Se representa uno fácilmente a la lesbiana tocada con un sombrero de fieltro, cabellos cortos y corbata; su virilidad sería una anomalía que traduciría un desequilibrio hormonal. Nada más erróneo que esa confusión entre la invertida y el marimacho. Hay muchísimas homosexuales entre las odaliscas, las cortesanas, las mujeres más deliberadamente «femeninas», y, a la inversa, gran número de mujeres «masculinas» son heterosexuales. Sexólogos y psiquiatras confirman lo que sugiere la observación corriente, a saber: que la inmensa mayoría de las «condenadas» están constituidas exactamente como las demás mujeres. Ningún «destino anatómico» determina su sexualidad.
Seguramente hay casos en que los datos fisiológicos crean situaciones singulares. Entre los dos sexos no existe una distinción biológica rigurosa; un soma idéntico es modificado por acciones hormonales cuya orientación está genotípicamente definida, pero que puede ser desviada en el curso de la evolución del feto; resulta de ello la aparición de individuos intermediarios entre los varones y las hembras. Algunos hombres tienen apariencia femenina, porque la maduración de sus órganos viriles es tardía: así también se ve algunas veces cómo ciertas muchachas —en particular las deportistas— se transforman en muchachos. H. Deutsch cuenta la historia de una joven que cortejó ardientemente a una mujer casada, quiso raptarla y vivir con ella, hasta que un día se apercibió de que, en realidad, era un hombre, lo cual le permitió casarse con su bienamada Y tener hijos suyos. Pero no sería acertado concluir por ello que toda invertida es un «hombre oculto» bajo formas engañosas. El hermafrodita, en quien los dos sistemas genitales están bosquejados, tiene a menudo una sexualidad femenina: he conocido a una de estas criaturas, exiliada de Viena por los nazis, que se desolaba por no agradar ni a los heterosexuales ni a los pederastas, cuando a ella solamente le gustaban los hombres. Bajo la influencia de las hormonas masculinas, las mujeres «viriloides» presentan caracteres secundarios masculinos; en las mujeres infantiles, las hormonas femeninas son deficientes y su desarrollo permanece inacabado. Estas particularidades pueden motivar, más o menos directamente, una vocación lesbiana. Una persona dotada de una voluntad vigorosa, agresiva, exuberante, desea prodigarse activamente y rechaza por lo general la pasividad; una mujer mal conformada puede tratar de compensar su inferioridad adquiriendo cualidades viriles; si su sensibilidad erógena no se ha desarrollado, entonces no desea las caricias masculinas. Pero anatomía y hormonas no definen jamás sino una situación y no plantean el objeto hacia el cual aquélla será trascendida. H. Deutsch cita también el caso de un legionario polaco herido, a quien cuidó en el curso de la guerra 19141918, y que en realidad era una muchacha con acusados caracteres viriloides; había seguido al ejército como enfermera, luego había logrado ponerse el uniforme; no por ello dejó de enamorarse de un soldado —con quien se casó después—, lo cual hizo que la considerasen un homosexual. Sus actitudes viriles no contradecían un erotismo de tipo femenino. El hombre mismo tampoco desea exclusivamente a la mujer; el hecho de que el organismo del homosexual masculino pueda ser perfectamente viril implica que la virilidad de una mujer no la destine necesariamente a la homosexualidad.
Entre las mujeres fisiológicamente normales se ha pretendido a veces distinguir a las «clitoridianas» de las «vaginales», estando las primeras destinadas a los amores sáficos; pero ya hemos visto que en todas ellas el erotismo infantil es clitoridiano; que permanezca en ese estadio o se transforme no depende de ninguna circunstancia anatómica; tampoco es verdad, como se ha sostenido frecuentemente, que la masturbación infantil explique el privilegio ulterior del sistema clitoridiano: la sexología reconoce hoy en el onanismo del niño un fenómeno absolutamente normal y generalmente difundido. La elaboración del erotismo femenino —ya lo hemos visto— es una historia psicológica en la cual están involucrados factores fisiológicos, pero que depende de la actitud global del sujeto frente a la existencia. Marañón consideraba que la sexualidad es «de sentido único» y que en el hombre alcanza una forma acabada, mientras en la mujer permanece «a medio camino»; solamente la lesbiana poseería una libido tan rica como la del varón, y, por tanto, sería un tipo femenino «superior». En realidad, la sexualidad femenina tiene una estructura original, y la idea de jerarquizar la libido masculina y femenina es absurda; la elección del objeto sexual no depende, en modo alguno, de la cantidad de energía de que la mujer dispone.
Los psicoanalistas han tenido el gran mérito de ver en la inversión un fenómeno psíquico y no orgánico; sin embargo, todavía aparece entre ellos como determinada por circunstancias exteriores. Por lo demás, la han estudiado poco. Según Freud, la maduración del erotismo femenino exige el paso del estadio clitoridiano al estadio vaginal, paso simétrico de aquel que ha transferido al padre el amor que la pequeña sentía primero por su madre; diversas razones pueden frenar ese desarrollo; la mujer no se resigna a la castración, se oculta la ausencia del pene, permanece fijada a su madre, a la cual busca sustitutos. Para Adler, esa detención no es un accidente sufrido: lo quiere el sujeto que, por voluntad de poder, niega deliberadamente su mutilación y trata de identificarse con el hombre cuya dominación rehúsa. Fijación infantil o protesta viril, la homosexualidad aparecería en todo caso como algo inacabado. En verdad, la lesbiana no es más una mujer «frustrada» que una mujer «superior». La historia del individuo no es un progreso fatal: con cada movimiento se vuelve a asir el pasado mediante una elección nueva, y la «normalidad» de la elección no le confiere ningún valor privilegiado: hay que juzgarlo según su autenticidad. La homosexualidad puede ser para la mujer una manera de rehuir su condición o una manera de asumirla. La gran equivocación de los psicoanalistas consiste en no considerarla jamás, por conformismo moralizador, sino como una actitud inauténtica.
La mujer es un existente a quien se le pide que se haga objeto; en tanto que sujeto, posee una sensualidad agresiva que no se sacia sobre el cuerpo masculino: de ahí nacen los conflictos que su erotismo debe superar. Se considera normal el sistema que, entregándola como presa a un miembro del sexo masculino, le restituye su soberanía poniendo en sus brazos un niño: pero ese «naturalismo» está ordenado por un interés social más o menos bien comprendido. La heterosexualidad misma permite otras soluciones. La homosexualidad de la mujer es una tentativa, entre otras, para conciliar su autonomía con la pasividad de su carne. Y, si se invoca a la Naturaleza, puede decirse que toda mujer es naturalmente homosexual. La lesbiana se caracteriza, en efecto, por su rechazo del varón y su gusto por la carne femenina; pero toda adolescente teme la penetración, la dominación masculina, y experimenta cierta repulsión con respecto al cuerpo del hombre; en desquite, el cuerpo femenino es para ella, como para el hombre, un objeto de deseo. Lo he dicho ya: los hombres, al plantearse como sujetos, se plantean al mismo tiempo como separados; considerar al otro como una cosa que tomar, es atentar en él y solidariamente en sí mismo contra el ideal viril; por el contrario, la mujer que se reconoce como objeto ve en sus semejantes y en sí misma una presa. El pederasta inspira hostilidad a los heterosexuales masculinos y femeninos, porque estos exigen que el hombre sea un sujeto dominador171; por el contrario, los dos sexos consideran espontáneamente a las lesbianas con indulgencia. «Confieso —dice el conde de Tilly— que es una rivalidad que no me pone de mal humor; por el contrario, me divierte y tengo la inmoralidad de reírme de ello.» Colette ha prestado esa misma indiferencia divertida a Renaud ante la pareja formada por Claudine con Rézi172. Al hombre le irrita más una heterosexual activa y autónoma que una homosexual no agresiva; solamente la primera se opone a las prerrogativas masculinas; los amores sáficos están muy lejos de contradecir la forma tradicional de la división de los sexos: en la mayoría de los casos, son una asunción de la feminidad, no su rechazo. Ya se ha visto que a menudo aparecen en la adolescente como un ersatz de las relaciones heterosexuales que todavía no ha tenido la ocasión o la audacia de vivir: es una etapa, un aprendizaje, y la que se entregue a ello con más ardor puede ser mañana la más ardiente de las esposas, de las amantes, de las madres. Lo que hay que explicar en la invertida, por tanto, no es el aspecto positivo de su elección, sino la faz negativa: no se caracteriza por su afición a las mujeres, sino por lo exclusivo de esa afición.
Con frecuencia se distinguen —de acuerdo con Jones y Hesnard— dos tipos de lesbianas: las «masculinas» que quieren «imitar al hombre», y las «femeninas» que «tienen miedo del hombre». Es cierto que, en general, pueden considerarse en la inversión dos tendencias: algunas mujeres rechazan la pasividad, en tanto que otras optan por entregarse pasivamente a unos brazos femeninos; pero tales actitudes reaccionan una sobre otra; las relaciones con el objeto elegido, con el objeto rechazado, se explican una por otra. Por multitud de razones, según vamos a ver, la distinción indicada nos parece asaz arbitraria.
Definir a la lesbiana «viril» por su voluntad «de imitar al hombre» es consagrarla a la inautenticidad. Ya he dicho antes cuántos equívocos crean los psicoanalistas al aceptar las categorías masculina-femenina tal y como la sociedad actual las define. En efecto, el hombre representa hoy lo positivo y lo neutro, es decir, el macho y el ser humano, mientras la mujer es solamente lo negativo, la hembra. Así, pues, cada vez que se comporta como ser humano, se declara que se identifica con el macho. Sus actividades deportivas, políticas, intelectuales, su deseo por otras mujeres, son interpretados como una «protesta viril»; se rehúsa tener en cuenta los valores hacia los cuales ella se trasciende, lo cual lleva evidentemente a considerar que hace una elección inauténtica de una actitud subjetiva. El gran malentendido sobre el que descansa ese sistema de interpretación consiste en que se admite que para el ser humano hembra es natural que haga de sí una mujer femenina: no basta ser una heterosexual, ni siquiera una madre, para realizar ese ideal; la «verdadera mujer» es un producto artificial que la civilización fabrica como en otro tiempo fabricaba castrados; sus pretendidos «instintos» de coquetería, de docilidad, le son insuflados del mismo modo que al hombre el orgullo fálico; el hombre no siempre acepta su vocación viril; la mujer tiene buenas razones para aceptar menos dócilmente aún la que le ha sido asignada. Las nociones de «complejo de inferioridad» y «complejo de masculinidad» me hacen pensar en esa anécdota que Denis de Rougemont cuenta en La part du diable: una dama se imaginaba que, cuando se paseaba por el campo, los pájaros la atacaban; tras varios meses de un tratamiento psicoanalítico que no logró curarla de su obsesión, el médico que la acompañaba en el jardín de la clínica se percató de que los pájaros la atacaban. La mujer se siente disminuida porque, en verdad, las consignas de la feminidad la disminuyen. Espontáneamente opta por ser un individuo completo, un sujeto y una libertad ante quien se abren el mundo y el porvenir: si esa opción se confunde con la de la virilidad, es en la medida en que la feminidad significa hoy mutilación. Se ve claramente en las confesiones de mujeres invertidas —platónica en el primer caso, declarada en el segundo— recogidas por Havelock Ellis y Stekel, que la especificación de femenina es lo que indigna a ambos sujetos.
Hasta donde alcanza mi memoria —dice una—, jamás me he considerado una niña ni una muchacha, y siempre he sido presa de una perenne turbación. Hacia los cinco o seis años, me dije que, cualquiera que fuese la opinión de las gentes, si no era un chico, en todo caso tampoco era una chica... Miraba la conformación de mi cuerpo como un accidente misterioso... Cuando apenas sabía andar, ya me interesaban los martillos y los clavos, y quería que me sentasen en el lomo de los caballos. Hacia los siete años, me parecía que todo cuanto me gustaba estaba mal para una niña. No era feliz en absoluto y frecuentemente lloraba y montaba en cólera, tanto me enfurecían aquellas conversaciones sobre los chicos y las chicas... Todos los domingos salía con los muchachos de la escuela de mis hermanos... Hacia los once años..., para castigarme por ser lo que era, me pusieron interna... Hacia los quince años, cualquiera que fuese la dirección en que se enderezasen mis pensamientos, mi punto de vista era siempre el de un muchacho... Me sentía transida de compasión por las mujeres... Me convertí en su protector y su ayuda.
En cuanto a la invertida de Stekel:
Hasta su sexto año, y pese a los asertos de su entorno, ella se creía un chico, vestido de niña por razones que le eran desconocidas... A los seis años, se decía: «Seré teniente y, si Dios me conserva la vida, mariscal.» Con frecuencia soñaba que montaba un caballo y salía de la ciudad a la cabeza de un ejército. Muy inteligente, se sintió desgraciada cuando la trasladaron de la escuela normal a un liceo, porque temía hacerse afeminada.
Esa revuelta no implica en absoluto una predestinación sáfica; la mayor parte de las niñas conocen el mismo escándalo y la misma desesperación cuando se enteran de que la accidental conformación de su cuerpo condena sus gustos y aspiraciones; encolerizada fue como Colette Audry173 descubrió a los doce años de edad que jamás podría convertirse en marino; de manera completamente natural, la futura mujer se indigna por las limitaciones que le impone su sexo. Se plantea mal la cuestión cuando se pregunta por qué las rechaza: el problema consiste más bien en comprender por qué las acepta. Su conformismo proviene de su docilidad, de su timidez; pero esa resignación se tornará fácilmente en rebeldía si las compensaciones ofrecidas por la sociedad no son juzgadas suficientes. Eso es lo que sucederá en el caso de que la adolescente se juzgue poco favorecida por la Naturaleza como mujer: a través de este rodeo, sobre todo, es como las circunstancias anatómicas adquieren su importancia; fea, mal conformada, o creyendo serlo, la mujer rehúsa un destino femenino para el cual no se considera dotada; pero sería falso decir que la actitud viril es adoptada para compensar una falta de feminidad: más bien las oportunidades otorgadas a la adolescente se le antojan demasiado raquíticas a cambio de las ventajas viriles que se le pide sacrifique. Todas las niñas envidian las cómodas ropas de los chicos; es su imagen en el espejo, las promesas que allí adivinan, lo que, poco a poco, les hace preciosos sus perifollos y faralaes; si el espejo refleja secamente un rostro vulgar, si no promete nada, encajes y cintas no dejan de ser una librea molesta o, por mejor decir, ridícula, y el «chico frustrado» se obstina en seguir siendo chico.
Aunque estuviese bien formada y fuese bonita, la mujer comprometida en proyectos singulares o que reivindique su libertad en general, se niega a abdicar en beneficio de otro ser humano; ella se reconoce en sus actos, no en su presencia inmanente: el deseo masculino que la reduce a los límites de su cuerpo la contraría tanto como contraría al muchacho; experimenta hacia sus compañeras sumisas el mismo desagrado que el hombre viril experimenta con respecto al pederasta pasivo. Para repudiar toda complicidad con ellas es por lo que, en parte, adopta una actitud masculina; disfraza su ropaje, su porte, su lenguaje; forma con una amiga femenina una pareja en la cual encarna el personaje varonil: esta comedia es, en efecto, una «protesta viril», pero aparece como un fenómeno secundario; lo que sí es espontáneo es el escándalo del sujeto conquistador y soberano ante la idea de convertirse en una presa carnal. Un elevado número de mujeres deportistas son homosexuales; ese cuerpo que es músculo, movimiento, resorte, impulso, no lo toman ellas como una carne pasiva; no solicita mágicamente las caricias, hace presa en el mundo, no es una cosa del mundo: el foso que existe entre el cuerpo parasí y el cuerpo paraotro parece en este caso infranqueable. Se observan resistencias análogas en la mujer de acción, la mujer «con cabeza», para quien la dimisión, aunque sea bajo una forma carnal, es imposible. Si la igualdad de los sexos se realizase concretamente, se aboliría ese obstáculo en gran número de casos; pero el hombre está imbuido todavía de su superioridad; y esta es una convicción molesta para la mujer si no la comparte. Hay que decir, sin embargo, que las mujeres más voluntariosas, las más dominadoras, titubean poco en afrontar al varón: la llamada mujer «viril» es con frecuencia una franca heterosexual. No quiere renunciar a su reivindicación de ser humano; pero tampoco piensa mutilarse de su feminidad, y opta por acceder al mundo masculino, o, más bien, por anexionárselo. Su sensualidad robusta no se asusta ante la aspereza masculina; para encontrar su gozo en un cuerpo de hombre, tiene que vencer menos resistencias que la virgen tímida. Una naturaleza zafia y animal no sentirá la humillación del coito; una intelectual de inteligencia intrépida se le opondrá; segura de sí misma, con talante batallador, la mujer se enzarzará alegremente en un duelo que está segura de ganar. George Sand sentía predilección por los jóvenes, por los hombres «femeninos»; en cambio, madame de Staël solo tardíamente buscó en sus amantes juventud y belleza: dominando a los hombres por el vigor de su espíritu, recibiendo con orgullo su admiración, apenas debía de sentirse una presa entre sus brazos. Una soberana como Catalina de Rusia podía incluso permitirse embriagueces masoquistas: en tales juegos, ella era la única dueña. Isabelle Ehberardt, que, vestida de hombre, recorrió el Sahara a caballo, no se estimaba en nada disminuida cuando se entregaba a algún vigoroso tirador. La mujer que no quiere ser vasalla del hombre está muy lejos de huirle siempre: más bien trata de convertirlo en instrumento de su placer. En circunstancias favorables —dependientes en gran parte de su pareja—, la idea misma de competencia quedará abolida; y ella se complacerá en vivir plenamente su condición de mujer lo mismo que el hombre vive su condición de tal.
Pero esa conciliación entre su personalidad activa y su papel de hembra pasiva es, a pesar de todo, mucho más difícil para ella que para el hombre; antes que agotarse en ese esfuerzo, habrá muchas mujeres que renunciarán a intentarlo. Entre los artistas y escritores del sexo femenino se cuentan numerosas lesbianas. No es que su singularidad sexual sea fuente de energía creadora o manifieste la existencia de esa energía superior, sino más bien que, absorbidas por una labor seria, no quieren perder el tiempo en representar un papel de mujer ni en luchar con los hombres. No admitiendo la superioridad masculina, no quieren fingir que la reconocen ni fatigarse en oponérsela; buscan en la voluptuosidad relajamiento, apaciguamiento, diversión: les interesa más alejarse de un socio que se presenta bajo la figura de un adversario, y así se liberan de las trabas que implica la feminidad. Bien entendido, será frecuentemente la naturaleza de sus experiencias heterosexuales la que decidirá a la mujer «viril» a optar por la asunción o el repudio de su sexo. El desdén masculino confirma a la fea en el sentimiento de su desgracia; la arrogancia de un amante herirá a la orgullosa. Todos los motivos de frigidez que hemos examinado: rencor, despecho, temor al embarazo, traumatismo provocado por el aborto, etc., vuelven a encontrarse aquí. Y adquieren tanto más peso cuanto la mujer aborda al hombre con más recelo.
Sin embargo, la homosexualidad no aparece siempre, cuando se trata de una mujer dominadora, como una solución enteramente satisfactoria; puesto que trata de afirmarse, le desagrada no realizar íntegramente sus posibilidades femeninas; las relaciones heterosexuales le parecen, a la vez, una disminución y un enriquecimiento; al repudiar las limitaciones implícitas en su sexo, resulta que se limita de otra manera. Así como la mujer frígida desea el placer al mismo tiempo que lo rechaza, la lesbiana querría ser con frecuencia una mujer normal y completa, aunque sin quererlo al mismo tiempo. Esta vacilación es notoria en el caso de la invertida estudiado por Stekel.
Ya se ha visto que solamente le gustaban los chicos y que no quería «afeminarse». A los dieciséis años, estableció sus primeras relaciones con muchachas; sentía por ellas un profundo desprecio, lo cual dio inmediatamente a su erotismo un carácter sádico; a una compañera a la que respetaba, le hizo la corte apasionadamente, aunque de forma platónica: en cambio, experimentaba disgusto hacia aquellas a quienes poseía. Se enfrascó con rabia en difíciles estudios. Decepcionada por su primer gran amor sáfico, se entregó con frenesí a experiencias puramente sexuales y se dio a la bebida. A los diecisiete años, trabó conocimiento con un joven y se casó con él: pero consideró que él era su mujer; se vestía como un hombre y siguió bebiendo y estudiando. Primero tuvo vaginismo y el coito jamás provocó el orgasmo. Encontraba su postura «humillante», y era siempre ella quien adoptaba el papel agresivo y activo. Abandonó a su marido, pese a que «le amaba con locura», y reanudó sus relaciones con mujeres. Conoció a un artista al cual se entregó, pero también sin orgasmo. Su vida se dividía en períodos nítidamente diferenciados; durante algún tiempo, escribía, trabajaba como un creador y se sentía completamente varón; entonces se acostaba con mujeres, de manera episódica y sádicamente. Luego, tenía un período de hembra. Se hizo examinar, porque deseaba llegar al orgasmo.
La lesbiana podría consentir fácilmente en la pérdida de su feminidad si con ello adquiriese una triunfante virilidad. Pero no. Evidentemente, sigue privada de órgano viril; puede desflorar a su amiga con la mano o utilizar un pene artificial para imitar la posesión; no por ello es menos un castrado. Sucede que eso la hace sufrir profundamente. Inacabada en tanto que mujer, impotente en tanto que hombre, su malestar se traduce a veces en psicosis. Una paciente decía a Dalbiez174: «Si tuviese algo con que penetrar, la cosa marcharía mejor.» Otra deseaba que sus senos fuesen rígidos. A menudo la lesbiana tratará de compensar su inferioridad viril mediante la arrogancia y un exhibicionismo que, en realidad, manifiestan un desequilibrio interior. A veces logrará crear también con las otras mujeres un tipo de relaciones completamente análogas a las que sostiene con ellas un hombre «femenino» o un adolescente todavía no muy seguro en su virilidad. Uno de los casos más notables de semejante destino es el de «Sandor», con respecto al cual informa Krafft Ebbing. Por medio de ese sesgo, había alcanzado un perfecto equilibrio, que vino a destruir la intervención de la sociedad.
Sarolta era originaria de una familia de nobles húngaros reputada por sus excentricidades. Su padre la hizo educar como si fuese un muchacho: montaba a caballo, cazaba, etc. Esa influencia se prolongó hasta los trece años, edad en la que la enviaron a un pensionado: se enamoró de una inglesita, fingió ser un muchacho y la raptó, Volvió a casa de su madre, pero muy pronto, con el nombre de «Sandor», vestida de muchacho, partió de viaje con su padre; practicaba deportes viriles, bebía y frecuentaba los burdeles. Se sentía particularmente atraída por las actrices o por las mujeres solas y que, en la medida de lo posible, hubiesen pasado ya la primera juventud; le gustaban verdaderamente «femeninas». «Adoraba —dice— la pasión femenina que se manifiesta bajo un velo poético. Toda desvergüenza por parte de una mujer me inspiraba repugnancia. Sentía una aversión invencible por los vestidos de mujer y, en general, por todo cuanto fuese femenino, pero exclusivamente sobre mí y en mí; porque el bello sexo, por el contrario, me entusiasmaba.» Tuvo numerosas relaciones con mujeres y gastó mucho dinero con ellas. Colaboraba, no obstante, en dos grandes diarios de la capital. Vivió maritalmente durante tres años con una mujer diez años mayor que ella, y le costó Dios y ayuda hacerle aceptar una ruptura. Inspiraba violentas pasiones. Enamorada de una joven institutriz, se unió a ella en un simulacro de matrimonio: su novia y su familia política la tenían por hombre; su suegro había creído observar en su futuro yerno un miembro en erección (probablemente un príapo); se hacía afeitar para guardar las formas, pero la criada había encontrado en su ropa interior huellas de sangre menstrual, y, por el agujero de la cerradura, se convenció de que Sandor era una mujer. Desenmascarada, fue encarcelada, pero luego sobreseyeron su causa. Fue inmensa su pena al verse separada de su bienamada Marie, a quien escribía desde su celda las cartas más apasionadas. No tenía una conformación completamente femenina. La pelvis era muy estrecha, no tenía talle. Tenía desarrollados los senos, y las partes genitales eran totalmente femeninas, pero estaban imperfectamente desarrolladas. Sandor no había tenido la menstruación hasta los diecisiete años, y experimentaba verdadero horror ante el fenómeno menstrual. La idea de mantener relaciones sexuales con un hombre la espantaba; su pudor solo se había desarrollado con respecto a las mujeres, hasta el punto de que prefería compartir el lecho de un hombre que el de una mujer. Muy molesta cuando la trataban como mujer, fue presa de una verdadera angustia cuando tuvo que volver a ponerse vestidos femeninos. Se sentía «atraída por una fuerza magnética hacia las mujeres de veinticuatro a treinta años». Hallaba su satisfacción sexual exclusivamente acariciando a su amiga, nunca dejándose acariciar. Si se terciaba, se servía de una media rellena de estopa a modo de príapo. Detestaba a los hombres. Muy sensible a la estimación moral de los demás, poseía mucho talento literario, una gran cultura y una memoria colosal.
Sandor no ha sido psicoanalizada, pero de la simple exposición de los hechos destacan algunos puntos sobresalientes. Parece ser que, sin «protesta viril», de la manera más espontánea, siempre se consideró un hombre, gracias a la educación recibida y a la constitución de su organismo; la forma en que su padre la asoció a sus viajes y a su vida tuvo, evidentemente, una influencia decisiva; su virilidad estaba tan asegurada, que no manifestaba ninguna ambivalencia con respecto a las mujeres: las amaba como un hombre, sin sentirse comprometida por ellas; las amaba de un modo puramente dominador y activo, sin aceptar reciprocidad. Sin embargo, es chocante que «detestase a los hombres» y que le gustasen singularmente las mujeres maduras. Esto sugiere que Sandor podría sufrir con respecto a su madre un complejo de Edipo masculino; perpetuaba la actitud infantil de la niñita que, formando pareja con su madre, alimenta la esperanza de protegerla y dominarla algún día. Muy a menudo, cuando la niña se ha visto frustrada de la ternura materna, es cuando la necesidad de esa ternura la acosa durante toda su vida de adulta: criada por su padre, Sandor debió soñarse madre amante y querida, a la cual buscó después a través de otras mujeres; eso explica sus tremendos celos de otros hombres, celos ligados a su respeto, a su amor «poético» por mujeres «solas» y maduras que tenían a sus ojos un carácter sagrado. Su actitud era exactamente la de Rousseau con madame de Warens, la del joven Benjamín Constant con respecto a madame de Charrière: los adolescentes sensibles, «femeninos», también se vuelven hacia queridas maternales. Bajo figuras más o menos acusadas, se encuentra a menudo ese tipo de lesbiana que jamás se ha identificado con su madre —porque la admiraba o la detestaba demasiado—, pero que, negándose a ser mujer, anhela a su alrededor la dulzura de una protección femenina; del seno de esa cálida matriz puede emerger en el mundo con audacias de muchacho; se comporta como un hombre; pero, en tanto que hombre, tiene una fragilidad que le hace desear el amor de una amante mayor que ella; la pareja reproducirá la pareja heterosexual clásica: matrona y adolescente.
Los psicoanalistas han señalado la importancia de las relaciones sostenidas en otro tiempo por la homosexual con su madre. Hay dos casos en los cuales le cuesta trabajo a la adolescente escapar a su influjo: si ha sido ardientemente mimada por una madre llena de ansiedad, o si ha sido maltratada por una «mala madre» que le haya insuflado un profundo sentimiento de culpabilidad; en el primer caso, sus relaciones rayaban a menudo en la homosexualidad: dormían juntas, se acariciaban o se besaban los senos; la joven buscará esa misma dicha en otros brazos. En el segundo caso, experimentará una ardiente necesidad de una «buena madre» que la proteja contra la primera, que aparte la maldición que siente sobre su cabeza. Uno de los pacientes cuya historia cuenta Havelock Ellis y que había detestado a su madre durante toda su infancia, describe así el amor que experimentó a los dieciséis años por una mujer de más edad:
Me sentía como una huérfana que de pronto adquiere una madre, y empecé a sentir menos hostilidad hacia las personas mayores, a experimentar respeto por ellas... Mi amor por ella era perfectamente puro y pensaba en ella como en una madre... Me gustaba que me tocase, y, a veces, me estrechaba entre sus brazos o dejaba que me sentase en sus rodillas... Cuando estaba acostada, venía a darme las buenas noches y me besaba en la boca.
Si la mayor se presta a ello, la menor se entregará llena de gozo a caricias más ardientes. Por lo general, asumirá el papel pasivo, porque desea ser dominada, protegida, acunada y acariciada como una niña. Que esas relaciones no pasen de ser platónicas o que se transformen en carnales, a menudo tienen el carácter de una verdadera pasión amorosa. Mas, por el hecho mismo de que aparecen en la evolución de la adolescente como una etapa clásica, no bastarían para explicar una decidida elección de la homosexualidad. La joven busca en ella, a la vez, una liberación y una seguridad que también podrá encontrar entre unos brazos masculinos. Pasado el período de entusiasmo amoroso, la menor experimentará frecuentemente con relación a la mayor el mismo sentimiento ambivalente que experimentaba con respecto a su madre; sufre su influencia y desea sustraerse a ella; si la otra se obstina en retenerla, permanecerá durante algún tiempo como su «prisionera»175; pero, después de escenas violentas o amistosamente, terminará por evadirse; habiendo culminado su adolescencia, se siente madura para afrontar una vida de mujer normal. Para que su vocación lesbiana se afirme, hace falta, o bien que —como Sandor— rechace su feminidad, o bien que su feminidad florezca de la manera más feliz entre brazos femeninos. Es decir, que el apego a la madre no basta para explicar la inversión. Y esta puede ser elegida por motivos completamente distintos. La mujer puede descubrir o presentir a través de experiencias completas o esbozadas que no extraerá ningún placer de las relaciones heterosexuales, y que únicamente otra mujer será capaz de satisfacerla plenamente: en particular, para la mujer que rinda culto a su femineidad, es el abrazo sáfico el que se revela más satisfactorio.
Es muy importante subrayarlo: no siempre es la negativa a convertirse en objeto lo que conduce a la mujer a la homosexualidad; la mayoría de las lesbianas, por el contrario, tratan de apropiarse los tesoros de su feminidad. Consentir en metamorfosearse en cosa pasiva no es renunciar a toda reivindicación subjetiva: la mujer espera así alcanzarse bajo la figura del en-sí; pero entonces tratará de recobrarse en su disimilitud. En la soledad, no logra realmente desdoblarse; aunque se acaricie el pecho, no sabe cómo se revelarían sus senos bajo una mano extraña, ni cómo se sentirían vivir bajo esa mano extraña; un hombre puede descubrirle la existencia para sí de su carne, pero no lo que es para otro. Solamente cuando sus dedos modelan el cuerpo de una mujer cuyos dedos modelan, a su vez, su propio cuerpo, solamente entonces se cumple el milagro del espejo. Entre el hombre y la mujer, el amor es un acto; cada uno de ellos, arrancado de sí mismo, deviene otro: lo que maravilla a la enamorada es que la languidez pasiva de su carne se refleje bajo la figura del ardor viril; pero en ese sexo erecto la narcisista no reconoce sino demasiado confusamente sus incentivos. Entre mujeres, el amor es contemplación; las caricias están destinadas menos a apropiarse de la otra que a recrearse lentamente a través de ella; la separación está abolida, no hay lucha, ni victoria, ni derrota; en una exacta reciprocidad, cada una es a la vez sujeto y objeto, soberana y esclava; la dualidad es complicidad. «La estrecha semejanza —dice Colette176— tranquiliza incluso a la voluptuosidad. La amiga se complace en la certidumbre de acariciar un cuerpo cuyos secretos conoce y del cual su propio cuerpo le indica las preferencias.» Y Renée Vivien:
Nuestro corazón es semejante en nuestro seno de mujer,
¡Oh, querida mía! De forma parecida está hecho nuestro cuerpo.
Un mismo destino cruel ha pesado sobre nuestra alma.
Yo traduzco tu sonrisa y la sombra que oscurece tu faz.
Mi dulzura es igual a tu gran dulzura.
Incluso a veces nos parece ser de la misma raza.
Amo en ti a mi hija, a mi amiga y a mi hermana