: pero es un sofisma justificarla pretendiendo que una ley escrita en el cielo o en las entrañas de la Tierra exige que madre e hijo se pertenezcan exclusivamente el uno al otro; esta mutua pertenencia no constituye, en verdad, sino una doble y nefasta opresión.
Es un engaño sostener que la maternidad convierte a la mujer en la igual concreta del hombre. Los psicoanalistas se han esforzado mucho por demostrar que el hijo aportaba a la mujer un equivalente del pene: mas, por envidiable que sea este atributo, nadie pretenderá que su sola posesión pueda justificar una existencia, ni que ella sea el fin supremo de la misma. También se ha hablado muchísimo de los sacrosantos derechos de la madre, pero no ha sido en su calidad de madres como las mujeres han conquistado la papeleta electoral; todavía es despreciada la madre soltera; solo en el matrimonio es glorificada la madre, es decir, en tanto que permanece subordinada al marido. Mientras este siga siendo el jefe económico de la familia, y aunque ella se ocupe mucho más de los hijos, estos dependen mucho más de él que de ella. Ya se ha visto que, por ese motivo, las relaciones de la madre con los hijos están estrechamente determinadas por las que sostiene con su esposo.
Así, pues, las relaciones conyugales, la vida doméstica y la maternidad forman un conjunto cuyos momentos todos dependen unos de otros; tiernamente unida a su marido, la mujer puede llevar alegremente las cargas del hogar; feliz con sus hijos, será indulgente con su marido. Pero esa armonía no es fácil de conseguir, ya que las diferentes funciones asignadas a la mujer se acuerdan mal entre sí. Las revistas femeninas enseñan profusamente al ama de casa el arte de conservar su atractivo sexual sin dejar de lavar la vajilla, de conservarse elegante en el curso de su embarazo, de conciliar la coquetería con la maternidad y la economía; pero la mujer que se obligase a seguir con celo esos consejos se vería pronto enloquecida y desfigurada por las preocupaciones; resulta muy difícil conservarse deseable cuando se tienen las manos agrietadas y el cuerpo deformado por las maternidades; por eso, una mujer enamorada siente a menudo rencor contra los hijos que arruinan su seducción y la privan de las caricias de su marido; si, por el contrario, se siente profundamente madre, estará celosa del hombre que reivindica también a los hijos como suyos. Por otra parte, ya se ha visto que el ideal doméstico contradice el movimiento de la vida; el niño es enemigo de los pisos encerados. El amor maternal se pierde a menudo en reprimendas y cóleras dictadas por la preocupación de mantener un hogar bien puesto. No es sorprendente que la mujer que se debate entre esas contradicciones pase con mucha frecuencia sus jornadas llena de nerviosismo y acritud; siempre pierde de algún modo y sus ganancias son precarias, no se inscriben en ningún éxito seguro. Nunca es por medio de su trabajo como puede salvarse; la tiene ocupada, desde luego, pero no constituye su justificación: esta descansa en libertades extrañas. La mujer encerrada en el hogar no puede fundar por sí misma su existencia; carece de los medios necesarios para afirmarse en su singularidad, y esta singularidad, por consiguiente, no le es reconocida. Entre los árabes y los indios, en muchas poblaciones rurales, la mujer no es más que una hembra doméstica a la que se aprecia según el trabajo que proporciona, y a la cual se reemplaza sin pesar cuando desaparece. En la civilización moderna, está más o menos individualizada a los ojos de su marido; pero, a menos que renuncie por completo a su yo, absorbiéndose como Natacha en una abnegación apasionada y tiránica hacia su madre, sufrirá al verse reducida a su pura generalidad. Ella es la dueña de la casa, la esposa, la madre única e indistinta; Natacha se complace en ese aniquilamiento soberano y, rechazando toda confrontación, niega a los otros. Pero la mujer occidental moderna, por el contrario, desea ser contemplada por otro en tanto que esta ama de casa, esta esposa, esta madre, esta mujer. Esa es la satisfacción que buscará en su vida social.